viernes, 11 de mayo de 2012

AYER TUVE CONSULTA I

La edad no perdona. Y es que, desde que cumplo años por encima de los cuarenta, tengo la impresión de que pierdo aceite por todos los lados. O siento, cuando menos, que soy mucho más vulnerable. O puede que, ¿por qué no reconocerlo?, sea el inicio de una debilidad humana irreversible que nos negamos a aceptar, provocada por el paso inexorable del tiempo.

Hace un par de semanas, aprovechando un día libre de estos atípicos, hice una escapada a Portugal, a unas termas muy famosas situadas en la población de Monfortinho, localidad rural situada en el Este del país, junto a la frontera española de la zona cacereña de Zarza La Mayor.

Como ya conocía el lugar, fui directamente y sin demora hasta el hotel Astoria, donde se ubica este balneario. Pasé a recepción a pagar la cuota correspondiente y recoger el recibo que me acreditaba como beneficiario de esas termas durante todo el día, en horario establecido. Posteriormente bajé al sótano del hotel y mostré mi tique a la encargada del control de los usuarios, una señora más seria que la pata de un banco que estaba en una especie de cabina en la parte derecha de la entrada. Me aprovisionó de un equipo simple pero completo de enseres necesarios para disfrutar del balneario y cumplir con las normas establecidas: albornoz blanco, gorro de goma amarillo y unas planchas finas de gomaespuma que no eran otra cosa que unas chanclas montables, las cuales tenían un buen trago para componerlas. De hecho cada usuario las llevaba de una manera y un color diferente. Y también, dicho sea de paso, por si alguno va (el que avisa no es traidor), cuando salías de los vestuarios y comenzabas a pisar la zona húmeda, resbalaban como un témpano de carámbano de los que se generan en mi pueblo en las riveras y en los regatos durante las frías noches de diciembre. De verdad, todo el mundo entraba con mal gesto a las salas climatizadas donde se hallaban los servicios que allí se ofertaban, por dos motivos claros: por un lado, con las chanclas, en escasos diez metros, quedabas colmado de ejercicio físico debido a la cantidad de piruetas, cabriolas y demás acrobacias varias que los derrapes te obligaban a hacer; y por otro, con el gorro asesino de goma, el millón de perrerías que tenías que soportar cada vez que intentabas colocártelo: a los desagradables tirones de pelo, había que sumar el roce hirviente que te provocaba en la piel. El hijoputa del gorro te hacía sudar, de verdad; digamos que parecía el propulsor principal para alcanzar la temperatura adecuada sin necesidad de conectar el sistema de calefacción. Sin olvidar el efecto que producía una vez que te lo “calzabas” bien, que era similar a lo que se debe sentir si te engrilletan la cabeza con dos arcos de hierro semicirculares y aprietan los tornillos a un nivel ya importante.

Salgo de estas elucubraciones, para proseguir con mi historia por aquello de ir finiquitando el episodio del balneario. Bien, pues, estando en el jacuzzi, en pleno éxtasis de relax entre tanta burbuja cabreada, saltó una gota de agua que se alojó en la parte interna de mi oído. En un principio me causaba esa molestia típica que te parece pasajera, que en cualquier momento sientes un calorcito líquido en el orificio y notas cómo te despejas, pero nada más lejos de la realidad.

Resulta que la partícula de agua encontró un acomodo ideal en mi órgano auditivo y decidió permanecer allí. En los primeros instantes de mi convivencia con esa gotita de agua, tenía la impresión general de que la gente hablaba en voz baja, como con sordina. Y eso que me parecía extraño que así, tan de repente, la población en general hubiera rebajado tanto el timbre de su voz. Salí del error cuando paré a cargar el depósito de mi coche de combustible:

 ¿Cuánto ponemos? - Interrogó el gasolinero.


 ¿Qué? Ah sí, no para de llover. ¡Menudo día! - Contesté amablemente yo.


 Cierto. ¿Cuánto ponemos? - Insistió él.


 Lleno, por favor. - Le dije tras verle con la manguera en la mano y dirigiéndose a mí moviendo los labios.


 Pague usted dentro. - Me informó al terminar.


 ¿Qué? No le he oído.


 No, ya. ¡La leche puta, este tío está más sordo que un gato de escayola! - murmuró agachando la cabeza.

Y curiosamente esto último lo escuché, pero no se lo tuve en cuenta. Al fin y al cabo tenía razón y a mí me vino de perlas, porque tomé conciencia de que el incidente del oído, me había dejado como una tapia.

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