Barriste
mi cuerpo con tus ojos, de abajo a arriba. Subiste como arbusto trepador con tu
mirada ovalada, elíptica, hasta chocar con mis ojos,
mares atlánticos ahogados en lágrimas.
Tus
manos, palomas cargadas de mensajes, volaron hasta mi cara para llenarme de
caricias de pluma. Sentí el roce suave de tu piel como un aleteo de pájaro
herido, como el soplo persistente de un aire que se daba la vuelta justo antes
de llegar a mí.
Trenzaste
tus manos, incoloras, elásticas, inmateriales, vaporosas... y emprendieron de
nuevo vuelo hacia mí, cayendo como onda progresiva dentro de los parámetros de
mi cuerpo.
Tu
caricia quedó enredada para siempre en mi alma.
En
el preciso instante en que me tocaste el corazón, las margaritas invirtieron
sus pétalos ovalándose con la convexidad vuelta hacia su tallo, dejando su
amarillo sol central gobernando la inmensa belleza de tu universo. Y los
pájaros volaron en bandadas uniformes hacia un cielo azul bahía, donde eran
ocultados por nubes pequeñas de vapor blanco, de alta densidad. Los blancos de
Sorolla parcheando las esferas azules y diáfanas de Velázquez, hermosa acuarela
que la fuerza del ocaso transformaba en el lejano horizonte en los rojos
encarnados, intensos y extremadamente libres de María Jesús Manzanares.
Te
puse una flor en el pelo y besé tu mejilla, deslizando mis labios hasta tu
cuello, para terminar diciéndote al oído un te quiero casi
imperceptible, sin fonemas.
Quedaste
inmóvil, ensimismada, circundada por un muro infranqueable de silencio, hasta
que lo rompiste espontáneamente de manera mágica, cantándome bajito “...
però sovint, en fer-se fosc, de lluny m'arriba una cançó. Velles notes, velles
acords, velles paraules d'amor...”. Callaste, me soplaste flojito, mordiste
suave el lóbulo de mi oreja y continuaste la dulce melodía “Palabras de amor
sencillas y tiernas, que echamos al vuelo por primera vez, apenas tuvimos
tiempo de aprenderlas, recién despertábamos de la niñez”. En el último
párrafo de esa estrofa ya me habías matado, habías abierto mi pecho en catalán
y en castellano, peculiar modo bilingüe de amar.
Tracé
un círculo ordinario con mis brazos, conformé una ensenada en mi pecho, cerqué
tu cuerpo de oro blanco y quedaste varada en mí. Y lancé un mensaje al viento,
para que lo llevara, a ráfagas y en espiral, a tus oídos:
- Te
quiero cardinal. Sí, cardinal. Amo tu Norte, tu Sur, tu Este y tu Oeste. Te amo
íntegra, quiero quedar inscrito celeste en el zodiaco de tu corazón.
Tu
cara, poesía épica, relampagueó con sonrisas intermitentes, parecía una luna
haciendo intentos tímidos de asomar en una noche de tormenta.
Silencio.
Tus
pulsaciones saltaban balanceándose de tu pecho hacia el mío y viceversa, casi
insonoras, tal vez agónicas, como el canto de estío de las aguas de un arroyo,
como el grito afónico de amor de un desenamorado, como una garganta muda que
revienta gritando nada, como alguien que queda colgado para siempre del nunca
jamás.
Y la
vida, con raras sensaciones, nos miraba pasar por ella agazapada en una
esquinita, maldiciéndose a sí misma de no ser siempre tan amable.
Llegado
el momento, me solté de ti y casi sin mirarte entré precipitado en el que hasta
hoy había sido nuestro hogar.
Antes
de partir, permaneciste un momento inmóvil inmediata a la puerta de la casa.
Intenté mirarte por última vez, pero la lluvia sobre el cristal creaba una
nebulosa acuosa que sólo me permitía ver una silueta difusa e imprecisa.
Agravada
mi profunda pena, bajé la persiana de la ventana echando el telón a la que probablemente
había sido la mejor función de mi vida...
No dejaré de quererte nunca, tampoco te olvidaré...
Hasta siempre...