Noche de febrero lluviosa y fría. Sobre el asfalto mojado un reflejo de sangre de un semáforo en rojo. El viento húmedo acaricia mi rostro y me produce una rara sensación de bienestar. El aire me trae un aroma de melancolía, de recuerdo pasado, casi rancio. Pasos rápidos de mujer dejan en mí huellas volátiles, mudables, inconstantes...
Paseo sin dirección determinada, con pasos imprecisos y débiles que flotan en el agua de la acera. Mi corazón también pasea su incertidumbre, no encuentra su trazada en el plano del horizonte, es reflejo de cielo gris marengo. La ciudad está encogida por el frío, las calles se van abriendo a mi paso, yo me voy perdiendo en el abismo del mundo y mi vida recalcula su destino. Me siento como en una gruta cavernosa y laberíntica.
Un brazo de agua sale de un tubo que viene del cielo... o de un edificio que lo rasca, cuatro gotas gordas tamborilean sobre una lona que cubre el cuerpo de un acaudalado mendigo. Unos zapatos negros se paran frente a mí, su charol refleja mi cara de tango feroz. Un grupo de demonios baila la balada de mis penas en las sombras vaporizadas y parpadeantes de los callejones de la noche. En mi caminar siento que voy dejando chorros de vida tras de mí, lo único que me alivia son mis recuerdos tristes. A lo lejos rompe el silencio de la noche un rayo que ilumina el llanto de una mujer vestida de luto. Un abuelo protege a su nieto tras una ventana cuyo cristal es utilizado por las gotas de la lluvia como trineo, se deslizan a velocidad de vértigo hasta morir. No buscan destino, buscan la muerte. Tal vez mi paseo persiga el mismo fin que estas gotas de agua. Los amantes, en las trincheras de la noche, se aman a escondidas.
La mirada casual de un gato negro me asusta, me devuelve a la ciudad que piso. La luz de una sirena azul centellea sobre una pared virtual de pánico, mientras un policía certifica la muerte de un hacendado indigente. Su madre llora y grita desde el balcón, mientras la lluvia golpea su cara y disimula sus lágrimas. El corazón de un hombre joven late tras los árboles de un parque cercano. Late fuerte. Su cabeza está rapada... y sus neuronas amputadas. Dios tiene las puertas del cielo cerradas. Y un pequeño plantel de putas pasan frío mientras juegan a la ruleta rusa con la incertidumbre de la noche, sonríen y bailan alborozadas impregnadas de aflicción... y eso que ofrecen un completo.
Un borracho muestra su felicidad agarrado a una botella asesina, articula palabras que salen baboseando la comisura de sus labios. Lo hace a media lengua, mientras con la otra media lame las cicatrices de la vida y sus miserias. Su dignidad se fue alcantarilla abajo y yace tirada en una cloaca. La cabeza triste de un perro asoma por el bolsillo de su haraposa chaqueta.
Tropiezo con mucha gente invisible y tambaleando mi soledad doy por terminada la noche. Aferrado a la vida, mi boca sigue desprendiendo pequeñas nubes de vaho plateado que me confieren una sensación de riqueza.
En el límite de la vida, entre el suelo y el cielo, el amanecer se abre paso. Sorteo los charcos de la lluvia de la noche de regreso a mi casa. La noche pasa el testigo de mi vida al día. Y yo intento dormir entre sábanas blancas que me sirven de tapiz donde proyectar mi vida. Ahí fuera, a pesar de la claridad, la vida sigue pegando hostias sin piedad.
Ha sido una noche extraña, inopinadamente bella. Duermo plácidamente.
La oscuridad ha dejado de ser infinita, se ha roto.
Sueño...