martes, 22 de mayo de 2012

AYER TUVE CONSULTA y III

El hombre que no paraba de manejar el móvil y que rondaba una edad de cincuenta y dos años, como ya he apuntado, era excesivamente risueño. Llevaba unos zapatos negros más anchos que un lavabo de Roca, calcetines negros, pantalón vaquero negro, camisa negra y un jersey azul de pico, terminando con una gabardina beis parecida a la del mítico teniente Colombo. Usaba gafas de montura color oro y tenía el pelo blanco plata. Se reía de todo con un brío tremendo, cualquier cosa le provocaba una risa casi estridente. Se zumbaba vivo con los tonos del móvil, con los retrasos del médico, con las quejas de los demás usuarios, con el nombre de los medicamentos, con la tos de la gitana, con las alergias, con el nombre del médico (¡César, ya ves tú! No quiero ni pensar qué hubiera pasado si se entera del mío) y también con sus propias ocurrencias y sus ánimos. Digamos que era un señor muy inoportuno. Eso sí, todos los presentes vivimos aquella cotidianidad con el ruido de fondo de sus risotadas.

La señora de cincuenta años, además de bella, era inteligente. Hablaba de todo, opinaba de todo y lo sabía todo. Era indulgente con el ritmo de los turnos y apeló a la Ley de Atención al Usuario de Extremadura para disculpar al médico. Cuando nombró esta Ley, el hombre de pelo blanco, pegó una explosión de risa que miramos toda la sala al unísono. La señora bella, calificaba los retrasos de aquella mañana de normales, de lógicos teniendo presente las circunstancias dadas (no explicó más). Nos contó los riesgos de las curas precipitadas y nos ilustró acerca de los dolores que hacen innecesario acudir al médico. Posteriormente, y con el hombre del pelo blanco retorcido de risa sobre su asiento, hizo una defensa encendida sobre las grandes marcas de farmacia y atacó duramente a los medicamentos genéricos. Finalmente, y tras comprobar la atención que despertaba en todos, hizo una breve exposición de la Ley de Protección de Datos, la cual “calzó” en la conversación con una maestría que hasta pareció oportuno sacarla a colación. El hombre del pelo blanco, al punto, colmado ya de risa, estiró su pierna derecha, se inclinó ligeramente hacia atrás, metió su mano derecha en el bolsillo y sacó un pañuelo blanco con el que se secó el lagrimal y se limpió los morros.

La gitana calzaba unas zapatillas de lona negras bien acopladas al pie por una cinta flexible que lo cruzaba de lado a lado abrazando el empeine, esa cinta no era más que la típica goma aquella que se usaba para poner en la cintura de los calzoncillos antaño cuando estos se daban de sí, en la época en que los españoles desechábamos la ropa cuando la tela estaba ya de tal manera que si la ponías a la altura de los ojos, veías lo que había detrás. Llevaba la gitana una falda negra con flores azulonas, un mandil azul chillón, una blusa azul oscuro y sobre la misma una chaqueta granate. El pelo lo llevaba recogido en un moño, cubierto por una prenda negra reticular.

  • ¡¡Mi cagüín la Moreneta!! Esta parsimonia no hay quien la aguanti, chachu. –Sonó grave la voz del gitano a mi derecha.

Tras un susto por la sorpresa que me produjo su queja y por la brutal explosión de risa del hombre de pelo blanco, miré al gitano desde mi asiento y enseguida supuse que la Moreneta era una virgen, claro. El gitano se recostó sobre su asiento con un gesto seco, severo, huraño, adusto... cansado de aquella sala y también tal vez de un mundo que no era como él quería. El hombre del pelo blanco estaba al borde del infarto, ya no era capaz de desarrollar a nivel físico el caudal de risa que la situación le provocaba.

El gitano llevaba unas botas como de escay marrón, con una cremallera en el lateral interno de las mismas; un pantalón en tonos marrones con rayitas crema apagadas, chaleco negro, camisa blanca de raya vertical ancha en azul, chaqueta americana negra y un sombrero de paño negro, de ala ancha, circunvolucionado sobre el ala por una cinta también negra. Este gitano, afortunadamente para todos, hablaba poco. Y digo afortunadamente porque le gustaba sentenciar cuando hablaba, pero no pegaba una en el clavo. Todo lo que decía o no era o era del revés.

La gitana tenía lo que yo denomino una tos de ciclo tres: ¡¡coju, coju... coojúúúú!!. Y lo explico aquí porque la tos más frecuente es la de ciclo dos: ¡¡coju, coju!! Aunque cuando los inviernos son un poco más cálidos la tos suele ser de ciclo uno: ¡¡coju!!

  • ¡Ay, madrita esi señó, a vé si acaba yaaaa! ¡Ayyyyyy, válgami Dios! - Se lamentó la pobre gitana refiriéndose al médico, mientras miraba a la puerta de la consulta.
  • ¡Maldeciesus los güesus, mujerucu!! - Contestó el gitano alarmado por el lamento público de su esposa.

Deberíais haber visto en ese momento al hombre del pelo blanco, casi cayéndose literalmente de su asiento partido de la risa. Tenía la cabeza colorada como un tomate mientras trataba con dificultad de respirar invadido completamente por la risa. Fijaos qué dinámica facial le producía esa risa que se veía morado para refrenar sus músculos y recomponer su gesto. Es más, a veces, se le unía una explosión de risa con la siguiente. Y lo peor de todo, no os creáis, es que el pobre no podía hacer nada para controlar eso, cualquiera diría que ese señor era un paciente más.

La gitana juntó sus dos piernas (las gitanas, a diferencia de otras mujeres, jamás cruzan las piernas), las puso bien pegaditas entre sí, se colocó de lado en su asiento y apoyó la cabeza en la pared, en el tabique que separaba la consulta de nuestro médico con la sala de espera. Allí comenzó a emitir un festival de toses acompañadas todas de flemas que parecía el rugido de un motor Citroën de los años setenta. Y como no usaba pañuelo ni se molestaba en levantarse al servicio, fue lanzando olímpicamente todos los gargajos que generaba en la esquina de la sala que quedaba frente a ella. Parecía aquello un pastel de leche condensada, la verdad.

El hombre del pelo blanco, completamente desternillado de risa, hacía aspavientos con sus manos sin que ella ni su marido lo vieran, avisándonos del perverso exceso en que la gitana estaba incurriendo. El grado de risa llenaba su rostro de tal manera que no había lugar para un gesto de asco.

  • ¡¡Ayyyyyyy, madri lo que tengu aquí metíuuuuuu!! ¡¡Coju, coju... coojúúúú!! - De nuevo saltó la gitana de sorpresa, pellizcándose su garganta y barriendo con su mirada toda la sala.
  • ¡¡Mi cagüín la lechi parda, mujerucu!! ¡¡La madri de Dios Santu, cumu se poni!! - dijo el gitano con vehemencia.
  • Pobrecita, qué malita está. ¡Se le va a morir a usted la gitana! - dijo la mujer guapa, mirando al gitano.

La gitana levantó la cabeza y nos miró a todos dando muestras de debilidad con su gesto. Tenía una mirada negroprofunda, espectacular, seguramente en el pasado fue una gitanaza arrebatadora. Parecía como si, a sus ojos, nosotros tuviéramos poder sobre su enfermedad y ella con su mirada nos suplicara clemencia. Me dieron ganas de levantarme y acariciarla, mimarla un poco, darle parte del afecto que la culturización propia impedía a su marido darle.

El gitano ni sentía ni padecía. Se apoyó en el respaldo de su silla, abrió sus manos en abanico, pegó las yemas de sus dedos en correspondencia de los mismos y cerró los ojos. Parecía que había entrado en una comunicación íntima con Dios, tal vez suplicándole por su gitana, pero preservando su hombría.

  • ¡A ver, por favor, Primitivo Expósito Azabal! ¡Primitivo Expósito Azabal! ¿Está o no está? – Voceaba el médico con la puerta de la consulta entreabierta.

A pesar del volumen de voz utilizado por el facultativo, apenas me enteré del llamamiento porque el hombre del pelo blanco, tronchado de risa, con su estruendo, anulaba un poco la voz del médico.

Entré en la consulta y le expliqué al doctor lo acaecido en Portugal. Tomó de su bolsillo una linterna adaptada, con un foco puntiagudo,  tiró de la ternilla hacia abajo y tras una rápida observación lo tuvo claro enseguida.

  • La gota de agua ha sido la chivata.
  • ¿Qué?
  • Que agua ya no tiene usted en su oído. Lo que tiene son dos tapones como diques de mar. Ni sé cómo oye usted nada.
  • Ah, vale.

A partir de ese momento me explicó el proceso a seguir y emitió una Orden Clínica de Consulta Externa (volante), para que me examinaran en otorrinolaringología y procedieran a extraerme dichos tapones.

Precisamente hoy, he recibido una notificación del hospital Virgen del Puerto, de Plasencia, citándome a consulta el día 10 de julio de 2012, a las 9:15 horas.

Por eso, mientras tanto, si os encontráis conmigo, os ruego encarecidamente que tengáis paciencia con mi sordera. Recordad hablarme siempre mirándome a la cara y tratar de no llamarme estos días por teléfono, porque la conferencia puede suponer un elevado coste y encima corremos un riesgo serio y real de no entablar comunicación alguna.

viernes, 18 de mayo de 2012

AYER TUVE CONSULTA II

Después de dos largos días probando todo tipo de remedios artesanos para intentar desalojar la gota de agua: caídas verticales laterales en la cama, tragos reiterados de saliva, bostezos abriendo la boca hasta el infinito e inclinaciones violentas hacia el lado de mi oído obstruido, con el consiguiente resentimiento de mi espinazo; incluso una mañana, en el instituto donde trabajo, en mi despacho, a puerta cerrada, me cogieron dos compañeros en brazos, subidos ellos a una silla, y me dieron la vuelta de campana, zarandeándome al unísono mientras asían fuertemente mis piernas, a la altura de los tobillos. ¡Fijaos qué espectáculo si en ese momento entra algún alumno! Bien, pues como decía, después de dos días de una lucha improductiva en los términos descritos contra la gota de agua, con la debilidad propia del enfermo, descolgué el teléfono y pedí cita para que me viera mi médico de cabecera. 

Me personé en la consulta veinte minutos antes de mi hora asignada, es decir, a las once menos cuarto de la mañana, pero ese día el retraso era excesivo. Cuando estaba revisando la lista de pacientes, antes de que me diera tiempo a preguntar por dónde iba la vez, una voz golpeó en mi espalda:

  • ¿A qué hora tiene usted? – Inquirió una señora de unos cincuenta años con un aspecto impecable. 
  • ¿Eh? Ah, a las once y cinco. –Contesté girándome hacia ella.
  • ¡¡Buffff, todavía va por las diez menos diez!! – Exclamó la misma señora. 
  • Paciencia, muchas gracias. – Dije sosegado. 

Es curioso comprobar cómo en una casa de salud o dispensario se reúnen la enfermedad y su remedio, la mala suerte y su antídoto, pensé mientras sacaba un libro de mi bolso. 

Tomé asiento y desde mi atalaya eché un vistazo general a la sala, a los pacientes y a los acompañantes. La fauna era de los más variada, diversa y variopinta, hallándose en dicha sala un gitano y una gitana, matrimonio, con una edad que rondaría los cincuenta y cinco años. Había un chico joven, también gitano, pero que no guardaba relación alguna con el matrimonio mencionado. Se encontraba allí una señora con la pierna derecha vendada, según testimonio propio debido a una “quemaura del demoniu”, acompañada por su marido. Esperaba ensimismado con su móvil un hombre de unos cincuenta y dos años muy risueño, excesivamente risueño, diría más bien. Y por último, nos acompañaba una señora muy guapa que andaría por la cincuentena y una anciana bastante decaída cuyo gesto facial denotaba una gran debilidad. 

Si en la mayoría de las salas de espera los silencios y las miradas pueden resultar incómodos o embarazosos, allí, doy fe, lo que realmente resultaba un calvario era la algarabía de voces y risas confusas y anárquicas que emitían los presentes. Sinceramente, el ambiente, por momentos, rozó el carácter de verbenero. 

Empiezo por el gitano joven y así nos lo quitamos de en medio, al fin y al cabo era un aburrido y no dio juego alguno. Era un chico que sólo buscaba que lo escucharan, abrió todas las puertas de las consultas llevándose la correspondiente reprimenda en cada una. Al final se sitió ridículo y se marchó sin ser atendido por ningún médico. Francamente, no sé a qué coños fue esa mañana allí. 

La señora que sufría la quemadura en la pierna asentía continuamente y yo pienso que, por momentos, se le olvidaba dónde estaba y qué pintaba allí. Le dolía más la quemadura a su marido que a ella, a juzgar por las caras de dolor que ponía él cuando la veía mover la pierna. Esta señora era la típica que le pone la ropa del día a su marido encima de la cama para que él se vista. Tenía una expresión realmente dulce y era condescendiente con todos. 

La anciana no participaba en ninguna conversación y, aunque suene áspero decirlo, su mirada mostraba cómo su vida se iba apagando suspiro a suspiro. La pobre mujer estaba de vuelta de todo, tal vez por eso quería emprender otro viaje... el viaje definitivo. 

Y aunque la verdad duela, todo hay que decirlo, las personas descritas hasta el momento las he incluido en esta entrada de mi blog porque todo el mundo necesitamos nuestro minuto de gloria, de lo contrario jamás las hubiera mencionado. 

Para no extender más esta entrada, dejo para una tercera parte los personajes que quedan que son, a su vez, los que más me sorprendieron y los que me empujaron a escribir estos capítulos.

viernes, 11 de mayo de 2012

AYER TUVE CONSULTA I

La edad no perdona. Y es que, desde que cumplo años por encima de los cuarenta, tengo la impresión de que pierdo aceite por todos los lados. O siento, cuando menos, que soy mucho más vulnerable. O puede que, ¿por qué no reconocerlo?, sea el inicio de una debilidad humana irreversible que nos negamos a aceptar, provocada por el paso inexorable del tiempo.

Hace un par de semanas, aprovechando un día libre de estos atípicos, hice una escapada a Portugal, a unas termas muy famosas situadas en la población de Monfortinho, localidad rural situada en el Este del país, junto a la frontera española de la zona cacereña de Zarza La Mayor.

Como ya conocía el lugar, fui directamente y sin demora hasta el hotel Astoria, donde se ubica este balneario. Pasé a recepción a pagar la cuota correspondiente y recoger el recibo que me acreditaba como beneficiario de esas termas durante todo el día, en horario establecido. Posteriormente bajé al sótano del hotel y mostré mi tique a la encargada del control de los usuarios, una señora más seria que la pata de un banco que estaba en una especie de cabina en la parte derecha de la entrada. Me aprovisionó de un equipo simple pero completo de enseres necesarios para disfrutar del balneario y cumplir con las normas establecidas: albornoz blanco, gorro de goma amarillo y unas planchas finas de gomaespuma que no eran otra cosa que unas chanclas montables, las cuales tenían un buen trago para componerlas. De hecho cada usuario las llevaba de una manera y un color diferente. Y también, dicho sea de paso, por si alguno va (el que avisa no es traidor), cuando salías de los vestuarios y comenzabas a pisar la zona húmeda, resbalaban como un témpano de carámbano de los que se generan en mi pueblo en las riveras y en los regatos durante las frías noches de diciembre. De verdad, todo el mundo entraba con mal gesto a las salas climatizadas donde se hallaban los servicios que allí se ofertaban, por dos motivos claros: por un lado, con las chanclas, en escasos diez metros, quedabas colmado de ejercicio físico debido a la cantidad de piruetas, cabriolas y demás acrobacias varias que los derrapes te obligaban a hacer; y por otro, con el gorro asesino de goma, el millón de perrerías que tenías que soportar cada vez que intentabas colocártelo: a los desagradables tirones de pelo, había que sumar el roce hirviente que te provocaba en la piel. El hijoputa del gorro te hacía sudar, de verdad; digamos que parecía el propulsor principal para alcanzar la temperatura adecuada sin necesidad de conectar el sistema de calefacción. Sin olvidar el efecto que producía una vez que te lo “calzabas” bien, que era similar a lo que se debe sentir si te engrilletan la cabeza con dos arcos de hierro semicirculares y aprietan los tornillos a un nivel ya importante.

Salgo de estas elucubraciones, para proseguir con mi historia por aquello de ir finiquitando el episodio del balneario. Bien, pues, estando en el jacuzzi, en pleno éxtasis de relax entre tanta burbuja cabreada, saltó una gota de agua que se alojó en la parte interna de mi oído. En un principio me causaba esa molestia típica que te parece pasajera, que en cualquier momento sientes un calorcito líquido en el orificio y notas cómo te despejas, pero nada más lejos de la realidad.

Resulta que la partícula de agua encontró un acomodo ideal en mi órgano auditivo y decidió permanecer allí. En los primeros instantes de mi convivencia con esa gotita de agua, tenía la impresión general de que la gente hablaba en voz baja, como con sordina. Y eso que me parecía extraño que así, tan de repente, la población en general hubiera rebajado tanto el timbre de su voz. Salí del error cuando paré a cargar el depósito de mi coche de combustible:

 ¿Cuánto ponemos? - Interrogó el gasolinero.


 ¿Qué? Ah sí, no para de llover. ¡Menudo día! - Contesté amablemente yo.


 Cierto. ¿Cuánto ponemos? - Insistió él.


 Lleno, por favor. - Le dije tras verle con la manguera en la mano y dirigiéndose a mí moviendo los labios.


 Pague usted dentro. - Me informó al terminar.


 ¿Qué? No le he oído.


 No, ya. ¡La leche puta, este tío está más sordo que un gato de escayola! - murmuró agachando la cabeza.

Y curiosamente esto último lo escuché, pero no se lo tuve en cuenta. Al fin y al cabo tenía razón y a mí me vino de perlas, porque tomé conciencia de que el incidente del oído, me había dejado como una tapia.