Y juntos volvimos al lugar donde un
día, profundamente enamorados, compartimos amor y vida.
Entonces me mirabas diferente, éramos
una sociedad de afectos y complicidades, un equipo indestructible, dos entes
independientes pero perfectamente ensamblados en una estructura de vida común.
Sin embargo, el orgullo estúpido, la
irregularidad propia de la actitud humana y otros elementos invisibles que
subyacen al desamor, fueron llenando las antes superficies planas de nuestros
corazones de aristas que, a medida que la vida empujaba, iban agrietando los
nexos y deshilachando las costuras de todas las pasiones mutuas que nos
entrelazaban.
Mi mirada, sí, aún conservaba muchos
residuos del pasado. Te miré y pensé en la frase de “el tiempo lo cura todo”,
pero mi mente, de manera ajena a mí y sometiendo a mi voluntad, la completó: “y
también lo devasta todo”.
Hacía una tarde de puños cerrados y
dientes apretados, de canículas que hacían confundir las lágrimas con el sudor.
De estas tardes que tratas de parar la vida, pero ves que no puedes, que eres
diminuto y débil ante la inmensidad de las realidades que te sobrevienen y
detestas. Tardes brillantes vividas de forma oscura, clandestina; escondido de
ti mismo, pero sabiéndote visible al mundo que tratas de esquivar.
Soltaste la punta de un pañuelo
floreado que pendía de tu cuello y este, lento, blando, moderado, dulce,
gratificando a tus sentidos, recorrió las curvas sinuosas de tu cuerpo,
serpenteándote como un agrio adiós que no deseas. Contrapusiste tu sonrisa buscando
vencer, pero tan solo lograste un empate, un equilibrio sin validez, porque
alrededor solo había perdedores.
La vida, a veces, baila así, con tono
fúnebre, con lodo, salpicando a los infelices.
Sentada, mirabas tus manos y meditabas.
Y lo más curioso, es que también sonreías. Probablemente habías hecho algún
pacto oculto con el peor de los demonios. Y ese pacto estaba firmado sobre mis
escombros. Todos los pactos tienen víctimas, algunas veces la víctima es quien
lo firma.
Y entonces te miré, pero justamente
cuando mi mirada te alcanzaba, tú te hiciste ausente, dando lejanía a toda
intención que yo pudiera tener de amarte, mostrando a todos los enamorados del
mundo cómo es la estructura de la universalidad abstracta hegeliana
complementada con la actitud del desamor.
Tomaste de nuevo el pañuelo que
soltaste en tus manos y lo pusiste en tu cara, cubriéndola entera. Comprobaste
que había borrado de su memoria todos los olores del pasado y te invitó a ti a
olvidar el día que nos conocimos, el primer día que hablamos, la primera vez
que te consolé, la primera vez que me dijiste que me querías, la primera vez
que me echaste de menos, la primera vez que te besé, la primera vez que me
dijiste que era el hombre de tu vida, la primera vez que tardaste en dormir
porque no podías dejar de pensar en mí… Sin embargo, el pañuelo cruel, fiel
aliado de tu frialdad, no te invitó a olvidar la última despedida fría y
dolorosa, el último lo siento, la última lágrima mía, el último suspiro tuyo,
el último roce de manos ya inertes, los últimos pasos de caminos opuestos de
ambos… eso no, eso el maldito pañuelo olvidó recordártelo.
Antes de terminar esta despedida, me
gustaría agradecerte que me ayudaras a descubrir que el cielo existe, a pesar de
no ser fácil, porque me hiciste ver que visité el cielo todos los instantes eternos
que estuve en tu corazón, aunque la eternidad fuera referida a los momentos
presentes.
Y es que, la verdad, siempre fui más
feliz cuando tú me mirabas.