miércoles, 19 de marzo de 2014

HASTA SIEMPRE


Barriste mi cuerpo con tus ojos, de abajo a arriba. Subiste como arbusto trepador con tu mirada ovalada, elíptica, hasta chocar con mis ojos, mares atlánticos ahogados en lágrimas.

Tus manos, palomas cargadas de mensajes, volaron hasta mi cara para llenarme de caricias de pluma. Sentí el roce suave de tu piel como un aleteo de pájaro herido, como el soplo persistente de un aire que se daba la vuelta justo antes de llegar a mí.

Trenzaste tus manos, incoloras, elásticas, inmateriales, vaporosas... y emprendieron de nuevo vuelo hacia mí, cayendo como onda progresiva dentro de los parámetros de mi cuerpo.

Tu caricia quedó enredada para siempre en mi alma.
 
 

En el preciso instante en que me tocaste el corazón, las margaritas invirtieron sus pétalos ovalándose con la convexidad vuelta hacia su tallo, dejando su amarillo sol central gobernando la inmensa belleza de tu universo. Y los pájaros volaron en bandadas uniformes hacia un cielo azul bahía, donde eran ocultados por nubes pequeñas de vapor blanco, de alta densidad. Los blancos de Sorolla parcheando las esferas azules y diáfanas de Velázquez, hermosa acuarela que la fuerza del ocaso transformaba en el lejano horizonte en los rojos encarnados, intensos y extremadamente libres de María Jesús Manzanares.
 
 

Te puse una flor en el pelo y besé tu mejilla, deslizando mis labios hasta tu cuello, para terminar diciéndote al oído un te quiero casi imperceptible, sin fonemas.

Quedaste inmóvil, ensimismada, circundada por un muro infranqueable de silencio, hasta que lo rompiste espontáneamente de manera mágica, cantándome bajito “... però sovint, en fer-se fosc, de lluny m'arriba una cançó. Velles notes, velles acords, velles paraules d'amor...”. Callaste, me soplaste flojito, mordiste suave el lóbulo de mi oreja y continuaste la dulce melodía “Palabras de amor sencillas y tiernas, que echamos al vuelo por primera vez, apenas tuvimos tiempo de aprenderlas, recién despertábamos de la niñez”. En el último párrafo de esa estrofa ya me habías matado, habías abierto mi pecho en catalán y en castellano, peculiar modo bilingüe de amar.

Tracé un círculo ordinario con mis brazos, conformé una ensenada en mi pecho, cerqué tu cuerpo de oro blanco y quedaste varada en mí. Y lancé un mensaje al viento, para que lo llevara, a ráfagas y en espiral, a tus oídos:

-    Te quiero cardinal. Sí, cardinal. Amo tu Norte, tu Sur, tu Este y tu Oeste. Te amo íntegra, quiero quedar inscrito celeste en el zodiaco de tu corazón.

Tu cara, poesía épica, relampagueó con sonrisas intermitentes, parecía una luna haciendo intentos tímidos de asomar en una noche de tormenta.

Silencio.

Tus pulsaciones saltaban balanceándose de tu pecho hacia el mío y viceversa, casi insonoras, tal vez agónicas, como el canto de estío de las aguas de un arroyo, como el grito afónico de amor de un desenamorado, como una garganta muda que revienta gritando nada, como alguien que queda colgado para siempre del nunca jamás.
 
 

Y la vida, con raras sensaciones, nos miraba pasar por ella agazapada en una esquinita, maldiciéndose a sí misma de no ser siempre tan amable.

Llegado el momento, me solté de ti y casi sin mirarte entré precipitado en el que hasta hoy había sido nuestro hogar.

Antes de partir, permaneciste un momento inmóvil inmediata a la puerta de la casa. Intenté mirarte por última vez, pero la lluvia sobre el cristal creaba una nebulosa acuosa que sólo me permitía ver una silueta difusa e imprecisa.
 
 
Agravada mi profunda pena, bajé la persiana de la ventana echando el telón a la que probablemente había sido la mejor función de mi vida...
No dejaré de quererte nunca, tampoco te olvidaré...
Hasta siempre...