lunes, 18 de octubre de 2010

NAUFRAGIO

Me prometiste que algún día me querrías, pero llegó el verano y yo me sentía tan fría como antes. ¡¡Claro, pobre ilusa!! El amor no depende de estaciones, ¿verdad? Yo te dije que si me dabas una oportunidad, iría descongelando tu corazón con la calidez de mis caricias, de mis besos; con el abrigo de mi entrega incondicional. Tú no me querías. Para entonces, yo ya te amaba locamente. Todo cuanto sentía era una tela de araña que me tenía atrapada, que rebanaba mi libertad, que me pegaba a una realidad incierta y que me convertía en esclava de tus caprichos.

Mi corazón herido sufría y coartaba mis decisiones. Donde quería decir no, ante tu presencia, decía sí. Pero ciega de amor, todo cuanto hacía por ti me parecía poco. Jamás se me apagaba la esperanza de que un día tú me miraras, me vieras... me quisieras. Pero tus ojos estaban para otras, nunca para quien realmente te quería hasta dolerle la piel.

En el infierno de mis noches, un viejo trovador cantaba y contaba que detrás de una historia de amor inmensa, muchas veces, cuando no era correspondida, había regueros de sangre. Incluso llegué a pensar que la protagonista de su trova era yo. Escuchaba la funesta canción mientras recordaba tu maravillosa sonrisa y muerta de dolor y pena, abrazada a la almohada, me quedaba dormida pensando que al día siguiente mi sueño se haría realidad. Pero mi sueño no era un sueño, sino una realidad opuesta a mi deseo; una esperanza imprecisa en su lejanía que truncaba mis ilusiones y hacía marchitar lentamente mi vida.

Para aumentar mi campo de visión y descubrir el engaño del que todo el mundo me hablaba, decidí subir a mi promontorio interior. Oteé hasta mi límite visual y aparecía más tú, y más tú, y más tú… era un amor enfermizo en el cual no cabía otra imagen. Millones de imágenes virtuales tuyas en mi mente, visiones poéticas de tu cara, delirios que se clavaban en mi corazón y lo hacían pedazos. Y terminé siendo un desfiladero por donde toda la gente que me quería paseaba su calvario.

Hoy maldigo el día en que mi mirada se posó en ti, el momento preciso en que tu vida se cruzó con la mía y la tomaste para ti. Y también maldigo a la casualidad que permite encuentros sin correspondencia recíproca. Y maldigo todo ello, porque es una maldita maldición sufrir por amor, es un hecho miserable que ningún ser humano merece. Otra cosa sería sufrir por falta de amor, eso ya sí sería lícito y razonable.

Prometo que esta experiencia formará parte de mi proceso de aprendizaje, y que no me quitará las ganas de volverme a enamorar, de volver a querer a alguien desde lo más hondo de mi ser. Entre otras cosas, porque mi razón no puede gobernar a mis emociones. Es demasiado bello amar a alguien. Pero para ello necesitaré un tiempo, reorganizar mis reservas de afectos y devolverme parte de la deuda que he adquirido conmigo misma de tanto que presté.

Por favor, derrochad amor, que vuestras manos se gasten de tanto estrechar...


domingo, 10 de octubre de 2010

CUALQUIER AMANECER DE MI VIDA


Ha sido una noche de lluvia intensa, de mezcla de escalofrío en la cama con una sensación entrañable de cómoda calidez. El roce dulce y apacible de la sábana rompe mis ganas de salir de la cama. En un acto de gran responsabilidad me levanto y desayuno con la queja de mi cuerpo aún reprochándome mi falta de tacto y consideración conmigo mismo.

Abro las cortinas de la ventana de mi habitación, y el campo está secando las últimas lágrimas metálicas que la noche ha dejado sobre sus lomos. A lo lejos, en el horizonte, cuatro nubecitas conformadas con vahos de esperanza se dirigen hacia el cielo a contarle a Dios qué pasó durante la noche en la Tierra. Llevan mensajes de esperanza… o de destrucción, tal vez. En su vuelo pueril chocan entre sí, se besan, se rascan, sonríen y se empujan.

Suena la puerta a mis espaldas y el día va encendiendo su luz, un poco tamizada por la fuerza de la lluvia. Una lluvia inesperada que llegó de sorpresa, como las malas noticias. Una lluvia que ha llenado los depósitos de los corazones de la gente, para que los lagrimales no se sequen. Hay muchos motivos por los que llorar todos los días. También hay razones a raudales por las que reír, pero nos las ocultamos a nosotros mismos. Y, claro, no las encontramos. La tristeza avanza en su conquista del ser humano, enarbola su bandera triunfal en la cima de nuestra existencia. Pero esto tiene poco que ver con un amanecer de mi vida, aunque tiene mucho que ver con los amaneceres de millones de personas.

En mi caminar matutino, cuatro notas de un ukelele, que salen por la puerta de una cochera, acarician mis tímpanos y se posan en mi interior. En cierto modo, me dan alegría. Las prisas de la mañana me llevan en volandas y no me dejan respiro para disfrutar un nuevo amanecer de mi vida, un amanecer cualquiera.

Llego a mi trabajo y, en el camino, metro a metro, algo o alguien ha esculpido en mi rostro una cara de grave responsabilidad que elimina cualquier atisbo de sonrisa. Quizá sea la fuerza de la vida, tal vez sea eso que llamamos rutina, o puede ser una fuerza intrínseca que nos ensimisma y nos conduce a la lejanía infinita. Por la noche duermo y por el día me anestesio, qué ciclo vital más triste. Decido que, a partir de ahora, cada amanecer de mi vida, lo celebraré disfrutando de la existencia de cada persona que me rodea.

En este nuevo amanecer bendigo la proximidad de todos y todas cuantos me leéis y pido fervorosamente a la Divinidad por vuestra salud. Ojalá el tiempo y la casualidad nos mantengan unidos, en hermandad y en plena armonía. Y que el cupo de nuestra cara se llene de sonrisa, para que no quede ni un solo espacio para la tristeza...
¡¡SALUD!!