La vida no siempre es apacible y
armoniosa, estoy absolutamente convencido de que la tenemos poéticamente
idealizada. A lo más que estoy dispuesto a llegar, es a la asunción de que la
vida es una especie de refugio que acoge al enamorado no correspondido, en su
huida, en busca de sosiego y descanso espiritual. Hasta ahí, puede; pero más,
no.
Y pienso eso, porque en la vida todo
cabe. Hasta el amor.
Mientras en el telediario informan de
que llueve en Roma, yo defino tu cara con la yema de mis dedos, para hacer
tangible la belleza. Y para mis adentros te pienso a golpe de metáforas,
mientras te rodeo. Quiero trascender, fundirme en la divinidad y te abrazo
suave por detrás, huelo tu pelo, me apago en él, me lío y decoro con la
hermosura de tu luz mi mirada cerrada.
Toco el reverso de tus manos y paso de
lo material a lo inmaterial, me alejo de todo lo carnal, me envuelvo con los
destellos de tu bondad y tu belleza y convierto mi deseo en un acto de
adoración.
Te encoges, contraes varios miembros de
tu cuerpo y estiras hasta el infinito el alma. Sé que me quieres. Intentas
rodearte, pero te pulso las manos con mis brazos pegados a los tuyos y uno tu
espalda a mi pecho, cosiéndolos con palabras apenas perceptibles, susurradas a
tu oído derecho.
- Te quiero piel de lirio, princesita,
clavel de coral...
Quedas paralizada, como deseando
escuchar más palabras o huir del mundo. No sé. Tu cuello se mueve hacia el lado
derecho y el lateral de tu pelo se resbala con la misma suavidad que lo hace el
agua por una roca lisa y desgastada por ella misma. Tu perfil es como el de una
ninfa inspirada en la mitología grecolatina, me produce un estado de
embelesamiento, de éxtasis tal que por momentos me siento liberado de la
prisión de mis pensamientos.
Sueltas tu mano izquierda de la mía y,
oprimiendo mi mano derecha con la tuya, tiras suavemente de mí en corto y me
colocas frente a ti. En principio estás con los ojos cerrados y tu boca
colocada en posición de beso. Te miro y
veo en tu rostro una poesía lírica anónima, sin autor posible. Junto mi cara
con la tuya por el lado izquierdo de nuestras mejillas y, antes de llegar al
santuario de tu boca, dejo en tu oído como aire sereno otro mensaje:
- Te amo nenúfar blanco, Rosa de Venus...
flota en mi lago.
Nuestro deseo arde y, probablemente en
Roma, no ha parado de llover.
Hago una pausa, respiro, doy un paso
atrás y extiendo mis manos para tocar tus hombros desnudos. Mi corazón te
define y hace una tesis perfecta acerca del concepto deseo. Tu piel es
una tela de seda parecida al raso: plana, lisa, diáfana... resplandeciente. Y
mis manos son plumas de oca que recorren tu espalda como el cosquilleo de la
brisa.
Hace rato ya que de alfombra tenemos tu
blusa.
Es cierto que el deseo me hace gravitar
a tu alrededor, de manera medida, pausada... burbujeando por la acción del
calor, perdiendo el sentido por la suprema belleza de tu espalda, atontado por
la embriaguez que me produce el almíbar de tu piel.
Por detrás, me abrazo a tu cintura,
abro mis manos en abanico y recorro piel a piel tu frontal desde tu cuello
hasta el límite que impone el vaquero de tu pantalón. Mis dedos se enredan y
explotan contra un botón metálico que tiene un grado de deseo directamente
proporcional al resultado de la suma de
la pasión de ambos. Giras sobre tu propio eje y se abren delante de mí unos
párpados que me muestran toda la belleza ideal de la filosofía platónica: tus
ojazos negroprofundos. Una explosión de sentimientos me dinamita por dentro y mi
cuerpo se estremece como un astro fulgurante. Pones la punta de tu dedo índice
bajo mi barbilla, presionas suave hacia arriba y besas mi cuello dejando que tu
lengua barnice mi piel con el jarabe curativo de tu saliva. Mis piernas
tiemblan. Te quiero. Rodeas con tus brazos mi cuello, genuflexionas levemente tus
piernas y con un impulso ligero y sutil te elevas sobre mí cercando mi cintura
con tus piernas. Y nos volvemos a besar juntando nuestros pechos desnudos.
Comienzo a caminar por un pasillo sombrío y oscuro, tal vez melancólico o
triste, no lo sé; mientras tú acurrucas tu cabecita delicada entre mi hombro y
mi cuello, como guareciéndote del frío... o de tus miedos.
El templo sagrado de una cama indica
que llega la hora impostergable de perder nuestra verticalidad, para buscar la
propiedad horizontal de tu cuerpo etéreo. Solo que te dejo caer lenta y
mansa en el lecho, empujo con mis pies mi pantalón hacia atrás. A partir de
ahora serán mis manos vaporosas lo único en el mundo que toque la divinidad de
tu cuerpo.
Haciendo un ruido desafinado, una
puerta se cierra a mi espalda.
Y en ese momento, tras la puerta
gruñona, establecimos una forma íntima de diálogo. Un diálogo cargado de
franqueza y frescura, de ternura y pasión… un diálogo, en definitiva, lleno de
sensaciones y emociones fuertes que no dejaban lugar ni a la duda, ni a la
confusión, ni a la indecisión.
Te amo luz hemisférica.