Ha sido una decisión bien meditada y creo que bastante madura. Nos conocíamos hace tiempo y, francamente, tengo que afirmar que nunca un ser vivo me había llenado de tal manera. De ahí que no quepa en mí de alegría tras mi boda con Berta, una cabra que compró mi tía Celestina hace unos años a un tratante de ganado de Don Benito. En su entorno la llaman Mocha, es una manera de mostrar confianza y cercanía, aunque ella me ha confesado que nunca le terminó de agradar ese apodo.
Su madre fue una cabra muy querida en la comunidad caprina extremeña, cuentan que era una cabra desprendida, amable, cariñosa y solidaria como pocas. Sin embargo, su padre siempre fue un cabrón. Del resto de la familia Berta nunca habla, prefiere obviar lo bueno y lo malo y pensar que fue chiva única.
Por raro que os pueda parecer, por favor, tan sólo deseo que sepáis respetar mi decisión, que nace estrictamente de mi libertad individual y del profundo amor que le tengo a Berta. Ya bastantes dificultades tengo yo para organizar mi vida junto a mi cabra como para que ahora mis amistades mostraran incomprensión y lejanía. Sería el colmo, vamos. También estoy absolutamente convencido que, cuando vengáis a casa, cuando la conozcáis, van a sobrar explicaciones ante este hecho que a priori puede verse como insólito.
Y es que Berta, mi cabra, es un mamífero precioso. Mide ochenta y tres centímetros de altura, es ligera, esbelta, de pelo corto y áspero, color rojizo, cola corta y puntiaguda y no tiene cuernos, aunque aún conserva los muñones de los mismos en la parte occipital superior de su preciosa cabeza. Afirmo sin rubor alguno que es la cabra más bella del mundo. Reconozco que mi opinión no es nada objetiva, la quiero tanto.
Hasta aquí, todo perfecto, normal y escasamente reseñable. Ahora bien, para que veáis la complejidad del amor, llevamos casados tres meses y tenemos ya ante nosotros el primer obstáculo insalvable como pareja. Y eso queriéndonos como nos queremos.
Bueno, pues todo empezó hace ahora exactamente dos días y medio. Decidí sacar a mi cabra a que comiera un poco de monte y, tras quedarme embelesado mirándola totalmente enamorado, observé que había engordado bastante. En un principio creí que todo respondía a que, como dicen en mi pueblo, ya estaba “jarta”. Nada más lejos de la realidad. Tras examinar atentamente a Berta, durante distintos momentos del día, pude verificar que, efectivamente, se había puesto como un tonel. No descarté que pudiera tratarse de un trastorno alimentario, pues últimamente había percibido que Berta solía comer compulsivamente.
Durante la cena, le serví un par de onzas de forraje fresco y una lata de agua. Y decidí pasar al ataque. Le expuse mi preocupación por el repentino crecimiento de su panza. Ella, molesta, me miró, activó sus labios móviles y finalmente pegó un balido que se escuchó por todo el pueblo. Indignada me reprochó mi falta de tacto, y me transmitió que mi preocupación era egoísta e interesada. Me interrogó con tristeza si yo la seguiría amando cuando su juventud y belleza se marchitaran. A pesar de mi afirmación contundente y segura, ella me miró mustia. Su mirada no tenía luz. Y fue cuando se derrumbó y envuelta en lágrimas me berreó al oído que estaba preñada, que seríamos progenitores de un precioso chivo en primavera.
Jamás había pensado yo en ser padre, es más su preocupación venía de ahí, me conocía perfectamente y sabía que era lo único que podía truncar nuestro amor, nuestra vida común.
Mientras dábamos un paseo, Berta paró a beber en un charco de los que habían dejado las últimas lluvias. Le limpié con un pañuelo de papel un residuo de agua que le caía hocico abajo y llegaba hasta la papada. Respiré hondo y le dije que mi intención era marcharme antes de que pariera. Me miró indiferente y marchó junto al rebaño que había en la ladera de la montaña. Y es que te encuentras con cada animal que dan ganas de pedir amparo a Dios.
Yo, a partir de mañana, de nuevo, empezaré a creer en la condición humana.