jueves, 28 de febrero de 2013

NUÑOMORAL III

El Centro Cívico de Nuñomoral tiene un tipismo arquitectónico muy específico, bastante curioso y nada habitual. Todos los edificios que se sitúan en su perímetro tienen idéntica forma constructiva: tejados de pizarra tratada negroazulada de hoja plana y delgada y paredes de piedra autóctona de un gris plomizo común a la pizarra propia de Las Hurdes.

Dejo a mis espaldas el Barrio de Abajo y subo por la carretera hacia la plaza, para acceder por las escaleras que dan paso al actual edificio de servicios múltiples donde se ubica la casa consistorial. Antiguamente este edificio albergaba, en su conjunto,  la casa del maestro, la casa del secretario, el ayuntamiento y la histórica central de teléfonos. La central era como un locutorio o estación base donde se centralizaban todas las comunicaciones telefónicas que se producían en el pueblo, tanto de entrada como de salida. Se denominaban comúnmente conferencias y eran activadas o desactivadas por la telefonista, pinchando o retirando las clavijas que permitían las entradas y salidas de llamadas.

-      Toña, no se oyi jarrampu malditu.
-      Aguárdati coñu, no man dau entovía línia.

Posteriormente llegaron ya los famosos marcapasos, que estaban al lado del teléfono y cada dos minutos se miraba a ver cuántos pasos iban, ya que salían las conferencias como decían en el pueblo a “seso mosca” (se referían que eran muy caras).

-   Ponih un cachu conferencia pa ve cúmu ehtán loh muchachuh y te sacan lah muelah bien sacáh.

La carretera hoy está ya bastante transitada, pero aún la recuerdo cuando era de tierra y piedra. Entonces, el paso de los coches era ocasional y nos llamaba la atención hasta tal extremo que cuando cruzaba un vehículo por el pueblo toda la chavalería salía corriendo a las inmediaciones de la carretera para verlo. Recuerdo que decíamos que eran franceses, hecho que nos creaba una enorme desconfianza y le gritábamos a cierta distancia:

-    ¡¡Francés, güi, güi; francés, güi, güi!!

Incluso la generación de mi hermana Maribel iba más lejos con su desconfianza y cuando se producía el inhabitual hecho de pasar un coche, si este era de color rojo, ella y sus amigas decían que eran “loh de la sangri”, es decir, vehículos cuyos ocupantes venían a sacarles la sangre. Por eso mismo, a la que atisbaban el color mencionado del coche huían despavoridamente.

-    ¡¡Dehgraciá, son loh de la sangri, vámunuh daquí que moh la sacan toíta!!

Recuerdo perfectamente cuando empezaron los trabajos de asfaltado de la calzada, íbamos todos los niños apresurados a contemplar atónitos cómo descargaban los camiones el asfalto y cómo pasaba la apisonadora prensándolo. Luego les rogábamos a los conductores que nos permitieran subir con ellos en el camión y cuando alguno de nosotros lo conseguía, desde la cabina y mirando al resto, mostraba un extraordinario regocijo, una enorme alegría. Hasta algunos de los nombres de los conductores vienen hoy a mi memoria: Cándido, Verdiol... no recuerdo más.

Verdiol era el del tráiler, un camión bañera enorme; y Cándido tenía un basculante normal con una cabina de diseño achatado que nosotros decíamos que “estaba mocho”.


Situado en el centro de la espaciosa y bella Plaza Mayor de Nuñomoral me quedo mirando fijamente -¿cómo no?- a la vieja escuela, me resulta muy difícil definir el mar de sensaciones que burbujea en mi interior. Aquellas peculiares escuelas unitarias donde iniciábamos nuestra andadura académica, en muchos casos un recorrido tremendamente corto derivado de circunstancias diversas y complejas que ahora no me voy a parar a analizar.

La escuela se ubicaba en un edificio único separado en su parte central por un tabique que dejaba dos dependencias plenamente autónomas, excepto el recreo que era un espacio de tierra de uso común, cuyo único elemento de entretenimiento o de ocio era un tobogán que, en su origen y a juzgar por los restos, había estado pintado de verde mayo. En el ala derecha del edificio, visto de frente, se encontraban los cursos que iban desde párvulo hasta segundo de Educación General Básica (EGB) y, la parte izquierda, acogía los cursos que iban desde tercero hasta quinto de EGB. A partir de esos niveles nos derivaban al Hogar Escolar Caudillo Franco, situado en la parte alta del pueblo, en su zona norte, o se dejaba de estudiar, que desafortunadamente era lo más común. En este Centro, el Logá (Hogar), como lo llamábamos en la zona, se podía cursar hasta octavo de EGB, último curso de la Etapa que daba acceso a los estudios de Bachillerato o de Formación Profesional (FP).

Huelga decir que observando la vieja escuela de nuevo experimenté una retrocesión a mis años infantiles.


Aquel olor a pared húmeda, a moho, a polvo seco de suelos mal barridos, a lapiceros recién afilados, a roce de goma, a madera vieja, a bolígrafo con el gorrichi mordido, a tizas cuadradas que dejaban su vida en letras y números, a fecha en la pizarra, a madera de mesas y sillas astilladas, a química de libros hojeados, a puntas de hojas dobladas de cuadernos de dos rayas, a Obispos que visitan, a Dioses que castigan, a manos de maestros con olor a colonia barata, a tortazos que se aguantan, a lágrimas saladas... a esperanzas perdidas que se encontraban en el recinto de un recreo que nos devolvía en media hora la felicidad del mundo.

-    A ver, niños, ¿la m con la o? - voceaba la maestra.
-    Moooo - contestábamos a viva voz el curso completo.
-    ¿La t con la o? - inquiría de nuevo la maestra.
-    Tooooo – devolvíamos nosotros.
-    Y ahora, todos juntossss....
-    A – MO – TOOOOO – concluíamos tan ricamente y nos quedábamos tan oreados.
-    ¡¡Sin la a delante, coñe!! Saltaba cabreada Doña Mari.

Como bien he contado en líneas anteriores, en cada aula, estábamos tres cursos. Por tanto, la maestra o el maestro poco menos que se tenía que desdoblar para hacer su labor: explicación, ejercicios, preguntar la lección, etc. Muchas veces se daba la curiosa circunstancia de que los tres cursos estaban cantando cada uno sus lecciones en alto y aquello se convertía en un embrollo verbal de primer orden.

-    Seis por dossss, doce; seis por tresss, dieciocho... El Guadalquivir, a su paso por... El Señor nuestro Dios se detuvo bajo la higuera de Zaqueo y dijo...

La escuela de entonces se fundamentaba en el principio básico e irrenunciable de “la letra con sangre entra”, era la denominada escuela tradicional. Sin embargo, para nosotros, la escuela se constituía en un espacio de encuentro, de relación y de permanente interacción que nos dejó un recuerdo imborrable, tanto en lo positivo como en lo negativo. Un ilimitado número de anécdotas y vivencias de toda índole que jamás olvidaremos...

miércoles, 20 de febrero de 2013

NUÑOMORAL II

Bajo el puente que da acceso a la Collaíta, frontero a la Huerta el Río, se sitúa el charco de las Tinajas, donde íbamos habitualmente a bañarnos de pequeños. Era curioso, pero cada barrio del pueblo tenía un charco de referencia para bañarse. Y este hecho a nosotros nos creaba un fuerte sentido de pertenencia y de propiedad, hasta el punto de reprochar a cualquier niño o niña de otro barrio su atrevimiento de haberse ido a bañar a “tu” charco. Los del Barrio de Abajo, iban a los Cogotones o los Huertinos, los que vivíamos en la parte central del pueblo, íbamos a las Tinajas y los del Encinar, iban a las Presas. Finalmente, tenían una condición de neutros los charcos de las Barrancas y de Doñabril.
-      Mira machu, se ehtán bañandu loh del Enciná en el nuehtru charcu.
-      Esu eh porque en la Presah hay piojuh.
-      Jajajajajajaja (risa colectiva).
Cuántas tardes de estío bajo los ya desaparecidos mimbreros junto al Hurdano, con olor a peces y a piel mojada de ducha semanal, con pelos hirsutos coronando nuestras cabezas, con calores caniculares que no menguaban un ápice nuestras energías y nuestras ganas de compartir y vivir, con anécdotas y risas, con chispazos de miedos infligidos por los más mayores para que les dejáramos el sitio, con millones de planes imposibles de desenvolver en una cortísima tarde de verano…


Javi, molesto de tanto silencio, se ha marchado diciéndome que me espera en la terraza del bar de Eulogio.
Levanto mi vista y hago un barrido circular de las cordilleras que rodean al pueblo. Observo a lo lejos la loma norte de la sierra rozada de Los Toribios, donde de pequeño iba a coger las aceitunas de mi tía Antonia con mi primo Tomás. Pasábamos el día entero y mi tía llevaba la comida en una cesta de mimbre tapada con un paño de cocina. Comíamos de secu y con pan retrasau, pero estaba todo tan rico. Mientras mi primo vareaba los olivos, mi tía y yo cogíamos las aceitunas que caían al suelo. A primera hora de la mañana hacía un frío perrunu que te dejaba los dedos como témpanos de hielo, apenas podías atrapar las aceitunas. Como anécdota curiosa, puedo contar que uno de los días que fuimos se le olvidó a mi tía llevar agua y, evidentemente, como todo buen niño, cumplí con la ley de Murphy de pleno: ¡seco de sed desde el minuto uno! Tanto suplicio llevó a mi primo Tomás a incitarme a pegá un trago de vino “aunque solo sea pa mojá el gaznati”. Pues así fue, lo único que le pillé el gusto al tinto y al cuarto o quinto traguitu me daban vueltas en la cabeza Los Toribios al completo. Mi tía medio enfadada y mi primo tronchado de risa, claro está. Seguramente todo el mundo recuerde aquel vino: una botella de cristal de un litro, marca La Casa y con un tapón casi plano de plástico que se encajaba en el bocal de la botella, el cual era luego utilizado por las mujeres para hacer tapetes para las mesas bordándolos con hilos o lanas, no recuerdo bien.
Y cada sierra que miro está bordada de recuerdos, de vivencias pasadas que conservaré para siempre en mi memoria y en mi corazón.


Dejando a mi izquierda la casa de Alonso, la de Santi el de Chago y el secadero de jamones de Lolo, llego hasta la puerta de la iglesia. Un lugar enormemente significativo, no porque fuera donde nos bautizamos todos y todas, sino porque ahí hemos ido despidiendo a muchos familiares y amigos, seres queridos que formaron parte de nuestra vida y de la sólida historia de Nuñomoral, hombres y mujeres que dejaron esta vida siendo ejemplo y espejo para todos los que vinimos después. Descansen en paz y tengan nuestro recuerdo permanente como homenaje póstumo.


Y de nuevo una imagen en blanco y negro se sobrepone a mi visión que me lleva a pasados de mi vida ya lejanos en el tiempo, pero nunca remotos en mi memoria. Y observo el atrio de la iglesia lleno de niños y niñas completamente abstraídos cada uno en sus juegos, emitiendo un galimatías de voces, risas y riñas que llenaban el pueblo de alegría, de vida.
 Niñas con vestidos desgastados, zapato de hebilla y calcetines de hilo jugando al pati (¡pídola!), a la comba (¡aaaaarreeee botujón que de cuantas son, si es de veintiuna, que se salga unaaaaa, si es de veintidós, que se salgan dossss...!), a la goma y sus saltos rítmicos, desde que empezaba el nivel en el tobillo, subía a la altura de la rodilla y terminaba en su máximo grado de dificultad, la cintura.
Niños con pantalón de pana y remiendo, con zapatillas de lona azul y suela y punta de goma (las famosas y recordadas TAO) y calcetines de lana densa de colores oscuros, que jugaban a los corchonazos (¡¡Ni un paso!!); al bote – bote (bote – bote lagartija sin bigote por… y se decía el nombre del que había sido descubierto); al pío, que consistía en introducir un palo esférico de unos  doce centímetros, afilado por sus dos extremos, en un círculo amplio dibujado en el suelo custodiado por otro jugador provisto de una tabla ancha que trataba de impedirlo. Cuando el pío se introducía en el círculo, se conseguía la victoria y los jugadores cambiaban los papeles; de lo contrario, el jugador de la tabla, golpeaba el pío por cualquiera de sus afilados extremos y cuando este se elevaba hacia arriba con ímpetu ¡¡ZAS!! Se le pegaba un castañazo con toda el alma para mandarlo lo más lejos posible del círculo y hacer así más dificultosa la tarea del jugador rival de conseguir el objetivo último de introducirlo en el susodicho círculo (¡Jajajaja, Dioh machu pandi ha díu!); a los bolindrih (canicas), bien a burricáh o a ganá, dando media, cuarta, pie, tute y gua, quedando el contrincante manducáu, recordando el huero mochón, la cotorrina arriba, el coto,  el sucio y el sucio coto pa las tres.
-   ¡Copollina arriba!
-   El forru loh mih cojonih, tienih que tirá endi abaju y si no habelu dichu antih.
Y un sinfín más de juegos que no enumero por motivos de espacio y tiempo, todos ellos circunscritos a épocas determinadas y a sexos diferenciados.
Vuelvo al presente y me siento como si estuviera regresando de un viaje profundo, sosegado... es como si me invadiera un deseo inexplicable de quedarme permanentemente en el mundo que acabo de pensar...


jueves, 14 de febrero de 2013

NUÑOMORAL I

Levanta lenta la niebla llevándose con ella los malos augurios. Niebla meona de gotas menudas que no llegan a llovizna. Los campos son cuadros perlados de brillantes, de cristales, de grises, de platas... de magia.

Ya es invierno en Nuñomoral.


La noche está ya en fase declinante, el crepúsculo inicia su gobierno y entra pausado a tender la alfombra roja al Rey Sol. Esta madrugada me devuelve al origen de mi vida, me lleva a pisar las calles y los campos que millones de veces pisé, pero con unos piesecitos mucho más pequeños, más tiernos, más inocentes.

Ya amanece en Nuñomoral.


Voy dejando señales en mi tierra madre, igual que ella tiene mi corazón lleno de huellas y recuerdos que me emocionan y me someten a la delicia suprema de su amor. Establezco una complicidad con ella y justo rayando el día le cuento al oído que cuando vuelvo, renazco. Corto una flor en la puerta de la Cecilia y la abono contra mi pecho. El paseo se hace más lento, mis pies caminan llenos de raíces.

Ya se despereza Nuñomoral.


Enfilo por la carretera de Cerezal y, frente a la puerta de la Asunción, busco horizontes desde las alturas que me enseñen el río de mi vida. Serpentea lento por su curso el río Hurdano haciendo barriga en las Presas, con brazos que se separan y vuelven a él y corrientes glaciares con una sonoridad especial. Y mi vista se pierde en el codo que se forma cuando sus aguas se estrellan contra los canchales del charco de las Barrancas.

Desciendo por el empinado camino de la prensa del tío Vicente, dejando a la derecha la casa vieja de la Nisia y el gallinero de la tía Encarna y, justo a la altura de la almazara, giro a la izquierda tomando dirección a los Monderinos. Un camino de tierra bordeado, a su derecha, por huertos, y a su izquierda, por el mítico barrio del Coto. Me asomo a las fincas jundonerah y contemplo un paisaje desolador, casi de abandono total. Me invade una rara sensación de melancolía, algo así como si los ejércitos del pasado no me dejaran avanzar, como si los piquetes de mi angustia me encerraran engrilletado en una inmensa celda invadida por la oscuridad…

Las otrora valiosas huertas y viviendas hoy presentan un aspecto decadente originado por el goteo sangrante de familias que emigraban buscando una vida mejor.


Me detengo un momento y viajo al pasado en el tren de mi memoria. Recuerdos de color amarillo aderezados con olor a hierba verde húmeda, a brisa mañanera de carámbano, a perros en celo, a miedos a maestros, a casas frías, a ilusiones que florecían y morían dentro de las fronteras de Nuñomoral. Cuando nos íbamos encontrando una propiedad más abandonada, cuando observábamos las zarzas y los helechos secos adueñándose del terreno, veíamos el retrato de la ausencia,  el dolor de otra familia más que se marchaba regando con lágrimas la carretera de tierra y piedra, de otro amigo del alma que hacía las maletas, de otro pupitre más que quedaba vacío en la escuela…


Vuelvo al presente, seco mis ojos y, entre canteros, sigo bordeando los repollales de los Monderinos, llegando al huerto de mi tía Angelines y regresando al olor de los amaneceres estivales sacando patatas antes de rayar el día, cavando hondo con el sacho y sintiendo una mezcla de aromas de tierra seca somera y tierra profunda semihúmeda agarrada a las patatas. Sigo camino junto al huerto de Alejandro el carpintero y cruzo la era ya abandonada del tío Juan Panadero hasta llegar al Pasil Derecho. Y en el camino de la Regaera miro un horizonte hacia La Collaíta que deja en el aire una estela inmensa de recuerdos, de sonrisas y lágrimas, de tiras de piel...

Nuñomoral, a mis espaldas, late despacio. Y arroja algunas señales de humo de las chimeneas mezcladas con voces lejanas que se emiten desde lugares indeterminados.

Respiro. Y apunto de nuevo a mi límite visual.


-    ¿Te acuerdas del día que matamos el lagarto encima de esa pared de piedras? -sonó una voz a mis espaldas.
-    Perfectamente contesté. Luego nos lo quitó don Antonio, el maestro -apostillé.
-    Es verdad -concluyó mi amigo Javi mientras se aproximaba a mí.

Eso es para mí Nuñomoral: vida y recuerdo.

El paisaje de tierra húmeda desprendía un olor fresco y natural, un aroma helado como el metal; y el río era una banda sonora de memoria líquida, una mirada fija con escalofrío electrizante, una corriente de vivencias que pasaban como su propia agua.

Y de nuevo volví a recordar aquellos inviernos de carquexas secas, de helechos sin vigor, de gruñidos lejanos de gorrinos mostrando sus violentos quejidos por la matanza. Imágenes de hombres y mujeres duros como los canchos del Lancheru. Los hombres sujetaban al cerdo y lo inmovilizaban y uno de ellos, el matarife, mostraba los brillos mortales de la hoja del cuchillo justo antes de jincársilu en el pehcuezu al animal. Las mujeres se secaban sus manos en la jalda para coger los baños donde portaban los bandujuh de los cerdos hasta las corrientes del Hurdano, para dejar impolutas las tripas donde se embuchaban los chorizos y los salchichones. Y los perros del pueblo rastreaban los suelos en busca de restos del despiece de los cerdos sacrificados, hasta que alguno de los hombres los espantaba al grito de:

-    ¡¡chuchu d´ahí, perdiu te qué, veti a la jorca hijoputa!! - gritaba mientras se golpeaba con las manos abiertas sus pantorrillas.

Nuñomoral es esta paradoja: me roba oxígeno pero me mantiene vivo.

Continúo con mi paseo y tomo dirección hacia el charco de las Tinajas, dejando el Pasil Derecho a mi derecha y bordeando los pareonih del tío Camilo, de Plácido y de la tía Carmen, que quedan a mi izquierda. Javi camina ligeramente retrasado tras de mí, en silencio. Creo que se ha dado cuenta  de a qué he venido al pueblo y no quiere quitarme bocanadas de aire, trocitos congelados de vida que aparecen en blanco y negro en mi memoria.

Nuñomoral es un tapiz blanco lleno de escenas de vida...