Para la vida, era una tarde cualquiera, una tarde normal, una tarde
propia de tarde, una tarde fuera del tiempo...
Para nosotros, era una tarde plúmbea, una tarde pesada, una tarde impropia
para amar, una tarde intensa, profunda, lenta, enfadosa... una tarde que rozaba
la impertinencia.
Tus ojos, mostraban un estado atmosférico variable, de nuboso
transitando en un espacio temporal a tormenta violenta. La previsión estaba
clara y esta vez era infalible, solo faltaba el último relámpago para que
saltara la chispa en tu corazón y se iniciara la tempestad.
Sin embargo, ese relámpago, ni el cielo se atrevía a emitirlo, no
estaba seguro de sus efectos ni de sus deseos. Y el infierno no podía, porque
el infierno no entiende de amor, aunque queme tanto como él.
Eras incapaz de concentrarte en el documental televisivo que mirabas,
no te interesaba mucho la forma de vida de los zíngaros indios, porque no cabía
contenido en tu cabeza fuera de mí. Yo, refugiado en mis auriculares, escuchaba
sin ganas a Franco Batiatto entonando con poca pasión y mucha tristeza La
estación de los amores, mientras te miraba de reojo y se encogía mi alma.
La privación de lo que se posee, la pérdida, el daño, el menoscabo, es
un poderoso tobogán que te hace descender a los infiernos aplicándote una
imposibilidad de solución, rompiéndote la vida entre dos paredes oscuras y
asesinas que se juntan y te aplastan.
El televisor, a través de una voz en off, insistía efusivamente en que
“la genética de los zíngaros indios como fuente de información...”. Me
levanté del sofá tardo, pegajoso y me puse en una de las esquinas de este salón
que, en otros tiempos, fue testigo de tanto amor. Dirigiendo mi vista hacia un
lado y sin mover la cabeza, miré disimulando al espejo de los reflejos
imposibles. Miré con prevención hostil y con enfado. Te observaba en secreto y
veía tu mirada saturada de misterios difíciles e imposibles de entender e
interpretar, era como si tus pensamientos abisales fueran ininteligibles. Sin
embargo, como entre ambos no se podía producir una escena narrada en off, al
igual que en el reportaje de los zíngaros indios, nadie se atrevía a emitir
sonido alguno que tuviera forma de palabra. Cualquier movimiento producía en el
otro una leve pero intensa punzada doliente, de sobresalto interior, de
negación de intenciones irreversibles, de terror al desamor... aunque invisible
al mundo, que era lo que importaba en ese momento. El tren de las vivencias
comenzaba a descarrilar y tomaba los raíles el de los recuerdos.
La vida no para. La vida, a veces, nos trata con un rigor excesivo, con
un estricto ajustamiento a las leyes crueles y naturales del desamor. La vida,
otras veces, con los brazos de la ausencia de quien amas te estrecha, te ciñe,
te oprime... hasta dejarte exangüe, muerto.
Producida por el amor que sentía por ti, se formó en mis pulmones una
pleamar que capturaba todos mis oxígenos y me ahogaba; una alternancia de
ascensos y descensos de recuerdos tuyos contigo aún presente que invadía mi
sistema de afectos y me provocaba una glaciación afectiva que me inmovilizaba y
me llevaba a perderte. Y de nuevo miré de reojo al espejo, pero esta vez mis
ojos vidriosos hacían que este me devolviera una imagen tuya semiborrosa.
Qué fácil hubiera sido en ese momento girarse, mirarte de frente, tomar
tus manos y pedirte perdón, suplicarte que no te fueras, decirte que no supe
amarte, pero que te amé. Sí, te amé. Y te amé como nunca jamás volveré a
hacerlo. Y, decirte también, que perdonaras todos mis errores, las ausencias de
mis sonrisas, las miradas que nunca posé en ti, las palabras más bellas no
dadas que siempre mereciste, los olores que no aspiré de ti, los abrazos fuera
de las latitudes de tu cuerpo, las caricias tiernas que deberían haber fundido
mis manos en tu piel, los besos que me tragué y que hoy tengo que vomitar a un
pozo negro... Y decirte tantas cosas. Y sentirte tan adentro. Y no morirme con
los ojos abiertos.
Sin embargo, en ese instante, hay una única capacidad humana
fundamental que solo enfoca a la pérdida y a la derrota, unos frenos interiores
que escapan a toda lógica humana, una manifestación sorda de vaivenes mortales
que revientan el corazón y te dejan inerte, sin vida. Pero que es el único camino
posible. O no.
Cansada de esperar una vida que no llegaba, te levantaste del sofá con
un movimiento suave, silencioso, letal. Y el espejo del salón reventó en mis
ojos espía encubiertos. Sentí un socavón por dentro que se transformó por fuera
en una subida rápida de temperatura que recorrió mi cuerpo de abajo hacia
arriba como una corriente ardiente de aire húmedo. Al cabo, me dirigí al sofá y
ocupé el lugar donde antes habías estado sentada tú. El sonido de la televisión
me llegaba de ultratumba: “...el pueblo kurdo es la minoría étnica más
grande en el Oriente Próximo... No existen censos rigurosos, pero
aproximadamente un 45% de kurdos vive en Turquía...”.
Saliste de la habitación y rodeaste el sofá, dejaron de sonar las
ruedas de la maleta y quedaste parada justo detrás de mí.
–
No hace falta que te rodees, ni siquiera necesito
que me mires para decirte unas palabras, mis últimas palabras.
Sentí una contracción intensa e involuntaria de todos los músculos de
mi cuerpo, una agitación violenta de emociones, una sacudida sísmica que perló
todo mi rostro y me dejó paralizado.
- Te quise mucho, incluso no sé
si hoy te sigo queriendo pero esto ya no importa, por eso prefiero no tentar a
mis sentimientos. Mi decisión es más poderosa que mis rescoldos de amor, porque
ello me hace fuerte y me mantendrá en pie sin ti. Intenté mucho tiempo hacerme
presente en ti, romper mi invisibilidad, que me vieras, pero estaba claro que
yo siempre fui tu ángulo muerto. Si un día en lo más íntimo de mí siento la
llamada volveré a buscarte y, si en ese momento eres para mí, todo saldrá bien
y será perenne… hasta siempre.
Se hizo el silencio y al instante escuché el sonido de la puerta
cerrarse, al mismo tiempo que sentí que se abría para mí la puerta del averno.
Ese sonido fue un lazo que estranguló mi corazón, dejando un último suspiro
para regalarte cuando la vida me diera otra oportunidad.
Como la falsa mejoría del enfermo terminal previa a su muerte, me
invadió una extravagante sensación de paz interior. Inmóvil y con mi mente en
blanco, la nieve cubrió mi corazón.
No podía pensar, casi no sentía, mi sangre estaba congelada y mis dedos
tapaban con fuerza mis ojos.
En tu última mirada supe que algo se había roto para siempre.
El llanto permanente me habita.
Jamás perderé la esperanza de que un día me vuelvas a mirar.