Existen diferentes momentos del ritual que son acompañados de canciones: el inicio de la misa, el comentado paso de la bandeja, cuando se toma la Comunión, etc. Los cánticos dan un toque especial a la eucaristía, tratan de simbolizar la alegría de acompañar al Altísimo y agasajarle con nuestros bienes y nuestra presencia. Tienen un significado especial y crean un estado emocional muy preciso acorde al contexto y a la dignidad de a quién van dirigidos.
Siguió la liturgia con Don Valerio afirmando que la Iglesia Salesiana precisa de miembros activos, apóstoles en la tierra, testigos de Jesús; que necesita, en definitiva, una congregación extensa de devotos que sepan amarla, respetarla, mimarla... Y terminó aseverando que cuando esto suceda y nos pongamos a ello como humildes siervos del Todopoderoso, entonces, la alegría del Señor, llegará como ladrón en la noche. Seguido de tanta palabra bella y sentida, a media voz, Don Valerio, nos invitó a darnos fraternalmente la Paz. Y en un último suspiro, casi exhausto, estiró sus morros hasta los topes e inició una canción.
Juuuntooosssss como hermaaaanooss...
Ya sabéis, las canciones de la iglesia, son iniciadas por el cura, pero luego él se queda en silencio para preparar las vinajeras y consagrar la hostia guardada en la patena. Evidentemente, en un primer momento, esto es seguido de un barullo de voces desordenadas, desacompasadas y casi confusas; hasta que por fin los timbres femeninos se van apoderando de la canción y logran una situación plana de la misma, cantada ya de una manera decente. En ese momento os ruego que prestéis atención a las caras de las beatas, sienten una rara sensación de alegría interior, palpan la excelsa majestad de cantarle en directo ni más ni menos que a Dios. ¡Ahí es nada!
Tras este último pasaje del Oficio, se me abrió un doble frente: por un lado, medité un rato acerca de las letras de las canciones de la misa; y por otro, la forma en que varias señoras y algún señor me daban la Paz, me hizo reflexionar sobre este hecho.
Mientras el personal recibía la Sagrada Comunión, en lo tocante a las letras de las canciones, tras una revisión mental a varias, pude comprobar que la mayoría de ellas tratan sobre la mala calaña del ser humano, su maldad con el prójimo y también de la porrada de pecados que cada uno atesoramos. Evidentemente nos informan también sobre la infinita bondad de Dios, su capacidad de perdonar y su grado de compasión con sus siervos, a pesar de lo tremendamente malotes que somos todos y todas. Probablemente en el Juicio Final no sea tan benévolo, imagino yo. Y esto es así, porque a todo el mundo se le hinchan las narices ante los fallos reiterados de los demás, por tanto, no iba a ser menos Dios. Él venga a perdonar, y la humanidad, como moscas a la miel, tirándonos en picado al pecado. ¡Es que de verdad, ya está bien, por favor! Desde luego hay que reconocerlo, si provenimos del barro y de la costilla de Adán, ambos elementos llevaban veneno, ¡joder! También se podía llegar a pensar que Dios era todo un experto en crear mounstruitos/as.
Y ahora vamos con otro asunto capital: darse la Paz. ¡Francamente quién nos ha visto y quién nos ve dándonos la Paz! Esta acción ha sufrido un proceso de perfeccionamiento desde la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días que ha modificado sustancialmente todo lo establecido. El Señor estará como un corcho, vamos; más contento que unas castañuelas veo yo a Dios observando este momento en cualquier Iglesia, de verdad. Ha sido un cambio notablemente principal. Como aquel que dice, hemos pasado de “chocarnos los cinco” a darnos con carácter esencial la Paz; hemos transitado del mero contacto epitelial al sentimiento apostólico y espiritual que este acto requiere. ¡Rediós con la Paz! Bien, pues este proceso perfectivo de la Paz, se logra gracias a la depuración de fieles que ha provocado en la Iglesia en los últimos años esta situación generalizada de agnosticismo que vivimos las sociedades. Seamos sinceros, para ver un número significativo de personas en misa casi la tiene que oficiar el Papa en persona. De lo contrario, son cuatro fieles en cada iglesia lo que nos podemos encontrar domingo tras domingo.
Me sacó de mi profunda abstracción la voz de Don Valerio que, más fina que nunca, gritó: ¡PODÉIS IR EN PAZ! Mientras los asistentes arrancábamos hacia afuera, el Ministro besó el Altar y, tras rodearlo, hizo una inclinación profunda ante Dios Padre Todopoderoso. Segundos después desapareció tras unas cortinas hermosamente bordadas con hilos de oro.
En un corto espacio de tiempo, la iglesia pasó de una penumbra relativa a una oscuridad casi absoluta. La fiesta del Señor había terminado.