PARTE I: En el lodo.
Este verano tuve un brutal accidente en una piscina; derivado del mismo, sufrí un traumatismo craneoencefálico que, sin yo saberlo, me tuvo al borde del abismo.
La cercanía o no de la muerte o de una terrible fatalidad a mí no me sorprende ni me intimida, ni tampoco me cambia la escala de valores, ni hace que vea la vida de otra manera,... Pienso que un hecho, por trascendental que sea, no tiene la suficiente fuerza como para cambiar la pesada estructura de toda una vida, aunque en los primeros momentos pueda haber apariencias que nos indiquen lo contrario.
Sin embargo, tengo que reconocer que a raíz de este hecho viví el día más aciago de mi vida cuando, días después, algunos de mis daños colaterales se empezaron a manifestar con virulencia en forma de dolor.
Acudí al médico buscando una respuesta que me aliviara y, fundamentalmente, que eliminara mi incertidumbre. Una vez en la consulta de César, éste me indicó que me quitara la camiseta y que me pusiera de espaldas a él, para explorar la zona afectada. A mí me parecía una diagnosis estéril, ya que sospechaba hacía días que para saber qué me pasaba se necesitaba una pantalla. No obstante, guardé silencio. De sobra sé cómo suele molestar a los médicos que los pacientes les digan cómo les tienen que curar. En estas elucubraciones mudas estaba cuando de repente sentí un terrible punzazo electrizante que me desplomó en el suelo. Allí, cabizbajo y abatido, mientras percibía la lejana voz del médico sentí una tremenda soledad, una enorme desolación aderezada con una inusual fragilidad emocional.
PARTE II: Las huellas del corazón.
Aún mi impotencia ganó enteros cuando, tras pasar los primeros instantes de este episodio, el médico me mandó subir al hospital para que me viera de forma urgente un especialista en traumatología. Tenía tal dolor que no podía conducir y así se lo hice saber. Se ofreció a llamar un taxi inmediatamente desde su consulta, pero le dije que me diera margen para hacer yo dos llamadas, ya que mis padres estaban a más de una hora de distancia de Plasencia. Y, tras esas llamadas, empecé a vislumbrar cierta felicidad interior. Las dos llamadas activaron las huellas indelebles del corazón, después de un tiempo interminable me sentí arropado, protegido e incluso querido, muy querido.
Desde el centro de salud al hospital y viceversa, hubo palabras que me quitaron el dolor, miradas de complicidad que me hacían visible lo efímero del mal momento... presencia incondicional que equivalía a un acompañamiento masivo.
Y PARTE III: Agradecer.
Hacía tan sólo unos días un amigo mío se lesionaba la rodilla jugando al fútbol, y recuerdo que no paraba yo de observar cómo, cada vez que él hacía una gesto de dolor, su mujer ponía una cara de dolor incluso superior a la suya.
Las personas nos tenemos a nosotros mismos y todos necesitamos de todos. Tener la conciencia clara de saber esta máxima, sería un pilar esencial para rebajar orgullos estúpidos y querernos todos un poco más.
La proximidad, el cariño, el amor, la cercanía, el calor... no se pueden comprar, son créditos a fondo perdido que nacen del interés desinteresado. Es muy importante que seamos exploradores de sentimientos, que sepamos ver en el rostro de una persona si nos necesita, si se siente bien, si quiere que caminemos junto a ella o, simplemente, si demanda que le tomemos la mano para que comprobemos su pulso y seamos su soporte.
Muchas gracias, aquella tarde la pasé entera acostado, con cierto olor a hospital, pero al despertar e irme a duchar, me miré al espejo y me gustó lo que vi.