jueves, 6 de octubre de 2016

LLUEVE EN ROMA

La vida no siempre es apacible y armoniosa, estoy absolutamente convencido de que la tenemos poéticamente idealizada. A lo más que estoy dispuesto a llegar, es a la asunción de que la vida es una especie de refugio que acoge al enamorado no correspondido, en su huida, en busca de sosiego y descanso espiritual. Hasta ahí, puede; pero más, no.

Y pienso eso, porque en la vida todo cabe. Hasta el amor.

Mientras en el telediario informan de que llueve en Roma, yo defino tu cara con la yema de mis dedos, para hacer tangible la belleza. Y para mis adentros te pienso a golpe de metáforas, mientras te rodeo. Quiero trascender, fundirme en la divinidad y te abrazo suave por detrás, huelo tu pelo, me apago en él, me lío y decoro con la hermosura de tu luz mi mirada cerrada.



Toco el reverso de tus manos y paso de lo material a lo inmaterial, me alejo de todo lo carnal, me envuelvo con los destellos de tu bondad y tu belleza y convierto mi deseo en un acto de adoración.

Te encoges, contraes varios miembros de tu cuerpo y estiras hasta el infinito el alma. Sé que me quieres. Intentas rodearte, pero te pulso las manos con mis brazos pegados a los tuyos y uno tu espalda a mi pecho, cosiéndolos con palabras apenas perceptibles, susurradas a tu oído derecho.

-     Te quiero piel de lirio, princesita, clavel de coral...

Quedas paralizada, como deseando escuchar más palabras o huir del mundo. No sé. Tu cuello se mueve hacia el lado derecho y el lateral de tu pelo se resbala con la misma suavidad que lo hace el agua por una roca lisa y desgastada por ella misma. Tu perfil es como el de una ninfa inspirada en la mitología grecolatina, me produce un estado de embelesamiento, de éxtasis tal que por momentos me siento liberado de la prisión de mis pensamientos.

Sueltas tu mano izquierda de la mía y, oprimiendo mi mano derecha con la tuya, tiras suavemente de mí en corto y me colocas frente a ti. En principio estás con los ojos cerrados y tu boca colocada en posición de beso.  Te miro y veo en tu rostro una poesía lírica anónima, sin autor posible. Junto mi cara con la tuya por el lado izquierdo de nuestras mejillas y, antes de llegar al santuario de tu boca, dejo en tu oído como aire sereno otro mensaje:

-     Te amo nenúfar blanco, Rosa de Venus... flota en mi lago.

Nuestro deseo arde y, probablemente en Roma, no ha parado de llover.



Hago una pausa, respiro, doy un paso atrás y extiendo mis manos para tocar tus hombros desnudos. Mi corazón te define y hace una tesis perfecta acerca del concepto deseo. Tu piel es una tela de seda parecida al raso: plana, lisa, diáfana... resplandeciente. Y mis manos son plumas de oca que recorren tu espalda como el cosquilleo de la brisa.

Hace rato ya que de alfombra tenemos tu blusa.

Es cierto que el deseo me hace gravitar a tu alrededor, de manera medida, pausada... burbujeando por la acción del calor, perdiendo el sentido por la suprema belleza de tu espalda, atontado por la embriaguez que me produce el almíbar de tu piel.

Por detrás, me abrazo a tu cintura, abro mis manos en abanico y recorro piel a piel tu frontal desde tu cuello hasta el límite que impone el vaquero de tu pantalón. Mis dedos se enredan y explotan contra un botón metálico que tiene un grado de deseo directamente proporcional al resultado de la suma  de la pasión de ambos. Giras sobre tu propio eje y se abren delante de mí unos párpados que me muestran toda la belleza ideal de la filosofía platónica: tus ojazos negroprofundos. Una explosión de sentimientos me dinamita por dentro y mi cuerpo se estremece como un astro fulgurante. Pones la punta de tu dedo índice bajo mi barbilla, presionas suave hacia arriba y besas mi cuello dejando que tu lengua barnice mi piel con el jarabe curativo de tu saliva. Mis piernas tiemblan. Te quiero. Rodeas con tus brazos mi cuello, genuflexionas levemente tus piernas y con un impulso ligero y sutil te elevas sobre mí cercando mi cintura con tus piernas. Y nos volvemos a besar juntando nuestros pechos desnudos. Comienzo a caminar por un pasillo sombrío y oscuro, tal vez melancólico o triste, no lo sé; mientras tú acurrucas tu cabecita delicada entre mi hombro y mi cuello, como guareciéndote del frío... o de tus miedos.

El templo sagrado de una cama indica que llega la hora impostergable de perder nuestra verticalidad, para buscar la propiedad horizontal de tu cuerpo etéreo. Solo que te dejo caer lenta y mansa en el lecho, empujo con mis pies mi pantalón hacia atrás. A partir de ahora serán mis manos vaporosas lo único en el mundo que toque la divinidad de tu cuerpo.



Haciendo un ruido desafinado, una puerta se cierra a mi espalda.

Y en ese momento, tras la puerta gruñona, establecimos una forma íntima de diálogo. Un diálogo cargado de franqueza y frescura, de ternura y pasión… un diálogo, en definitiva, lleno de sensaciones y emociones fuertes que no dejaban lugar ni a la duda, ni a la confusión, ni a la indecisión.

Te amo luz hemisférica.

              Me pregunto si habrá cesado la lluvia en Roma.