martes, 30 de diciembre de 2014

BAJO DOS NUBES

En España gusta ir de putas mucho más de lo que parece. Existe, aunque generalmente oculta, una fuerte pasión por las putas y su mundo en este país. Son muchos los hombres que, por razones circunstanciales, por contexto y por una potente culturización eclesiástica que hace imperar a niveles casi mundiales una ética determinada, no han ido nunca, pero les encantaría correrse una noche de putas.

Ciudad Rodrigo es una localidad perteneciente a la provincia de Salamanca, ubicada en la zona Sur de la Comunidad Autónoma de Castilla y León. Esta población castellana, debido a su proximidad geográfica con los municipios extremeños de Hurdes Altas, se ha constituido históricamente como un referente comercial para todos los hurdanos de Nuñomoral, Ladrillar y Casares de las Hurdes. Sin obviar, por supuesto, los lazos emocionales de primer orden que esta relación ha forjado entre los ciudadanos de ambos lugares a lo largo del tiempo.

Aprovechando mi estancia en Nuñomoral durante las fiestas de Navidad, mis padres me pidieron que los acercara a Ciudad Rodrigo para resolver unos asuntos y también para que mi padre se cortara el pelo, ya que él lleva yendo a la misma peluquería toda la vida.

Mientras mi madre hacía unas compras en el mercado de abastos, mi padre y yo la esperamos en la acera del aparcamiento de dicho mercado, al solecito flojo pero placentero de diciembre.

Los habitantes de la Castilla profunda, la más rural, dicho con todos los respetos, en sus formas, han evolucionado muy poco. Es fácil encontrar en Ciudad Rodrigo los martes de mercado personas bastante primarias con pintas de aldeanos con escaso o nulo progreso cultural. Gentes que conservan costumbres atávicas en sus formas de vida y también en su interacción con el resto del mundo. Eso sí, gentes sin complejo alguno y muy fieles a sí mismos, a sus tradiciones y a sus configuraciones personales. Francamente, esto los hace grandes.




La misma ciudad, en su estructura, proyecta una imagen ambivalente que va desde el fascinante encuadre cuidado de su área medieval, pasando por sus barrios  nuevos con vocación de modernos, hasta las zonas más originarias y arquitectónicamente más deprimidas. Mezcla comercios modernos con otros realmente decadentes y con unos nombres, cuando menos, curiosos, por no decir ridículos: “Electrodomésticos Satur”, “Bar Hollywood”, “Pastelería Tere”, “Piensos Lorenzo”, etc… No nos engañemos, esto en un Madrid o un Barcelona sería impensable.




Bien, pues como decía, mientras esperaba con mi padre a que mi madre regresara de sus compras, apareció en el parking del mercado un hombre en un viejo Renault 4 de color amarillo (para los que sois de Nuñomoral, parecido al de Tilín), utilitario conocido popularmente como cuatro ele o cuatro latas. Este señor es el típico caballero curtido, de moflete rojizo y dientes amarillentos que le reluce la cara, dando la impresión de estar siempre recién lavado, pero que una vez que te acercas a él huele a un sudor ya seco, a “revenío” que decimos en el pueblo. De pelo blanco, lucía una perilla del mismo color muy poblada, densa y un poco sucia. Tenía un gesto risueño, de estos que parece que en cualquier momento se puede partir de risa. Aparcó el hombre y salió de su coche. Se dirigió al maletero y sacó un saco de rafia blanca, para ir a la compra. Sin embargo, al cerrar el maletero hizo acto de presencia junto a él otro señor de su misma edad y le pinchó con el dedo índice en el hombro.

-      Hombreeee Patro, coño, ¿¿tú por aquíiii?? – le dijo sorprendido cuando giró y se lo encontró tras él de golpe.
-      No, si te paece. A enllená la despensa, macho –contestó con cara de gravedad el hombre.

El señor Patro era un hombre normal, lo único que llamaba la atención era su pantalón vaquero. Tenía un pantalón, además de poco limpio, descomunal, pero bien atrapado a la cintura por un cinturón de cuero marrón fuertemente apretado. Me gustaría haber visto aquel pantalón quitado, de verdad. Había allí pantalón para medio Ciudad Rodrigo.

-      Bueno machote, ¿has vuelto allí? –le preguntó el señor de la perilla a Patro, con esa voz cantarina propia de los mirobrigenses.
-      Sí, pallí man´carrilé con mi hermano la desotra noche –contestó Patro con el gesto cambiado.
-      ¿Con tu hermano? Yo lo siento, pero de ese no quiero saber nada. Me armó una putada que yo creo, y tú bien sabes, que no me merezco –le dijo apenado a Patro.
-      Ya. Bueno, eso déjalo. Pues anduve con ella, majo –informó Patro.
-      ¿Con quién, con la Pantoja? –interrogó el señor de la perilla mientras veía a Patro asentir con la cabeza.

Descubrí que la Pantoja era una puta húngara que los hacía gozar mucho, los tenía a todos locos. Y eso que tenían una desconfianza enorme hacia ella, aunque yo creo que no era real, sino más bien una estrategia para salir victoriosos de una rivalidad múltiple que no se saldaría sin víctimas. Los intereses bastardos acentúan la hipocresía, condición casi humana en la sociedad del capital.

-      Cudiao con ella, es una pájara. Esa busca lo que busca ya lo sabemos tos –afirmó Patro.
-      En eso tienes toda la razón, te envuelve pa que te cases, consigue la nacionalidad y luego si te he visto no me acuerdo –apuntaló el señor de la perilla.

Hasta que la voz de mi madre, a mi espalda, rompió mi concentración en tan interesante conversación.

-      ¡Vamos chico, abre el maletero del coche!

Como mi madre tenía que buscar unas gafas y comprar una cafetera en la plaza, yo le dije que para ahorrar tiempo, entre tanto, llevaba yo a mi padre a la peluquería.

La peluquería Félix es la típica barbería clásica de caballeros, de estas peluquerías de toda la vida, que regenta el hijo de Félix, el peluquero que la montó y que corta el pelo a mi padre desde tiempo inmemorial.

Mi padre está enfermo, padece Alzheimer, y cuando caminamos juntos por lugares ya desconocidos para él, tomo su mano y camino sincronizando mis pasos con los suyos, pasos que él un día, plenamente lúcido y fuerte, me enseñó.

Al entrar en la peluquería me asaltaron algunos recuerdos que me hicieron tambalear. Hacía casi cuarenta años que fuimos en idénticas condiciones a esa peluquería, pero entonces era él el que me guiaba.

Fue la primera vez que iba a una peluquería y me resultó tan odioso, que estuve durante todo el corte de pelo llorando, mientras el peluquero y él trataban de animarme engañándome con mimos y triquiñuelas para que pasara ese mal momento cuanto antes.

Pude ver el paso de toda una vida en un corte de pelo, aferrándome disimuladamente a encontrar un equilibrio interior que se tornaba en inalcanzable.

Tomé asiento y miré a través del espejo la cara imperturbable de mi padre. Ello me animó.




Cerré un momento mis ojos plúmbeos, completamente grises. Y al rato los abrí sedientos de la imagen de mi padre. La encontré. Sonreí.

-      Pues está ya usted listo, Primitivo –sonó lejana la voz del peluquero.

Ya en la calle, caminando hacia mi coche donde mi madre estaría ya esperándonos, con la ilusión propia de quien mira el horizonte y ve a la persona que ama, clavé dos besos como dos proyectiles en su cara, con la intención de que nunca ya pudieran ser borrados (suelo hacerlo a escondidas).

Y di por cerrada esa mañana fría de diciembre en Ciudad Rodrigo.

Dos pétalos de margarita de mis ojos emprendieron camino hacia el suelo.


Respiro… entrego mi alma al aire.