lunes, 9 de octubre de 2017

ÁNGULO MUERTO

Para la vida, era una tarde cualquiera, una tarde normal, una tarde propia de tarde, una tarde fuera del tiempo...

Para nosotros, era una tarde plúmbea, una tarde pesada, una tarde impropia para amar, una tarde intensa, profunda, lenta, enfadosa... una tarde que rozaba la impertinencia.




Tus ojos, mostraban un estado atmosférico variable, de nuboso transitando en un espacio temporal a tormenta violenta. La previsión estaba clara y esta vez era infalible, solo faltaba el último relámpago para que saltara la chispa en tu corazón y se iniciara la tempestad.

Sin embargo, ese relámpago, ni el cielo se atrevía a emitirlo, no estaba seguro de sus efectos ni de sus deseos. Y el infierno no podía, porque el infierno no entiende de amor, aunque queme tanto como él.

Eras incapaz de concentrarte en el documental televisivo que mirabas, no te interesaba mucho la forma de vida de los zíngaros indios, porque no cabía contenido en tu cabeza fuera de mí. Yo, refugiado en mis auriculares, escuchaba sin ganas a Franco Batiatto entonando con poca pasión y mucha tristeza La estación de los amores, mientras te miraba de reojo y se encogía mi alma.

La privación de lo que se posee, la pérdida, el daño, el menoscabo, es un poderoso tobogán que te hace descender a los infiernos aplicándote una imposibilidad de solución, rompiéndote la vida entre dos paredes oscuras y asesinas que se juntan y te aplastan.

El televisor, a través de una voz en off, insistía efusivamente en que “la genética de los zíngaros indios como fuente de información...”. Me levanté del sofá tardo, pegajoso y me puse en una de las esquinas de este salón que, en otros tiempos, fue testigo de tanto amor. Dirigiendo mi vista hacia un lado y sin mover la cabeza, miré disimulando al espejo de los reflejos imposibles. Miré con prevención hostil y con enfado. Te observaba en secreto y veía tu mirada saturada de misterios difíciles e imposibles de entender e interpretar, era como si tus pensamientos abisales fueran ininteligibles. Sin embargo, como entre ambos no se podía producir una escena narrada en off, al igual que en el reportaje de los zíngaros indios, nadie se atrevía a emitir sonido alguno que tuviera forma de palabra. Cualquier movimiento producía en el otro una leve pero intensa punzada doliente, de sobresalto interior, de negación de intenciones irreversibles, de terror al desamor... aunque invisible al mundo, que era lo que importaba en ese momento. El tren de las vivencias comenzaba a descarrilar y tomaba los raíles el de los recuerdos.




La vida no para. La vida, a veces, nos trata con un rigor excesivo, con un estricto ajustamiento a las leyes crueles y naturales del desamor. La vida, otras veces, con los brazos de la ausencia de quien amas te estrecha, te ciñe, te oprime... hasta dejarte exangüe, muerto.

Producida por el amor que sentía por ti, se formó en mis pulmones una pleamar que capturaba todos mis oxígenos y me ahogaba; una alternancia de ascensos y descensos de recuerdos tuyos contigo aún presente que invadía mi sistema de afectos y me provocaba una glaciación afectiva que me inmovilizaba y me llevaba a perderte. Y de nuevo miré de reojo al espejo, pero esta vez mis ojos vidriosos hacían que este me devolviera una imagen tuya semiborrosa.

Qué fácil hubiera sido en ese momento girarse, mirarte de frente, tomar tus manos y pedirte perdón, suplicarte que no te fueras, decirte que no supe amarte, pero que te amé. Sí, te amé. Y te amé como nunca jamás volveré a hacerlo. Y, decirte también, que perdonaras todos mis errores, las ausencias de mis sonrisas, las miradas que nunca posé en ti, las palabras más bellas no dadas que siempre mereciste, los olores que no aspiré de ti, los abrazos fuera de las latitudes de tu cuerpo, las caricias tiernas que deberían haber fundido mis manos en tu piel, los besos que me tragué y que hoy tengo que vomitar a un pozo negro... Y decirte tantas cosas. Y sentirte tan adentro. Y no morirme con los ojos abiertos.

Sin embargo, en ese instante, hay una única capacidad humana fundamental que solo enfoca a la pérdida y a la derrota, unos frenos interiores que escapan a toda lógica humana, una manifestación sorda de vaivenes mortales que revientan el corazón y te dejan inerte, sin vida. Pero que es el único camino posible. O no.

Cansada de esperar una vida que no llegaba, te levantaste del sofá con un movimiento suave, silencioso, letal. Y el espejo del salón reventó en mis ojos espía encubiertos. Sentí un socavón por dentro que se transformó por fuera en una subida rápida de temperatura que recorrió mi cuerpo de abajo hacia arriba como una corriente ardiente de aire húmedo. Al cabo, me dirigí al sofá y ocupé el lugar donde antes habías estado sentada tú. El sonido de la televisión me llegaba de ultratumba: “...el pueblo kurdo es la minoría étnica más grande en el Oriente Próximo... No existen censos rigurosos, pero aproximadamente un 45% de kurdos vive en Turquía...”.

Saliste de la habitación y rodeaste el sofá, dejaron de sonar las ruedas de la maleta y quedaste parada justo detrás de mí.

     No hace falta que te rodees, ni siquiera necesito que me mires para decirte unas palabras, mis últimas palabras.

Sentí una contracción intensa e involuntaria de todos los músculos de mi cuerpo, una agitación violenta de emociones, una sacudida sísmica que perló todo mi rostro y me dejó paralizado.

-  Te quise mucho, incluso no sé si hoy te sigo queriendo pero esto ya no importa, por eso prefiero no tentar a mis sentimientos. Mi decisión es más poderosa que mis rescoldos de amor, porque ello me hace fuerte y me mantendrá en pie sin ti. Intenté mucho tiempo hacerme presente en ti, romper mi invisibilidad, que me vieras, pero estaba claro que yo siempre fui tu ángulo muerto. Si un día en lo más íntimo de mí siento la llamada volveré a buscarte y, si en ese momento eres para mí, todo saldrá bien y será perenne… hasta siempre.


Se hizo el silencio y al instante escuché el sonido de la puerta cerrarse, al mismo tiempo que sentí que se abría para mí la puerta del averno. Ese sonido fue un lazo que estranguló mi corazón, dejando un último suspiro para regalarte cuando la vida me diera otra oportunidad.




Como la falsa mejoría del enfermo terminal previa a su muerte, me invadió una extravagante sensación de paz interior. Inmóvil y con mi mente en blanco, la nieve cubrió mi corazón.

No podía pensar, casi no sentía, mi sangre estaba congelada y mis dedos tapaban con fuerza mis ojos.

En tu última mirada supe que algo se había roto para siempre.

El llanto permanente me habita.

Jamás perderé la esperanza de que un día me vuelvas a mirar.

martes, 6 de junio de 2017

PROGRESIÓN DESCENDENTE

Esta tarde abrí tu caja secreta, aquella de metal que guardabas con tanto celo, la misma que solo podías tocar tú, ¿recuerdas? Seguro que sí, cariño.

No pude resistirme, aunque sé que igual no he hecho lo correcto. Siempre defendías con vehemencia tener ese secreto, tu único secreto. Y me advertías de que jamás podría ver esa caja por dentro, salvo bajo dos excepciones: una imposible: que nuestro amor terminara para siempre; y otra improbable: que tú murieras antes que yo, cuando de sobra sabe el mundo que tú para mí eras tanto como nada, eras sencillamente ETERNA.




Como cada domingo, sacabas tu cajita y la acariciabas con tus manos níveas, hermosas, gestuales, progresivas… igual que acariciabas mi espalda, mi cara, mis brazos. Me fascinaba verte frente a ella, me mataba el misterio del secreto encerrado, me dejaba helado un viento que no existía cuando te inclinabas hacia su interior y realizabas esa práctica ritual, esa norma tal vez moral y sigilosa, reservada, oculta… Y me recorría un escalofrío electrizante por todo el cuerpo cuando la cerrabas, dejando en su interior un secreto que jamás pensé que podría llegar a descubrir.

Dabas vueltas a la llave, una llave dorada que en sus giros envolvía el secreto, lo reservaba solo para ti y lo hacía recóndito al resto del universo. Esa llave dorada no solo cerraba una caja, cerraba también un secreto de vida, cerraba mis pulmones para que no entrara aire, cerraba mis sentidos para no percibir, cerraba mis ojos para no llorar, cerraba mi pecho para no morir de angustia, cerraba mi alma que quería ser solo para ti y para todos los tiempos.




Siempre, cuando terminabas, abarcabas de nuevo con tus manos la caja y la presionabas con suavidad y con amor contra tu pecho. Después, tras tu función sagrada, llegaba el momento solemne de colocar la caja en el lugar más reservado e inaccesible de la casa. Yo, calladamente, abandonaba la habitación y marchaba errabundo por calles coloridas que pisaban multitudes anónimas que caminaban veloces hacia lugares grises. No olvidemos que los domingos pasa eso, que te hacen pensar. Y a veces, pero solo a veces, no solo eso, sino que también te pueden convertir en volcán.

En mis erupciones sólidas, me abstraía y pensaba en ti, en tu maravillosa forma de expresarte, de proyectarte al mundo, en tus manos inanimadas cuando no me tenían para acariciarme. Y en tu secreto. En este último quizás fuera por el miedo atroz a que guardaras en tu caja el nombre o la fotografía de otro amor, de algún hombre que no fuera yo.




Aún recuerdo el último domingo de tu vida, cuando volví a casa. Me esperabas tras la puerta, apenas había entrado y de un saltito me atrapaste entre tus brazos por mi espalda y, aproximando tus labios a mi cuello, me tocaste con tu lengua y me dijiste bajito que me querías. Sin salir del círculo de tus brazos me rodeé haciendo un giro sobre mi propio eje. Y aparecieron ante mí tus dos preciosos ojos negroprofundos, abriéndome las puertas del cielo. Te miré y volé con mi imaginación al lugar mágico donde se tejen pieles, para bordarme sobre ti y no salir jamás.

Me encuentro más solo que nunca, con tu cajita abierta y apoyada sobre mis piernas. Hoy es domingo por la tarde y más que nunca la ciudad se me clava una y otra vez, hasta destrozarme por dentro. Un año mirando cada esquina con unos ojos que lo único que desean ver es tu amada y sorprendida cara mirando su cajita secreta… mirándome a mí.




Me ocupo de ella, mis manos tiemblan y mi mirada llega salteada al fondo de la caja. Hay un papel azul, envuelto sobre sí, como una voltereta. Y atado con un lazo rojo.

Dudo.

El recuerdo persiste, llega sonoro a mí: tu cara y el ruido amable de tu sonrisa delicada. Abro mis ojos vidriosos y no miran hacia ningún lado, como los de los muertos. Recorro con mi mirada la pared frontal de nuestro salón, choco contra una foto tuya y ello desplaza mi corazón fuera de la esfera del tiempo. Por un instante el delirio me hace tenerte junto a mí. Intento besarte, pero mis labios rehúyen de la aspereza del cojín.

Decido.

Tomo el papel azul del fondo de la cajita, de tu cajita secreta. Lo sostengo con la mano izquierda, mientras tiro de la punta del lacito rojo con los dedos índice y pulgar de mi mano derecha. El pergamino reacciona, en principio, como un muelle, se desenrolla casi con violencia, pero vuelve a envolverse sobre sí enseguida, aunque ya con mayor apertura. Queda como el caracol de mi tristeza. Extiendo el papel tirando de sus extremos y leo una frase:

“Espero que puedas ser feliz sin mí.
No me duele la muerte,
lo que verdaderamente me aflige
es dejar de verte para siempre”

¿Hay formas de acción no razonables? ¿Todas las intenciones que impulsa el amor son honestas? ¿Querer a alguien da derecho a todo? ¿Está bien usurpar los sentimientos de la persona que amas? ¿Existen un motivo en el mundo por el que merezca la pena dejar de vivir? ¿Y Dios, dónde está?




El calor es abrasador, la vida late despacio. Y mi pulso camina por hilos casi invisibles que sostienen sentimientos hondos y no comunicados. La vida me resulta insostenible.

Te necesito.

Amor.


Ven.