Diego “el cojo”, natural del mundo y residente en Nuñomoral.
Fue el último hojalatero de las Hurdes: candiles, vasijas, calderos… un abultado elenco de objetos y adornos que lo hacen presente y eterno en infinidad de hogares no sólo de Extremadura, sino de toda España.
De cuerpo enjuto y piel curtida, adobada, aderezada, endurecida y tostada por todos los agentes climatológicos que existen. De verbo fácil y fluido, pero tosco, sin pulimento alguno y naturalmente basto; a veces, rayano a lo grosero. Tenía un repertorio repetitivo, con una expresión verbal de velocidad notable y chiste fácil y desfasado: ¡Me cagüen la vi… llorando! Tú, cabeza pito, ¿qué haces ahí? Y tú no te rías, cabeza mortero; ¿a que no sabes en qué vuelta se echa el perro?… y una sucesión de lindezas más que, sin ser yo el responsable, sinceramente me ruboriza el simple hecho de escribirlas.
Era un personaje realmente excepcional, único, singular, peculiar donde los haya. No he visto un ser humano similar en mi vida, ni creo que exista en todo el globo terráqueo alguien que se le asemeje. Cualquier cosa que se pudiera calificar como rara, excéntrica, extravagante, infrecuente e inusual, formaba parte de él casi de manera estructural, innata; de su condición como persona, de sus naturales y personalísimas formas de expresión y proyección.
Era, evidentemente, cojo, su pie derecho estaba como partido en dos, parecía como si le hubieran pegado un hachazo en el centro del empeine pero sin llegar a seccionar de manera completa. Tenía una cojera de estas que se dice que cuando caminaba metía la oreja en un charco, con una inclinación lateral tal vez excesiva pero con cierta elegancia, sin llegar al movimiento violento, aparatoso. Digamos que, si te lo encontrabas de frente en un camino estrecho, para cruzarte con él, debías calcular el tempo de su cojera para que al pasar a su altura no te pegara un cabezazo en el hombro.
Tan pintoresco como en su vida, era en su vestimenta. Siempre utilizaba botas de lona, pantalones de tergal oscuros para no andar lavando mucho y camisas con un sinfín de cualidades plásticas: todas las flores del mundo, muñequitos de colores, motivos hawaianos, vírgenes y cristos, lazos, etc. Y sobre la camisa jamás fallaba un chaleco de los muchos que tenía y todos a cual más extravagante: de cuero negro, de ante marrón… y uno que era su preferido compuesto de trapos de todos los colores hilados finamente entre sí, era como un remiendo encadenado o un remiendo de remiendos. Toda la ropa procedía de Ceuta, era allí donde adquiría todos los relicarios descritos. Y él lo contaba dándose prestigio y autoelevando su posición social, sin complejo alguno.
Y como objetos de adorno personal, utilizaba bisutería de elaboración propia, como buen artesano. Llevaba, como elementos imprescindibles, colgados de su cuello, un par de collares que llamaban más la atención que una perla preciosa de valor incalculable. El objetivo de llamar la atención y lucirse lo conseguía con una efectividad asombrosa, al fin y al cabo para eso es un adorno, ¿no? Uno de los collares consistía en una cuerda delgada de cáñamo (de guita, como se conocía en Nuñomoral) cargada hasta los topes de alfileres metálicos de diferentes tamaños; y otro, consistía en otra cuerda del mismo material que la anterior, pero atestada de cestitas hechas de pipos de aceitunas, de las que se comía cada tarde sentado en la fuente de la puerta de su casa, en el mítico barrio de Nuñomoral denominado “El Encinar”.
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