lunes, 10 de febrero de 2014

DONDE SEA QUE HOY ESTÉS


Y es que aquella tarde fue de caída libre, claro. El aire venía cargado de rosas y besos, de lágrimas de cebolla, de pétalos de iris de tus ojos… de ti.

Allá, en el límite de mi vida, donde sólo me quedaba dar la vuelta o desaparecer, donde las flores dejan de nacer para darte paso a ti, dejaste caer un trocito de tu infinita bondad. Me mostraste tus manos blancas y como el hielo seco se desprendieron sobre mi cara como cristales sumamente pequeños bajados de las nubes, se agruparon en mí, llegaron a mí como copos de nieve que refrescaron mi vida de pasos quemados.

Tomé esas manos níveas en mis manos y tiré levemente de ellas hacia mí, nuestros cuerpos se pegaron y nuestras caras compartieron suavidad y deseo. Me dijiste al oído “siempre estaré junto a ti”, y estas palabras llegaron serpenteando como chorros de agua cálida hasta mi corazón, fue una melodía parecida a la que se escucha tumbado en la hierba junto a un lago de aguas quietas.


Cuatro preciosas flores que vi al llegar, contemplando nuestra escena, se marchitaron perdiendo su vida para dársela al amor. Las flores son así: de hechos contundentes y aromas delicados... Como tú.

De ojos tornasol, azul violáceo, clavo mi mirada en tus labios, los mismos que me colmaron de palabras bellas, de besos encendidos, de gestos medidos que me contaban que era yo su preferido… labios que siempre dejaban en suspenso, en su precipicio vertical, otras muchas palabras que jamás nadie escucharía. Labios de nata modelada que esperaban ser libados por mis labios. Labios de sonrisas inmarcesibles, labios que emiten palabras siempre vigentes, labios de palabras dadas, de tus palabras, de palabras lanzadas, de palabras improntadas en un corazón desértico... Tus labios.

La hierba, cómplice de los silencios, mullía nuestros pies intentando que perdiéramos la verticalidad. Y el lago con sus susurros húmedos nos advertía de los peligros de la noche. Anverso y reverso de un pliego de la vida en blanco y verde que éramos nosotros.

Sonrosada, purpúrea, capsular, como una flor nacida en el hemisferio boreal, me diste la espalda y miraste un horizonte infinito semioscuro. Volviste a mí y caíste aérea en mis brazos, apoyé mi cabeza en tu pecho y sentí tu vida; escuché tus pulsaciones, identidad sonora de tu esencia humana, fundamentalmente buena.

Y de nuevo tus labios volvieron a hablar:

-      El amor va de lo abstracto a lo concreto.

-      Claro –contesté- el amor es más platónico que aristotélico. El amor, quienes lo ejercen no.

El lago se mostraba sereno, sentí que me observaba con la misma discreción que lo haría cuando un día me viera caer. Guardé silencio y secreto.
Un día, cuando esté oculto al mundo, estaré aquí. Será este lugar el que me verá llorar la ausencia de mis padres, tal vez la tuya también. Siempre pensaré que en mis momentos malos aparecerás a mi espalda y calladamente observarás cómo lanzo piedras de pena al lago o cómo lo lleno con mis lágrimas.

Y ese día te desvelaré tres promesas que, sin contártelas, te hice aquella tarde. Lo haré, sí, pero lo haré cuando ya nada vuelva a ser igual, cuando mi camino sea ya una pasarela sin retorno, cuando mi corazón sea ya una piedra…

No hace falta que vengas provista de papel y lápiz, yo grabaré con tinta indeleble en tu corazón, para que las recuerdes, aquellas tres promesas que probablemente la ferocidad del tiempo, para entonces, haya borrado ya:

1.  Conscientemente, jamás heriré tu corazón.

2.  Nunca renunciaré a ninguno de tus besos.

3.  Proclamaré hasta el fin de mis días tu singularidad.