martes, 6 de junio de 2017

PROGRESIÓN DESCENDENTE

Esta tarde abrí tu caja secreta, aquella de metal que guardabas con tanto celo, la misma que solo podías tocar tú, ¿recuerdas? Seguro que sí, cariño.

No pude resistirme, aunque sé que igual no he hecho lo correcto. Siempre defendías con vehemencia tener ese secreto, tu único secreto. Y me advertías de que jamás podría ver esa caja por dentro, salvo bajo dos excepciones: una imposible: que nuestro amor terminara para siempre; y otra improbable: que tú murieras antes que yo, cuando de sobra sabe el mundo que tú para mí eras tanto como nada, eras sencillamente ETERNA.




Como cada domingo, sacabas tu cajita y la acariciabas con tus manos níveas, hermosas, gestuales, progresivas… igual que acariciabas mi espalda, mi cara, mis brazos. Me fascinaba verte frente a ella, me mataba el misterio del secreto encerrado, me dejaba helado un viento que no existía cuando te inclinabas hacia su interior y realizabas esa práctica ritual, esa norma tal vez moral y sigilosa, reservada, oculta… Y me recorría un escalofrío electrizante por todo el cuerpo cuando la cerrabas, dejando en su interior un secreto que jamás pensé que podría llegar a descubrir.

Dabas vueltas a la llave, una llave dorada que en sus giros envolvía el secreto, lo reservaba solo para ti y lo hacía recóndito al resto del universo. Esa llave dorada no solo cerraba una caja, cerraba también un secreto de vida, cerraba mis pulmones para que no entrara aire, cerraba mis sentidos para no percibir, cerraba mis ojos para no llorar, cerraba mi pecho para no morir de angustia, cerraba mi alma que quería ser solo para ti y para todos los tiempos.




Siempre, cuando terminabas, abarcabas de nuevo con tus manos la caja y la presionabas con suavidad y con amor contra tu pecho. Después, tras tu función sagrada, llegaba el momento solemne de colocar la caja en el lugar más reservado e inaccesible de la casa. Yo, calladamente, abandonaba la habitación y marchaba errabundo por calles coloridas que pisaban multitudes anónimas que caminaban veloces hacia lugares grises. No olvidemos que los domingos pasa eso, que te hacen pensar. Y a veces, pero solo a veces, no solo eso, sino que también te pueden convertir en volcán.

En mis erupciones sólidas, me abstraía y pensaba en ti, en tu maravillosa forma de expresarte, de proyectarte al mundo, en tus manos inanimadas cuando no me tenían para acariciarme. Y en tu secreto. En este último quizás fuera por el miedo atroz a que guardaras en tu caja el nombre o la fotografía de otro amor, de algún hombre que no fuera yo.




Aún recuerdo el último domingo de tu vida, cuando volví a casa. Me esperabas tras la puerta, apenas había entrado y de un saltito me atrapaste entre tus brazos por mi espalda y, aproximando tus labios a mi cuello, me tocaste con tu lengua y me dijiste bajito que me querías. Sin salir del círculo de tus brazos me rodeé haciendo un giro sobre mi propio eje. Y aparecieron ante mí tus dos preciosos ojos negroprofundos, abriéndome las puertas del cielo. Te miré y volé con mi imaginación al lugar mágico donde se tejen pieles, para bordarme sobre ti y no salir jamás.

Me encuentro más solo que nunca, con tu cajita abierta y apoyada sobre mis piernas. Hoy es domingo por la tarde y más que nunca la ciudad se me clava una y otra vez, hasta destrozarme por dentro. Un año mirando cada esquina con unos ojos que lo único que desean ver es tu amada y sorprendida cara mirando su cajita secreta… mirándome a mí.




Me ocupo de ella, mis manos tiemblan y mi mirada llega salteada al fondo de la caja. Hay un papel azul, envuelto sobre sí, como una voltereta. Y atado con un lazo rojo.

Dudo.

El recuerdo persiste, llega sonoro a mí: tu cara y el ruido amable de tu sonrisa delicada. Abro mis ojos vidriosos y no miran hacia ningún lado, como los de los muertos. Recorro con mi mirada la pared frontal de nuestro salón, choco contra una foto tuya y ello desplaza mi corazón fuera de la esfera del tiempo. Por un instante el delirio me hace tenerte junto a mí. Intento besarte, pero mis labios rehúyen de la aspereza del cojín.

Decido.

Tomo el papel azul del fondo de la cajita, de tu cajita secreta. Lo sostengo con la mano izquierda, mientras tiro de la punta del lacito rojo con los dedos índice y pulgar de mi mano derecha. El pergamino reacciona, en principio, como un muelle, se desenrolla casi con violencia, pero vuelve a envolverse sobre sí enseguida, aunque ya con mayor apertura. Queda como el caracol de mi tristeza. Extiendo el papel tirando de sus extremos y leo una frase:

“Espero que puedas ser feliz sin mí.
No me duele la muerte,
lo que verdaderamente me aflige
es dejar de verte para siempre”

¿Hay formas de acción no razonables? ¿Todas las intenciones que impulsa el amor son honestas? ¿Querer a alguien da derecho a todo? ¿Está bien usurpar los sentimientos de la persona que amas? ¿Existen un motivo en el mundo por el que merezca la pena dejar de vivir? ¿Y Dios, dónde está?




El calor es abrasador, la vida late despacio. Y mi pulso camina por hilos casi invisibles que sostienen sentimientos hondos y no comunicados. La vida me resulta insostenible.

Te necesito.

Amor.


Ven.