Era
en la esquina de las flores, ¿recuerdas? Juntaste tus manos y
dibujaste un corazón, mientras hacías gestos de palpitación con
ellas. Una llovizna lenta, suave y persistente, de estas que logran
tirar muros, plateó tu bella carita. Estabas preciosa, tal vez más
que nunca.
Te
acercaste y cogiste mis mofletes con las mismas manos que apenas un
instante antes habían conformado un corazón lleno de palpitaciones.
Me miraste fijo, de cerca. Tus ojazos negros, llenos de hechizos
tribales, se clavaron en los míos. Me sentí, ante la inmensidad
envolvente de tu mirada, diminuto, minúsculo, bajo, breve, corto…
te miré y te vi infinita, imprecisa en la lejanía de los grises del
cielo.
- Te quiero ojos azules, eres mi pollito – dijiste con voz húmeda mientras reventabas tu mirada en mi rostro ya mojado.
Sentí
un movimiento interior involuntario, trémulo; mi corazón latió
sensible, lento como la lluvia... despacio. Las hadas, aunque
escondidas, se sentían incómodas, incluso rabiosas. Y tu sonrisa me
hizo encadenar tres o cuatro emociones que abrieron mi pecho como si
fueran afilados bisturíes.
Tu sonrisa es única, es
una ciencia imposible de estudiar, es una fuerza desconocida que obra
irresistiblemente sobre mí, sobre el mundo, sobre los cielos y sobre
todos los dioses. Tu sonrisa eres tú. Te quiero amor, eres una
hermosa libélula que baila constantemente en mi estómago. Y me hace
cosquillitas, me emociona, me levanta, me engrandece… me hace
poderoso, invencible.
Haces
un giro en corto, hacia tu izquierda, miras la vertical del cielo y
frunces tu ceño, y con un movimiento delicado, como toda tú, abres
el paraguas. Me guiñas un ojo y sonríes, le puedes a la vida y
vences a mi corazón, lo tienes absolutamente conquistado, lleno de
ti y colmado de tu dominio. Feliz.
Nos
reíamos, borrábamos el mundo, porque para nosotros el mundo éramos
nosotros. Y también para mí el mundo era tu sonrisa: globosa,
simétrica, perfecta. Y de manera mágica aparecimos frente al cartel
que anunciaba la venta de “huebos
caseros”.
- Me gusta este lugar, quiero volver – dijiste agarrando el dedo índice de mi mano izquierda con los dedos índice y pulgar de tu mano derecha.
Mi
corazón era balanceado por tu sonrisa y tu mirada encendía luces
nucleares en mi alma. Mirarte era entrar a vivir en un mundo
perfecto. Ser mirado por ti era ser mecido entre nubes de algodón y
dar la vuelta en el infinito.
Miraste
el cartel de los huevos y sonreíste. Evidentemente, por como estaba
escrito, se notaba a las claras que era verdad lo de los huevos:
¡¡eran caseros!!
- ¿Nos compramos un dulce? - preguntaste con una mirada de niña pícara que está a punto de pecar.
Alegre,
activada por tu contento interior, me cogiste la muñeca y tiraste de
mí. Subimos la empinada calle tomados de la mano, transmitiéndonos
confianza y seguridad, haciendo hablar al tacto, queriendo
intercambiarnos trocitos de piel. Antes de llegar al altillo, en
secreto, pensé: “ojalá,
un día lejano, muera junto a ti, agarrado a tu mano. Te quiero
amor”.
Sostenida
por los grises del día, caminaste de puntillas por el empedrado de
una calle central. Enseguida miré hacia arriba, en los edificios del
principio, intentando localizar el nombre de la calle. Se me encogió
el alma cuando puede observarlo, se llamaba “Calle
del olvido”.
Obvié el nombre y busqué la alegría inmensa que me confería tu
linda carita acristalada. Su reflejo me embrujó y me transportó a
esos mundos que salen en los sueños de las películas de enamorados.
- Cierra los ojos y apunta con tu dedo índice hacia el cielo, nenito - me ordenaste según saliste de la pastelería con las manos ocultas tras tu espalda.
Y
me colocaste un donuts anillado a mi dedo.
Los
donuts son mis dulces favoritos. Y los donuts que tú me compras son
aún más favoritos: son donuts con amor.
- Ummm... Gracias cariño. Gracias por quererme, por estar pendiente de mí, por sumarme, por complementar mis cualidades, por saberte mis gustos, por darme tanto y seguir siendo el doble de inmensa que yo. Gracias, junto a ti soy muy feliz – dije mirando tu dulce cara de alegría.
Tras
nuestra deliciosa merienda, caminaste hacia adelante haciéndome con
tu mano indicaciones de que te siguiera. Tú siempre caminas hacia
adelante, entre otras cosas, porque eres una mujer que piensa y
siente. Me gustas mucho, te admiro.
Llegamos
a una plaza cuadrada, en cuyo epicentro había una fuente esférica.
La fuente proyectaba hacia arriba unos chorros de agua espumosos que
le llevaban la contraria a la ley natural de la lluvia. Te colocaste
en el lado opuesto de la fuente al que yo estaba. Entre la espuma del
agua adiviné tu sonrisa diametral y tu mirada salteada y penetrante,
profunda como su color. Mi corazón se dilató.
- “Cada día lejos de ti se hace eterno, cada momento sin tu presencia es interminable, nada llena el espacio que dejas con tu ausencia, más todo esto me es soportable por que sé que estas a mi lado y que siempre estaremos juntos” - canté bajito la canción de Pablo Milanés “El breve espacio en que no estás”, aprovechando la melodía apacible y suave que la fuente nos brindaba.
Todos los astros
transpusieron el horizonte y la tarde terminó de decaer. La lluvia
se envalentonó y pintó el cielo de gris marengo, muy oscuro, casi
negro. Los árboles nos riñeron y nos apremiaron a regresar al calor
del hogar.
Observé tus paralelas y
me acomodé en la más próxima a ti, avanzamos hacia el coche
equidistantes entre sí, sin mirarnos, sólo pensándonos.
Y junto a ti entendí que
jamás me guiaré en la vida por momentos puntuales dañosos, siempre
miraré los globales que son los que nos llevan a culminar la meta, a
conseguir ese amor que siempre habíamos soñado. La paciencia me
pondrá en tus brazos y entonces yo sonreiré eternamente.
Es tarde amor, aparquemos
las palabras y dejemos que la fuerza de los hechos nos hagan.
Te quiero.