jueves, 19 de septiembre de 2013

MUERTE, VIDA Y ENFERMEDAD II


Tal cual afirmó el filósofo vallisoletano Julián Marías, la esperanza es un requisito imprescindible para la supervivencia humana.

La enfermedad se puede considerar como la guadaña del orgullo y la soberbia, como el pesado elemento que nos ancla los pies a la tierra; nos muestra cuán vulnerables y débiles somos y nos recuerda que fuera de los principios básicos de la interacción y la relación humana todo es notablemente fugaz.

Una enfermedad irreversible es una pasarela sin retorno hacia la muerte; un viaje penoso que no se le cuenta a nadie; un tránsito vital de desconexión, de retirada; es la realidad más palpable y fehaciente de cómo se disuelve nuestra condición humana; es un adiós anticipado a veces largo y siempre muy triste.

Y es ahí donde entra en juego el aserto anteriormente mencionado de Julián Marías: tanto el enfermo como sus familiares se aferran a la esperanza del milagro. Realmente es el único camino posible, cuando el retorno a estados o condiciones anteriores es ya imposible.  Sin embargo, las tropas letales de la obstinada realidad siempre vencen y terminan imponiéndose a la perpetua recurrente espiritualidad.

-      Fíjati, Tivi, cúmu me lo han dejau, eh una pena. Y menuh mal que ehtuvimuh pendientih la mi hija y yo, que si no terminan matándumilu. A vecih, loh médicuh son unuh carniceruh –se explicaba atropelladamente contándome con rabia e impotencia el estado de su marido. Oyi –continuó-,  que muchísimah graciah por vení, eh, que esa eh otra jolinih, pasa mucha genti del pueblu por la puerta y nadii para a velu, se crein que porqui haya perdíu la razón deja de ser una persona. ¡Y eso no eh así coñu!
-      Bueno mujer, cálmate. No todo el mundo tiene la suerte de descubrir el enorme placer de acompañar, de darse a los demás – le dije con voz pausada.

Cuando existe una relación afectiva máxima con la persona enferma, en  sus primeros estadios nunca aceptamos la enfermedad, tratamos de evadir la realidad o bien negándola o buscando un chivo expiatorio que sea el culpable de todos nuestros males. Es una necesidad humana fundamental que nos ayuda a encajar una situación de vida inasumible.

-      Ya te digu, ahora lo tengu yo bien cuidau. Lo únicu que no puedih hablá con él ni ná, porque él no se entera ya de naíta – siguió lamentándose.
-      Pero en eso no estoy de acuerdo, ni mucho menos. Tienes que hablar con él y mucho – le rebatí.
-      Buenu, le ponih la tele y vez en cuandu le dicih alguna cosina, pero pa ná, él no se da cuenta maldita de lo que le digah – aseguró.
-      No necesita comprender el contenido de una conversación, su significado; pero sí necesita escuchar la voz de la persona que él eligió para compartir su vida, que eres tú. Y también la de sus hijos. Juntos le creáis todo su universo sensorial, porque vosotros sois lo que más ama él – incidí en mi idea.
-      ¡¡Ohhhh, míralu qué cosah dici!! – exclamó sonriendo.

Una de las cualidades básicas y de los valores esenciales de las personas que cuidan enfermos es la capacidad que tienen para desarrollar su generosidad sin testigos, sin apropiarse de nada ni de nadie, sino simplemente dándose a fondo perdido, dejando su alma a la sombra y restando vida al final de cada día con suspiros de tristeza que se evaporan en el aire cargados de secretos.

-      Eh una pena veluh así, hay diah mu maluh y eh todu mu trihti, de verdad – sollozó.
-      Ellos aprenden a recibir, agradecen mucho cada gesto de entrega que reciben. La tarea de dar te corresponde ahora a ti – le dije apretando un poco su brazo.

Miré al enfermo una última vez y sentí que mi presencia allí debía de concluir. Hacía movimientos extraños con su cabeza intentando buscar horizontes pasados con una mirada totalmente perdida, como si estuviera ensayando el baile de una danza lenta titulada “La senda hacia el más allá”.

Subido ya en mi moto, antes de ponerme el casco, miré de nuevo a esa apesadumbrada mujer y le dije:

-      Recuerda, háblale mucho a solas, recuérdale que lo quieres mucho, que siempre estarás con él y que nunca lo olvidaras. Las palabras no aparecen en las radiografías, pero dejan marcas indelebles que  refuerzan exponencialmente el vínculo emocional – sentencié.

Y marché integrando en mi historia personal todas las vivencias de esa mañana, prometiéndome a mí mismo que cada día trabajaría más la lejana virtud de la humildad.

martes, 3 de septiembre de 2013

MUERTE, VIDA Y ENFERMEDAD I


-      Hola, ¿hay alguien? – grité desde la puerta mientras la tocaba y activaba el timbre.
-      ¿Quién erih? – preguntó sorprendida la dueña de la casa.
-      Soy yo Luciana, Tivi – aclaré.
-      ¡Anda, veráh tú quién eh! –exclamó con sincera y alegre sorpresa. ¿Y qué te trai por aquí, hiju? ¿Queríah algu? – interrogó con curiosidad.
-      No, nada más que saludar y darte mi pésame por la muerte de tu marido (por supuesto, le dije el nombre) – le contesté con sincero pesar. No te pregunto cómo estás –continué-, porque sé que estás mal y muy apenada, porque después de lo ocurrido es difícil estar de otra manera.
-      Pueh sí, hiju, eh una pena muy grandi. Me ha dejau muy sola – dijo con la mirada perdida.
-      Te ha dejado con su recuerdo, que no es poco. Y con un montón de huellas de su inolvidable paso por aquí: una vida compartida, hijos/as y nietos/as, que es el más fiel testimonio de su existencia y de vuestro amor. Todo eso debes guardarlo tú, así lo mantendrás junto a ti para siempre – le aseguré mirándola a sus ojos negros, profundos y verticales, como el abismo que sentía con su recuerdo.

Lloró y guardó silencio durante un buen momento. Yo respeté su llanto y su silencio manteniéndome callado y buscando un contacto físico puntual o cuando menos medido: un abrazo, tomarle las manos, una mirada, etc.

Y cuando correspondió le hice una transacción cambiante para evadir el momento y resolver la situación creada.

-      ¿A que te ha gustado mi visita? ¿Te has alegrado de verme aquí? – le dije con voz enérgica tomándole las manos y apretando de forma moderada, para transmitirle oxígeno, incluso cierta vitalidad.
-      ¡¡ Pueh claru que sí, hiju, muchu!! – respondió con un tono de veraz agradecimiento.
-      Bueno, pues vuelvo a casa, me esperan para comer. Te muestro mi confianza en tu fortaleza, con eso me basta para saber que irás saliendo de tu tristeza sin perder jamás el recuerdo – finalicé mientras le volví a dar dos besos.
-      Muchah graciah, hiju -concluyó con una tímida sonrisa.

Decía Benedetti que la muerte es la cumbre de la sencillez.

Y es verdad, ya que la vida, en abundantes ocasiones, la convertimos en la cima de la estupidez y la soberbia. Y bajo las premisas y los dictados de estas procelosas aguas, la navegamos.

Evidentemente, este es uno de los motivos esenciales de nuestros vacíos existenciales: situamos lo importante en el reino maldito de lo banal, de lo insustancial; y nos pasamos la vida buscando lo fundamental en recónditos lugares en donde no está.

Esto trae como consecuencias básicas, primero, que muchas olas de esas aguas de la vida nos suban con fuerza al limbo, y segundo, que en otras olas, quedemos bajo la longitud de su onda y nos ahoguen al disolverse sobre sí.

 Y esa es principalmente hoy la vida, paraos a pensar un momento y lo comprobaréis.

Tras unos cuantos de años sin hacerlo, este verano lo he pasado en mi pueblo, en Nuñomoral. Y durante las mañanas del mes de agosto, tras una serie de reflexiones personales, decidí subir a mi moto y viajar por las distintas alquerías que componen el Ayuntamiento de Nuñomoral y realizar algunas visitas.

Para no tener que impostar casualidades inexistentes, antes de nada, pensaba a la persona o familia concreta que iba a ir a visitar, por lo que mi acción se realizaba de manera directa y expresa. Y aproveché para dar algunos pésames y para visitar algunos enfermos, personas que, en ambos casos y respectivamente, conocí vivas y sanas.

Comprobé, en el caso de las familias que habían perdido a algún ser querido, que el denominador común que desgarra en la muerte es el vacío y el recuerdo. Lo más duro en sí, para la mayoría, no era la ausencia de esa persona ya allí, a su lado. Es decir, lo verdaderamente doloroso no era la desaparición de su marido, mujer, padre, madre, hijo, hija… como ser independiente, sino el vacío que quedaba en su propio entorno, en su vida. Alguna vez lo he escrito ya en mi blog: ante una muerte no lloramos por lo que se va, sino por lo que nos queda. Y esto es una forma un tanto egoísta de situar el afecto y enfocar el dolor, que además hace que el sufrimiento sea más intenso y más prolongado en el tiempo.

Como sé fehacientemente que este blog es leído por mucha gente de mi zona, para huir de cualquier atisbo de sensacionalismo o morbo y preservar la intimidad y el anonimato de los implicados, he tomado la precaución de que todos los nombres que aparecen, aunque representen el hecho real, sean ficticios.

Por razones estrictamente personales, tengo un aprecio enorme a la inmensa mayoría de gentes de todo el municipio de Nuñomoral, incluso en muchos casos puedo afirmar que siento un afecto especial por mis paisanos, sobre todo por las personas mayores. Genéricamente, aunque con diferentes matices dependiendo de las personas, en los términos que cuento en la conversación que abre esta entrada de blog mantuve las conversaciones cuando se trataba de gentes que estaban pasando un duelo por la desaparición de algún ser querido.

Y de la desolación y el dolor que proyectaban los ojos de estas personas, nacen las reflexiones que acabo de contar acerca de los tipos de vida actuales y del intemporal dolor de la muerte.