Sobre el suelo, una alfombra de hojas secas escalaba la falda de la montaña. Eran hojas caídas, de vuelo oscilante y descompasado. Paisaje de matices marrones, de castaños milenarios y brezos de hojas lampiñas rojizas. Paseo ferruginoso de pisadas que parten los huesos de ramas secas, rendidas, abatidas por el tiempo.
Mi corazón, a juego con el paisaje, se esmalta de un óxido suave de múltiples tonos. Sobre campo inculto, matas y malezas me separan de ti, te ocultan de mí, te quieren para sí, te cultivan para ti…
Un destino tozudo trabaja persistente para que mi camino muera en tu plaza. Corto una flor que se resiste a la muerte, huelo con los ojos cerrados y cuando despierto, frente a mí, tu imagen preciosa va despixelándose ante mi mirada. Permanezco inmóvil. Me pareces irreal, una hamadríade que nace de la matriz de la tierra sazonada por el otoño. Nos miramos unos momentos y aún confuso espero tu desaparición inmediata en cualquier instante. Pero sigues mirándome porque eres toda una realidad. Me siento como Hefesto galanteando a su Afrodita. Tú, mi Diosa de la Belleza, ninfa escurridiza que entra y sale en el bosque de mi vida, en la arboleda otoñada de mi corazón.
Te levantas y buscas mi proximidad, mientras quiebras mi seguridad con una mirada en diagonal. Siento tu olor. Único. Tu cara roza la magia, está llena de encanto y logra mi hechizo; es un rostro con una belleza sin análogo y, por tanto, sin descripción posible. Nos exploramos en silencio, el aire está colmado de brindis, miradas diversas y complicidades emergentes. Sobre nosotros planean cuatro aves blancas. Y en mi estómago vuelan un millón de mariposas de colores.
Palpo la superficie de tu hermosa cara, deslizo mi mano verticalmente, poso mi dedo gordo en tus labios ricos y me quedo inmóvil. Abstraído, deseo permanecer toda mi vida en la profundidad de esa caricia, ser yo entero una demostración amorosa que te envuelva totalmente como un meteoro luminoso creado por el disco ardiente del sol. El límite de tu cuerpo ya no está en ti, sino que está en mis brazos que te rodean como frontera. Miro al cielo buscando el conjuro de los Dioses para que nuestros cuerpos jamás ya sufran el castigo cruel de la distancia.
Se ha producido un milagro, el milagro único de nuestro encuentro, de una unión de dos cuerpos que se han buscado como los labios sangrantes de una herida que consolida una nueva unión de dos partes rotas.