sábado, 13 de agosto de 2011

COSAS DE VERANO

Tengo que confesar que últimamente me encantan las denominadas vacaciones familiares. Sí, sí, esas que un día de verano cargas el coche hasta las trancas y te vas a pasar seis o siete días a un hotel de playa repleto de gentes del interior y con la fachada llena de banderas de todos los lugares. Un hotel de estos que en la entrada suele tener una plazoleta muy cuidada, con una fuente redonda en el centro de la misma en la cual se cruzan varios chorros de agua en perpendicular y en su centro se erige un enorme ancla de barco con un aspecto herrumbroso.


El primer momento, cuando llegas, lo primero que haces es pegarle una inspección ocular al hotel a ver “qué tiene”. Y todo te hace gracia. Te hace gracia el hall, las escaleras, la típica fuente interior del recibidor; te hacen gracia los salones, las sillas, los sofás, las plantas de plástico que hay en cualquier esquina, el olor del comedor al cruzar; también te hace gracia la habitación, la tele (siempre te crees que ahí verás algún canal que en la vida has visto y que te encantará); te hacen mucha gracia las camas y su tamaño, cuya visión va acompañada del correspondiente apretón al colchón para comprobar que es de los buenos y el subsiguiente estirón a la colcha para apartarla para atrás (es la gran cenicienta de nuestras vacaciones, paraos a pensar verás); siguiendo el recorrido, hace mucha gracia el cuarto de baño, el grifo de ducha de la bañera y los hierros laterales color plata de esta que nadie sabe para qué son, nadie usa, pero ahí están ellos, tan anchos y haciéndonos gracia. Por cierto, que para descubrir la bañera y que nos haga gracia, menudo tirón le pegamos a la cortina, prenda que, previamente, ya nos había hecho también gracia porque suele ser de plexiglás.Generalmente, los usuarios que menos experiencia tienen contratan su paquete vacacional “a pensión completa”. Éstos, en un primer momento, entran muy animados y contentos al comedor, pero con mucha reticencia; siempre tienen la impresión de que alguien les puede decir algo acerca de la cantidad que comen y también tienen la convicción absoluta de que la misión de los camareros no es servir y ayudar, sino vigilar, frenar y fiscalizar las tremendas cantidades de comida que ellos se sirven. Sin embargo, los que tienen ya experiencias anteriores en este tipo de vacaciones, contratan su estancia en el hotel “a media pensión”. Ellos afirman que así desayunan y cenan en el hotel y al mediodía comen en los diferentes restaurantes de la zona para probar la gastronomía autóctona, pero yo he comprobado que en la mayoría de los casos eso es mentira. Pronto podemos comprobar cómo desayunan y almuerzan en el hotel y por la noche cenan en la habitación fiambres que se compran en el Mercadona de la localidad. Entre ellos razonan y justifican este hecho aduciendo el típico argumento de que con los “frites” del hotel le tienen el estómago ya cargado, pero este hecho se desmiente por sí sólo viéndolos comer al día siguiente de nuevo en el buffet del hotel. La fauna de la playa es variada y heterogénea, me refiero físicamente, claro. Y vista una playa, están todas vistas, al menos en ese aspecto.


Superado ya el impacto inicial, el comedor nos ofrece un espectáculo digno de mencionar. Ahí es dónde se ven las tablas que cada uno tiene en los hoteles, si eres novato o si llevas años ya frecuentando este tipo de establecimientos. El comedor ofrece un buffet libre y, a juzgar por la desmesurada ingesta de alimentos que ahí se hace, yo diría que también salvaje. La bebida como va aparte y hay que pagarla (ridícula medida, por cierto) fluye mucho menos.



Y un último hecho digno de reseñar ya aparte del tema del hotel es la playa. Todos tenemos una misma manía: durante todas las vacaciones nos colocamos en el mismo lugar de la playa que elegimos el primer día. Y claro, esto tiene como consecuencia directa conocer visualmente a nuestros vecinos y nuestras vecinas de playa.



Un hecho curioso es que a pesar de los cuerpos esculturales que se pueden observar en las playas, siempre posamos nuestra mirada en otro tipo de físicos. Las tías buenas y los tíos buenos los recordamos en su conjunto, pero no de manera específica y concreta. Sin embargo, algunos cuerpos quedan fijados de tal manera en nuestra retina que cuando contamos cómo eran hacemos una descripción de los mismos que nuestras palabras se convierten en una auténtica fotografía para quien nos escucha. Por ejemplo, yo recuerdo una mujer que estaba saliendo lentamente del agua, disfrutando entre olas y me sorprendió cómo en un primer momento observé que no tenía tetas, hasta que dio cuatro pasos más hacia afuera y comprobé que las tenía en el ombligo. Recuerdo también a un hombre que tenía bajo sus tetas un par de círculos concéntricos de carne, a modo de muñeco de michelín. Se puso de espaldas a mí y parecía que le habían pegado un par de hachazos a cada lado de su espalda. Ahora bien, si tengo que contaros un recuerdo que jamás se borrará de mi memoria, es el de una mujer que llegó a tomar el sol junto a mí con un gorro hecho a mano, de hilo blanco. Era una mujer elefantiásica, tremendamente grande; sinceramente, era una mole de carne. Llegaba y se embadurnaba de crema hasta el cogote y luego se tumbaba a tomar el sol. En una de estas se puso de lado y en ese mismo instante las dos tetas se le desprendieron del sujetador del biquini y cayeron desplomadas en la arena, haciendo el correspondiente hoyito en el suelo. De verdad, cada parte de su cuerpo parecía que tenía vida propia. La miraras desde donde la miraras parecía como si la vieras en tres dimensiones. La imagen más esperpéntica la dio un día que estaba tumbada en la arena de espaldas y de repente se levantó y se colocó justo frente a mí. Yo que estaba mirando el horizonte del mar y reflexionando, haciendo una introspección, un paseo hacia mi interior, me pareció en un primer momento que se había nublado. Fijé mi atención en ella, a ver qué hacía. A pesar de sus dimensiones, se movía con bastante agilidad. De espaldas al mar, con las piernas estiradas, se agachó a coger la crema de su bolso y la imagen fue dantesca, de verdad. En medio de sus brazos estirados, se le cayeron en vertical las tetas hacia el suelo de tal manera que no sé cuáles eran más largos, si los brazos o las tetas. Eso sí, me dio una imagen del mar hasta ese momento desconocida para mí. Sus dos tetas desplegadas hasta el infinito formaban un canalillo perfecto y este, a su vez, te dirigía la vista hacia su entrepierna, donde había un tueco que te dejaba ver el mar como si miraras por un anteojo monocular. Y eso que tras su cigüeñal había dos trocitos de carne de culo que se le caía y marcaba claramente el límite último de su cuerpo. Me resultará muy difícil olvidar a esa mujer, sus movimientos, su mirada, su silencio, su gestos, su desparpajo, su desenvoltura... su cuerpo ciclópeo.



Francamente, algo fácil de contar pero difícil de describir.



En esta entrada me he pasado de extensión, pero me apetecía compartir con vosotros algunas reflexiones y vivencias de uno de mis días de vacaciones. Espero que al menos os haya entretenido un ratito y no se os haya hecho pesada.