El secreto, te dije, no consiste en
brillar como un gusano de luz y que todo el mundo te vea. No, ni mucho menos,
nada más lejos. El secreto, cariño, estaba en que tú ardieras de amor y
propagaras el incendio.
Te insistí que a ti te bastaba abrir
los ojos para originar la llama del amor, porque cuando tus párpados subían
todo se iluminaba y todo ardía. Te lo decía, te lo recordaba, te lo repetía
como un disco rayado, porque yo sabía que tu mirada era la lanza que atravesaba
los trajes ignífugos de todos los corazones.
Y buscando para ti la palabra más
suave del mundo, me fijé en tus brazos. Tus brazos, intentando abarcar en
simetría los horizontes perdidos, eran lanzaderas de abrazos que mi mente
guardaba para dármelos en sueños.
- Todos
los hombres que prometen la luna a una mujer, terminan lastimando su corazón.
Me atrevería a decirte que son enamorados irresponsables, que juegan con las
palabras sin calcular su efecto letal –me dijiste articulando tus brazos.
- Pero
la palabra es una poderosa herramienta al servicio del amor, lo coloca, sitúa
ese sentimiento en el alma de la persona amada – contesté observando ya el
anverso de tus manos.
Giraste ligeramente tu
cuello y, con una inclinación medida, diría que precisa, dibujaste una tímida
sonrisa viva e instantánea, idéntica a un relámpago nuclear en una noche negra
de tormenta. Abriste tus ojos y me miraste con una fuerza que me regaló el
momento más verdadero y más bello que nunca antes había percibido la mirada del
amor.
-
¡Bah,
es fácil componer metáforas! Eso está al alcance de cualquier espíritu pobre,
de cualquier loco que quiera jugar con el corazón sensible de una mujer –aseguraste
mientras entrelazabas los dedos de tus manos con una dinámica femenina única.
Mi mirada, deslizándose
por tu frente lisa y bella, posaba sobre tus labios recién cerrados. Tus
labios, cáliz de flores hermosas, nenúfares flotantes, portadores de mensajes
deseados… tus labios rojos, terminales, solitarios, fruto globoso, capsular,
locura acorazonada, puerta del pétalo de tu lengua.
Y regresé a tu frente:
extensa, lineal, serena; perfectamente delimitada, con una frontera
rigurosamente exacta e irregular en su trazado. A cierta distancia, sin llegar
a acariciar, toqué su superficie. Mi mano y tu frente, unión de dos masas
gaseosas de distinta temperatura, coalición de dos fuerzas ocultas y diferentes
que tratan de direccionar en un sentido común. Me ligué a tu frente con mis
labios, cielo o gloria, afecto que la convirtió en mi tierra natal, en mi
patria, en mi bandera. Tu frente pertenece a un mañana que jamás llega, es
perenne, no tiene intermisión.
- Combates
la palabra, despliego mis silencios para ti. En tus respuestas, con paciencia
inquebrantable, veré si los vas interpretando a nuestro favor –aseguré alojando
suavemente mi mirada en tu rostro.
Tu nariz como eje
imaginario que divide en una perfecta simetría a tu cara y deja a cada lado dos
manzanas prohibidas, idénticas a las del pecado original.
- Tranquilo
listillo, conozco los dos poderes de la palabra. Y con ese conocimiento me
protejo –aseveraste en el preciso instante que junté mi cara con la tuya.
Roce de mejilla, fricción ardiente de
pómulos con deseo, aromas que buscan su sabor en los besos pomulados. Tu caricia en la tierra es como si fuera un excedente de
lo divino, algo que ha sobrado a todos los Dioses de todos los cielos. Tu
caricia es algo parecido a sentir el tacto de lo inexistente. Tu caricia no es
terrenal, está más allá… y sé que la sentiré en mi muerte, de manera ya eterna.
Gracias anticipadas por tus caricias, amor.
- ¿Dos
poderes? Pensé que la palabra tenía más poderes, ¿me puedes contar eso mujer
sabia? –interrogué, afirmé e interrogué.
Tu semblante, esta vez, delataba una
mujer de totales, porque los totales son los que no dejan indiferente al ser
humano. Por eso, tu expresión momentánea me dejaba claro que no creías en los
términos medios.
Balanceabas tu cuerpo en una especie
de indecisión, o en la certeza de la duda, o en la indeterminación de tu
seguridad.
- Las
palabras pueden ser reparadoras, revitalizantes y curativas, cuando se emiten
con honestidad y se utiliza un lenguaje blanqueador. Sin embargo –continuaste-
las palabras también pueden ser destructivas, arrasadoras y letales, sin son
lanzadas bajo los códigos de la indignidad y arrojadas desde el abismo de lo
inhumano.
Terminaba de suspirar con tus últimas
palabras en tanto tú te recostabas en el asiento y ponías tus manos en aspa
sobre tu pecho. Observé en silencio y en secreto aquellas manos progresivas,
tendentes al optimismo. Eran manos de mujer que reza a escondidas. Manos que
hacía tiempo habían dejado de escribir cartas de amor; manos que abanicaban
sueños; manos blancas; manos de mujer; manos que un día se asomaron a las
ventanas de sus cárceles y me llamaron…
- No
digo nada más, porque nada puedo ya perfeccionar –aseguré vivamente poseído y
dominado por alguna pasión que, probablemente, fueras tú.
Concluida la conversación busqué mi
remate aterrizando con mi mirada en tu cuello. Tu cuello, deslizadero del
jardín de las delicias. De proporción geométrica, tubular, boga y barniza un
lienzo perfecto. Lindo cuello de niña bonita. Es un cuello que se circunvala a
sí mismo.
No miro más, cierro mis ojos… me
enroco.
Mal, muy mal, eh, has cometido un
pecado, porque me has pellizcado el alma sin usar anestesia.