lunes, 28 de noviembre de 2011

EL DOMINGO FUI A MISA y III

Existen diferentes momentos del ritual que son acompañados de canciones: el inicio de la misa, el comentado paso de la bandeja, cuando se toma la Comunión, etc. Los cánticos dan un toque especial a la eucaristía, tratan de simbolizar la alegría de acompañar al Altísimo y agasajarle con nuestros bienes y nuestra presencia. Tienen un significado especial y crean un estado emocional muy preciso acorde al contexto y a la dignidad de a quién van dirigidos.

Siguió la liturgia con Don Valerio afirmando que la Iglesia Salesiana precisa de miembros activos, apóstoles en la tierra, testigos de Jesús; que necesita, en definitiva, una congregación extensa de devotos que sepan amarla, respetarla, mimarla... Y terminó aseverando que cuando esto suceda y nos pongamos a ello como humildes siervos del Todopoderoso, entonces, la alegría del Señor, llegará como ladrón en la noche. Seguido de tanta palabra bella y sentida, a media voz, Don Valerio, nos invitó a darnos fraternalmente la Paz. Y en un último suspiro, casi exhausto, estiró sus morros hasta los topes e inició una canción.

  • Juuuntooosssss como hermaaaanooss...

Ya sabéis, las canciones de la iglesia, son iniciadas por el cura, pero luego él se queda en silencio para preparar las vinajeras y consagrar la hostia guardada en la patena. Evidentemente, en un primer momento, esto es seguido de un barullo de voces desordenadas, desacompasadas y casi confusas; hasta que por fin los timbres femeninos se van apoderando de la canción y logran una situación plana de la misma, cantada ya de una manera decente. En ese momento os ruego que prestéis atención a las caras de las beatas, sienten una rara sensación de alegría interior, palpan la excelsa majestad de cantarle en directo ni más ni menos que a Dios. ¡Ahí es nada!

Tras este último pasaje del Oficio, se me abrió un doble frente: por un lado, medité un rato acerca de las letras de las canciones de la misa; y por otro, la forma en que varias señoras y algún señor me daban la Paz, me hizo reflexionar sobre este hecho.

Mientras el personal recibía la Sagrada Comunión, en lo tocante a las letras de las canciones, tras una revisión mental a varias, pude comprobar que la mayoría de ellas tratan sobre la mala calaña del ser humano, su maldad con el prójimo y también de la porrada de pecados que cada uno atesoramos. Evidentemente nos informan también sobre la infinita bondad de Dios, su capacidad de perdonar y su grado de compasión con sus siervos, a pesar de lo tremendamente malotes que somos todos y todas. Probablemente en el Juicio Final no sea tan benévolo, imagino yo. Y esto es así, porque a todo el mundo se le hinchan las narices ante los fallos reiterados de los demás, por tanto, no iba a ser menos Dios. Él venga a perdonar, y la humanidad, como moscas a la miel, tirándonos en picado al pecado. ¡Es que de verdad, ya está bien, por favor! Desde luego hay que reconocerlo, si provenimos del barro y de la costilla de Adán, ambos elementos llevaban veneno, ¡joder! También se podía llegar a pensar que Dios era todo un experto en crear mounstruitos/as.

Y ahora vamos con otro asunto capital: darse la Paz. ¡Francamente quién nos ha visto y quién nos ve dándonos la Paz! Esta acción ha sufrido un proceso de perfeccionamiento desde la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días que ha modificado sustancialmente todo lo establecido. El Señor estará como un corcho, vamos; más contento que unas castañuelas veo yo a Dios observando este momento en cualquier Iglesia, de verdad. Ha sido un cambio notablemente principal. Como aquel que dice, hemos pasado de “chocarnos los cinco” a darnos con carácter esencial la Paz; hemos transitado del mero contacto epitelial al sentimiento apostólico y espiritual que este acto requiere. ¡Rediós con la Paz! Bien, pues este proceso perfectivo de la Paz, se logra gracias a la depuración de fieles que ha provocado en la Iglesia en los últimos años esta situación generalizada de agnosticismo que vivimos las sociedades. Seamos sinceros, para ver un número significativo de personas en misa casi la tiene que oficiar el Papa en persona. De lo contrario, son cuatro fieles en cada iglesia lo que nos podemos encontrar domingo tras domingo.

Me sacó de mi profunda abstracción la voz de Don Valerio que, más fina que nunca, gritó: ¡PODÉIS IR EN PAZ! Mientras los asistentes arrancábamos hacia afuera, el Ministro besó el Altar y, tras rodearlo, hizo una inclinación profunda ante Dios Padre Todopoderoso. Segundos después desapareció tras unas cortinas hermosamente bordadas con hilos de oro.

En un corto espacio de tiempo, la iglesia pasó de una penumbra relativa a una oscuridad casi absoluta. La fiesta del Señor había terminado.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

EL DOMINGO FUI A MISA II

Una preciosa canción de órgano dio una mayor solemnidad al acto religioso, también nos llenó de alegría y nos hizo sentir el gozo del Señor por su fiesta. No sé por qué, pero cada vez que suena el órgano en una iglesia, todos los fieles miramos, primero, al techo del templo y, seguidamente, al Cristo crucificado que está en el retablo principal de la iglesia. Inclinamos ligeramente la cabeza hacia un lado y en sumo secreto pedimos a Dios que nos redima de nuestros pecados. Esto lo hacemos por si acaso, no vaya a ser que exista. ¡Qué zorracos/as!


Cuando se apagaban las últimas notas de la melodía, Don Valerio, con más pasión que nunca y con un timbre de voz casi celestial, se esmeraba en explicarnos el Santo Evangelio según San Mateo. Al parecer a San Mateo le parecía que quién temía al Señor, estaba colmado de dicha. Pues sinceramente esto, dándole la vuelta, es tanto como afirmar que el que ama al demonio está completo de gloria. No me digáis que no cabe interrogarse si esa reflexión la hizo San Mateo estando sereno, so pena de que a este apóstol le faltara un tornillo.


Cuando ya vi que la doctrina de San Mateo no me entraba ni con calzador, de nuevo me dediqué a barrer la iglesia con la mirada. Con la voz de fondo del pastor de San Esteban, abstraído en mis pensamientos, detuve mi mirada en dos imágenes que flanqueaban el Altar Mayor del templo: Jesucristo a la izquierda y la Virgen María a la derecha. Y las observé con detalle. Pude comprobar que estas dos imágenes principales de la religión católica tienen un patrón rígido en su diseño y construcción, en todas las iglesias están representados de forma idéntica. Y si me permitís, expreso aquí tan ricamente que ya me extraña a mí que así fueran a ser Jesús y María. Ya, ya.


Jesucristo es presentado siempre con los codos y las rodillas hechas un cisco y ensangrentadas, así como también un par de lágrimas de sangre en su rostro; suele aparecer amenazante, triste, lloroso, oscuro, sucio y, sobre su hermosa melena, una corona de espinas, por si era poco. De ahí que, a pesar de su cuerpo atlético, se popularizara la expresión de “estás hecho un Cristo”. No me extraña ni un pelo, menudo periplo pasó desde que arrancó con la Cruz a cuestas hasta que lo crucificaron.


Con la Virgen María, los imagineros, han tenido mucha más consideración. Esta figura aparece con un halo de divinidad; salvadora, gloriosa, clemente, alegre, limpia y compasiva. Su rostro es de sentimiento grato, aunque de piel pálida, avejentada y desnaturalizada como si fuera fumadora. Y como base suele tener una especie de nube o de trozo de cielo con varios angelitos pequeñitos asomando con el dedo índice estirado, pero sin señalar a nadie. ¿Habíais pensado en eso alguna vez? Absolutamente nadie le conoce los pies a la Virgen. Por cierto, lo contrario que con Jesucristo, que siempre que hacemos referencia a la dureza de un objeto o un alimento, nombramos tan campantes los pies de Cristo en la comparativa. ¡Cuidado que da juego a nivel coloquial esto, chacho!


Metido de lleno estaba yo en estas observaciones cuando, de repente, me devuelve al momento un toque suave en mi hombro con un cesto. Reconozco que me cogió descuidado y me supuso un mal trago, ya que cuando vemos venir la bandeja con tiempo, tenemos margen suficiente para escarbar el monedero y sacar las monedas que tenemos de color cobre. No nos engañemos, esto es así. Y además es así en todo tiempo, no está relacionado con la crisis. Tan sólo se produce una excepción: sólo se llena alegremente el cesto los días señalados para cada Virgen o para cada Cristo. Por ejemplo, si es el día de la Virgen de la Piedad, con peticiones previas de milagros o concesiones importantes, las personas interesadas, instaladas en la esperanza de que se les conceda lo pedido, sacuden el monedero y arrean algún billete. De lo contrario, lo dicho: cobre, cobre y más cobre.

lunes, 21 de noviembre de 2011

EL DOMINGO FUI A MISA I

Aunque mi última experiencia fue muy desagradable, tal cual conté en la segunda parte de mi entrada de este blog “Los bancos de la Iglesia”, llevaba tiempo tentado de volver a una iglesia. Mejor dicho de volver a la Iglesia de San Esteban de Plasencia, donde el sacerdote encargado del cuidado, instrucción y doctrina espiritual de la feligresía de ese barrio es mi cura favorito, Don Valerio.


Sin embargo, a diferencia de la vez anterior, ahora ya no sentía necesidad de buscar nada relacionado con la Fe, porque ya no creo en Dios. Simple y llanamente quería asistir a misa para seguir profundizando en mi estudio de este ritual cristiano como hecho sociológico.


Sinceramente fue una eucaristía apasionante, cargada de frases realmente preciosas y con un contenido enormemente controvertido. Reconozco que hubo momentos que me tocaron el alma.


De todos es conocido el vicio que tenían los Apóstoles de escribir cartas. Bien, pues en esta misa, para la lectura de la carta de San Pablo a los Tesalonicenses, salieron tres fieles de edad avanzada. Dos mujeres y un hombre. Bajo la atenta mirada de Don Valerio, una de las lectoras, se las tuvo tiesas con el cable del micrófono por el que iban a cantar el texto de la epístola de San Pablo. Dicho cable estaba atravesado en el último escalón de subida al púlpito y la susodicha lectora, tal vez por su edad, de manera torpe y casi ridícula, enredó su pie derecho con el cable. En ese instante, levantó el pie del suelo, hizo unos movimientos espasmódicos con él, extendió los brazos, amagó con agacharse, irguió su cuerpo, hizo un zigzag con el pie liado por el cable y tiró bruscamente del mismo hacia atrás a modo de coz dejando el cable hecho un moño en el suelo. Parecía que estaba bailando un picado salmantino, de verdad. Sus otros dos compañeros de lectura, insolidarios, permanecieron impasibles viendo cómo esta buena señora libraba su batalla con el cable para salvaguardar su crisma de un buen porrazo mañanero. Y Don Valerio permaneció atento, pero confiado de que ese entuerto terminaría bien por la buena voluntad de Dios. Don Valerio es así, es de los pocos curas que creen de verdad en Dios.


La lectura versaba sobre la obligación de la mujer de estar metida en su casa y crear un hermoso hogar para el hombre. Desde luego, menos mal que San Pablo escribió esto cuando lo escribió porque, aún a sabiendas de que pertenecía a épocas remotas, todavía daban ganas de echarse las manos a la cabeza. O salir corriendo al Juzgado de Guardia más próximo.


El templo disponía de un Altar formado por una mesa enorme de roca compacta y dura de granito, apoyada sobre dos pies del mismo material, vestida con un mantel blanco inmaculado y, sobre la misma, seis cirios en cada uno de sus extremos con un encendido eléctrico que simulaba la forma de la llama de una vela. De ambos lados, el cirio del medio, permanecía apagado. Yo sospecho que no era intencionado, sino que estaban fundidas sendas lamparitas.


Inmediatamente después de la lectura, Don Valerio, se dispuso para abandonar su asiento tras el Altar. Era el momento de comentar dicha lectura y el sacerdote sabía que tenía ante sí un papelón. Sin embargo, Don Valerio, se encargó de explicar que esa lectura hacía referencia a una sociedad primaria, donde la mujer no tenía derecho alguno y que distaba muy mucho de la sociedad actual y del ideario de la Iglesia de hoy. Me queda la duda de si algún parroquiano se habría indignado si el cura, en lugar de mostrar su rechazo y su pensamiento antinómico, hubiera reforzado el contenido de la lectura.

martes, 8 de noviembre de 2011

AIRES DE OTOÑO y III

Me saluda hoy el día con una mañana soleada, de rayos de sol que templan mi sonrisa, aunque mezclada con un aire ligero que enfría muchos sentimientos. Es uno de esos días en los que puedo oler las palabras y los silencios, y también puedo oler los días que están por llegar. Un día de estos que no buscas nada y lo encuentras todo.

Desentrañar misterios, descubrir enigmas, desatar nudos, desandar caminos sin retroceder, interpretar sonrisas, configurar gestos, imaginar palabras, sumar abrazos, sentir tristeza, respirar melancolía, regalar miradas, ocultar llantos... Todo eso es el amor, entre todos esos condimentos conjugan y cocinan el verbo amar. Y amar también es retirarse a tiempo, pero este acto es demasiado generoso para la condición humana.

Como las burbujas de agua hirviendo, que se forman en el interior del líquido pero salen a la superficie y se muestran virulentas, así quiere manifestarse hoy mi sentimiento, ponzoñoso y mordaz, ardiente. He pulverizado la bendición de mirarte y emocionarme, te has convertido en apagadora de sonrisas.

Me hubiera gustado convertirme para ti en la caricia más bella jamás dada, hubiera dado la vida por arrancarte de las garras del miedo que alguna vez sentiste a enamorarte, hubiera vendido mi alma al diablo por esperarte eternamente y convertirme en el naranjo de tu patio que sostiene tu espalda. Pero todo eso son ya palabras caídas y rotas, ahogadas en los charcos de las lluvias recibidas mientras yo te amaba locamente desde mi escondite a la par que buscaba tu conquista lenta y laboriosa. Cada vez que tenía cogido entre mis manos tu corazón, él pegaba un saltito y se perdía en la espesura de mi triste existencia, en la frondosidad de tu devastadora ausencia.

El destino se obstina en demostrarme que mi capacidad de amar está bajo palio, en una burbuja truculenta que tiene como misión lograr que el único amor de mi vida sea ya mi apesadumbrada soledad. Esto es así de duro, hay que saberlo aceptar, tengo que ser conocedor de que existen cosas que se pierden para siempre.

Viviré haciendo daño a mi propio corazón, que es quien realmente lo merece. Evitaré acercarme a patios con naranjos donde haya mujeres que leen y nunca más volveré a intentar que mis pensamientos y mis sentimientos encuentren sintonía con los de otra persona.

Prometo que mi penitencia será eterna.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

AIRES DE OTOÑO II

Amanece con llovizna, es una mañana vestida de gris. Sin embargo, a diferencia de otras veces y otras lluvias, este gris es plateado, casi brillante. Además es un día muy generoso, porque no apaga el olor a azahar que desprende el patio con naranjo en donde hay una mujer que lee. La mujer.

Me aproximo al patio empujado por la esperanza de recibir una mirada de la mujer. Me mira y justo en ese momento me sobrecoge un resplandor vivo y efímero, una ráfaga de luz intensa que se enciende y que se amengua cuando deja de mirarme. No le sorprende verme allí. Las cosas bellas son así, nunca se sorprenden de ser observadas; esto pasa porque lo bello, se sabe bello. Debo iniciar alguna maniobra de aproximación a esta linda mujer, pero reconozco que mi empresa es difícil. El naranjo luce su verde vivo, casi vehemente, ajeno a mis propósitos. Deja de llover.

Con bolígrafo de tinta verde, verde esperanza, le escribo una nota y se la dejo pegada a la verja de la puerta del patio que tiene un naranjo. Veo cómo pasa una página de su libro que, a la vez, es también como pasar una página del tiempo y una página de su vida. ¡Lo que se puede pasar en una fracción de segundo, eh! Al menos ya sabemos cuántas cosas podemos detener si no pasamos la hoja de un libro.

Esperé escondido tras un árbol para comprobar si mi mensaje había despertado su interés, si se levantaba a cogerlo y cuánto tardaba en hacerlo. Todos esos ingredientes serían buenos indicadores para evaluar yo el grado de interés que le despertaba el chico que merodeaba por su bonito patio con naranjo, el hombre misterioso que paseaba ya por las orillas engalanadas de su preciosa cara. Su reacción fue inmediata. Miró a un lado, miró a otro y cuando creyó no ser vista cogió el papel con presteza. Leyó casi nerviosa.

- “He compuesto una preciosa canción de amor. Pienso cantarla, ¿quieres ser mi corista? Y después de ser cantada, si suena bella, exploramos las posibilidades que hay de vivirla. No digas nada, si tu respuesta es afirmativa mira al cielo, que Dios mandará un angelito para que me avise”.

Miró al cielo. Sonrió. Soñó. Despertó. Volvió a mirar al cielo por si antes no habían captado allí su mensaje.

Observé en silencio y, contra mi voluntad, marché con la satisfacción de haber ganado mi primera batalla. El amor es así de zorro, un encuentro casual avanza por dónde él quiere y hace creer a los protagonistas que son ellos los que ganan, los que vencen batallas. El amor, a veces, hace creer a las personas que se enamoran y luego resulta ser que es todo mentira, que se trata de una falsa sensación. Desde aquí le pido al amor que se manifieste con sinceridad, por favor. Que no engañe a seres inocentes, porque puede hacer mucho, muchísimo daño.

La mujer que habitualmente lee sentada en el patio que tiene un naranjo ya no va directamente a tomar su asiento junto al tronco del naranjo. Ahora mira impaciente hacia un lado y hacia otro de la calle, aunque tras la verja de entrada al patio. Yo sigo observándola desde mi escondite, para terminar de verificar que mi conquista será un triunfo seguro.


Vista de espaldas, cuando camina, tiene unas formas realmente preciosas. Me encantan sus pasos, ojalá un día vengan a mi encuentro y también ojalá ese día ya caminen siempre junto a mí. Eso sí, debo de tener paciencia, porque una mujer especial nunca tiene prisa. Un hombre ordinario, sí.

De nuevo aparece la lluvia.