Diría que más que movimientos extraños, eran estratégicos.
Encontró su acomodo definitivo (al menos eso parecía) en el escaño inferior al
que yo estaba. Abrió su libro. Miró al horizonte y sus ojos tomaron el color
del mar, aderezados por esa luz especial que el Astro Rey crea en Sitges.
Ojizarco, clavó su mirada en mí. No me incomodó, porque yo
no soy dueño de los actos de los demás, pero sí de mi actitud. Recibí esa
mirada, pero la decliné, no dejé que posara en mi interior.
Su cara, de pómulos salientes y mejillas entrantes, casi
hundidas y sus ojos azul plomizo, casi grises, denunciaban un alma apasionada.
Si bien es cierto, que algunos de sus movimientos le conferían un aire estúpido
y torpe, casi lerdo.
Cerró su libro y lo ubicó de tal manera que hizo posible que
yo viera su portada. Estoy absolutamente convencido de que fue una acción
premeditada y medida. Y fue en ese momento cuando descubrí que su pretensión no
residía en descansar, ni leer, ni mirar horizontes lejanos e imposibles, sino
que su deseo se sentaba a sus espaldas. Pero yo no flaqueé. El libro se
titulaba “Manual ilustrado de terapia sexual”, de la gran sexóloga
Hellen Kaplan. Sinceramente, ante lo visto, pensé que este chico debía tener
una filosofía de vida pueril, incluso ridícula.
Un rayo de sol chocó contra los cristales del ventanal de un
club náutico y su rebote dejó al mundo aún más ciego.
A mi espalda, el entrante de una colina, conformaba un
acantilado de falda rocosa y pies de arena fina. Abajo, junto al rugido del
mar, gente desemejante realizaba acciones desiguales. Permanecían tan
abstraídos y tan ajenos a la vida que diría que todos se sentían en la playa
del olvido, aunque debo reconocer que en mi mente se había dibujado la playa
del recuerdo. Me distraigo. Bogo y barnizo mi cofre de pensamientos, para
tenerlo guapeado, por si un día decido que vean la luz.
El chico se mostró inquieto, tal vez porque consideraba que
yo flirteaba demasiado conmigo mismo.
Un viejo marinero cruzó la calle principal, llevaba tatuado
en su brazo derecho un ancla cuyas puntas señalaban la latitud del lugar donde
conoció a su primer amor. Pero esto nadie lo sabía, claro. Su mujer lo tomó de
la mano y le sonrió, pero el áspero lobo de mar no pudo permitirse responder a un
estímulo tan tierno. Riguroso, sin concesiones, clavó su mirada en un punto
indeterminado de la jungla de cemento.
Ante mi desatención selectiva, el chico decidió realizar un
movimiento más preciso, más vertical. Hizo un giro de medio cuerpo y con una
mirada intermitente se dirigió a mí:
- Mira, por favor, no quiero molestarte, pero, ¿me podrías
decir qué significa la bandera esa que cuelga de algunos balcones? Me llama la
atención y me pica la curiosidad.
- No. Yo de trapos no entiendo, cuando visito lugares focalizo
mi interés en las relaciones humanas, en los afectos, en los recuerdos, en los
lazos invisibles que creo y trenzo para que se hagan irrompibles. Soy ciudadano
de la tierra.
- Me parece una filosofía interesante.
- No es una filosofía, es una forma práctica de vida que comporta
utilidad y provecho.
Cuando percibió mi receptividad, su ánimo remontó
exponencialmente, porque no olvidemos cuál era su cometido. Vamos, al menos, yo
no lo olvidaba en ningún momento.
-
¿Te puedo hacer otra pregunta?
–interrogó.
-
No –contesté.
-
¿Por qué? ¿Te molesto? –insistió.
-
O sea, te acabo de denegar el permiso
para hacerme otra pregunta y vuelves a la carga con otras dos. ¿Qué pretendes?
– le reproché con asertividad, pero sin mostrar enfado.
Me levanté y mientras iniciaba mi camino escuché una vaga
disculpa.
En mi trayecto de vuelta pensé y repensé en la habitual
práctica de los erróneos procedimientos de aproximación que los seres humanos utilizamos
entre nosotros, sobre todo cuando la pretensión es de orden superior a la mera
interacción amistosa y puntual.
El amor no se oferta.
El amor se busca cuando previamente alguien de manera mágica
te ha creado la necesidad.
Por cierto, dicho sea de paso, este caso estaba invalidado
de principio a fin, ya que yo soy heterosexual.
A veces, es maravilloso canalizar intenciones sinuosas de
quienes nos rodean, fundamentalmente para ayudar a mostrar a ciertas personas
que las formas retorcidas de operar son, además de horteras, enormemente
improductivas.