Sí, todo terminó. No hace ni tres horas que acabo de fallecer. Francamente esto visto desde la óptica del finado es todo un espectáculo. Estoy hasta la coronilla de aguantar tanto tiempo en la misma posición, es bastante incómoda. Bueno, para lo que a mí me importa, yo ya no me canso con nada.
Siempre pensé que el olor de los velatorios estaba relacionado con la vestimenta apolillada de las personas mayores, pero no podía estar más equivocado. Aquí en este cuarto huele idéntico que en cualquier otro que albergue un muerto. ¿No será el olor propio y no descubierto de las lágrimas? Claro, las lágrimas pueden dar el pego a cualquiera. Las vemos tan transparentes, tan limpias que podemos llegar a pensar que no huelen. Va a ser que las lágrimas huelen dependiendo del acto que las haga brotar. Sí, es eso. Si lloras de amor, las lágrimas huelen a azahar, a brisa marina, a efluvios de selva tropical... huelen a esperanza, a vida. Sin embargo, las lágrimas funerarias huelen a rancio, a ropa vieja y casi sucia, a pasado, a colonia del todo a cien mezclada con sudor. En serio.
De verdad, agradezco mucho el gesto de cariño y de respeto que hace la gente que viene a verme, a despedirme, a decirme el último adiós, pero me siento rodeado. Encima el personal está de un charlatán que no veas. Las conversaciones son diversas y variadas: desde el fútbol, que comentan algunos de mis amigos; pasando por los temas cotidianos más comunes; hasta los lamentos de mi mala suerte de morir tan joven, de lo bueno que fui y del futuro que hubiera tenido por delante. Desde luego no escucho nítidamente ni una sóla frase entera, tan sólo oigo un murmullo constante y ronco de intensidad media. Me están levantando dolor de cabeza, aunque reconozco que me están velando sin ningún interés de orden superior. Algunos de los que me rodean están más muertos que yo, que ya es decir. Desde luego nadie puede certificar su muerte en lo que tengan pulso vital, pero perfectamente se podían venir conmigo al nicho. Ni ellos mismos se echarían de menos.
Acaba de amanecer, ha sido una noche realmente espantosa. Una noche compuesta por palabras y lágrimas. El nuevo día trae una luz brillante, intensa y tal vez alegre, aunque en los corazones de quien me quiere seguirá reinando por un tiempo la penumbra. Si es que alguien me quiere, no me he parado a medir el grado de dolor del personal. Involuntariamente y con la mejor de sus intenciones, bastante lata me han dado ya toda la noche. Estoy convencido de que quien llora la pérdida de alguien, sufre por el vacío que le queda, no por quien se va.
Bueno, parece que ha llegado el momento de abandonar mi casa. Veo a mi familia rodeándome con gesto grave, con un dolor real, mientras el cura se abre paso entre la muchedumbre que espera mi salida. El cura me rocía con agua bendita, me la aplica con un útil metálico de mango estrecho y cabeza esférica, cuya parte superior está agujereada como la boca con orificios de una regadera. Me viene bien este refrigerio, la verdad. Al cerrar el ataúd, percibo por última vez las caras que tanto amé. Están absolutamente demacradas por el dolor que sienten. Lloran y gimen, casi me gritan despidiéndose. Justo por la última ranura que quedaba se mete un “te quiero”. Casi me hacen llorar a mí también. Si pudiera animarlos, lo haría. Pero ahora no estoy para dar ánimos a nadie, tengo que partir.
Es triste irse así, sin haber tenido tiempo de decir muchas cosas. Por ejemplo, me hubiera gustado mucho explicar a ciertas personas la forma que yo tuve de amarlas. Eso en vida no lo valoramos, lo veo ahora que estoy fiambre. Eso sí, no me arrepiento absolutamente de nada de todo cuanto hice. Me voy sintiéndome muy honrado de quien me dio su afecto, su cariño y su amor, tesoro impagable que jamás olvidaré.
El sacerdote está diciendo una homilía preciosa, cargada de sentimiento. Sus palabras aumentan la intensidad del llanto de quien llora mi muerte... o mi ausencia. La verdad es que ya tengo ganas de retirarme al nicho, me encuentro bastante cansado. Y aquí ya no pinto nada, estoy muerto.
En el momento crítico de mi entrada al nicho, que es cuando los vivos experimentan la auténtica sensación real de pérdida, desde el interior de mi ataud escucho llantos, palabras y voces de ultratumba. También tiene narices la cosa, yo escuchando voces de ultratumba. Y luego nos pensamos que el único mundo que está del revés es el de los vivos. Ya, ya.
Antes de terminar de tabicar mi nicho, quisiera transmitir un mensaje a las personas que están apenadas por mi partida. Quiero decirles que me llevo conmigo toda la felicidad que compartimos y que, con mi muerte, me llevo también todas sus penas para siempre. Os quiero, sentid mi abrazo permanente.
Bueno, emprendo camino hacia mi descomposición.