Y es
que aquella tarde fue de caída libre, claro. El aire venía cargado de rosas y
besos, de lágrimas de cebolla, de pétalos de iris de tus ojos… de ti.
Allá,
en el límite de mi vida, donde sólo me quedaba dar la vuelta o
desaparecer, donde las flores dejan de nacer para darte paso a ti, dejaste caer
un trocito de tu infinita bondad. Me mostraste tus manos blancas y como el
hielo seco se desprendieron sobre mi cara como cristales sumamente pequeños
bajados de las nubes, se agruparon en mí, llegaron a mí como copos de nieve que
refrescaron mi vida de pasos quemados.
Tomé
esas manos níveas en mis manos y tiré levemente de ellas hacia mí, nuestros
cuerpos se pegaron y nuestras caras compartieron suavidad y deseo. Me dijiste
al oído “siempre estaré junto a ti”,
y estas palabras llegaron serpenteando como chorros de agua cálida hasta mi corazón,
fue una melodía parecida a la que se escucha tumbado en la hierba junto a un
lago de aguas quietas.
Cuatro
preciosas flores que vi al llegar, contemplando nuestra escena, se marchitaron
perdiendo su vida para dársela al amor. Las flores son así: de hechos
contundentes y aromas delicados... Como tú.
De
ojos tornasol, azul violáceo, clavo mi mirada en tus labios, los mismos que me
colmaron de palabras bellas, de besos encendidos, de gestos medidos que me
contaban que era yo su preferido… labios que siempre dejaban en suspenso, en su
precipicio vertical, otras muchas palabras que jamás nadie escucharía. Labios
de nata modelada que esperaban ser libados por mis labios. Labios de sonrisas
inmarcesibles, labios que emiten palabras siempre vigentes, labios de palabras
dadas, de tus palabras, de palabras lanzadas, de palabras improntadas en un
corazón desértico... Tus labios.
La
hierba, cómplice de los silencios, mullía nuestros pies intentando que perdiéramos
la verticalidad. Y el lago con sus susurros húmedos nos advertía de los
peligros de la noche. Anverso y reverso de un pliego de la vida en blanco y verde que
éramos nosotros.
Sonrosada,
purpúrea, capsular, como una flor nacida en el hemisferio boreal, me diste la
espalda y miraste un horizonte infinito semioscuro. Volviste a mí y caíste
aérea en mis brazos, apoyé mi cabeza en tu pecho y sentí tu vida; escuché tus
pulsaciones, identidad sonora de tu esencia humana, fundamentalmente buena.
Y de
nuevo tus labios volvieron a hablar:
- El
amor va de lo abstracto a lo concreto.
- Claro
–contesté- el amor es más platónico que aristotélico. El amor, quienes lo
ejercen no.
El
lago se mostraba sereno, sentí que me observaba con la misma discreción que lo
haría cuando un día me viera caer. Guardé silencio y secreto.
Un
día, cuando esté oculto al mundo, estaré aquí. Será este lugar el que me verá
llorar la ausencia de mis padres, tal vez la tuya también. Siempre pensaré que
en mis momentos malos aparecerás a mi espalda y calladamente observarás cómo
lanzo piedras de pena al lago o cómo lo lleno con mis lágrimas.
Y
ese día te desvelaré tres promesas que, sin contártelas, te hice aquella tarde.
Lo haré, sí, pero lo haré cuando ya nada vuelva a ser igual, cuando mi camino sea
ya una pasarela sin retorno, cuando mi corazón sea ya una piedra…
No
hace falta que vengas provista de papel y lápiz, yo grabaré con tinta indeleble
en tu corazón, para que las recuerdes, aquellas tres promesas que probablemente
la ferocidad del tiempo, para entonces, haya borrado ya:
1. Conscientemente,
jamás heriré tu corazón.
2. Nunca
renunciaré a ninguno de tus besos.
3. Proclamaré
hasta el fin de mis días tu singularidad.