Como toda tradición, la dieta de los Azarones, tenía sus partidarios y sus detractores. Este hecho, en nuestro pueblo, era muy importante, por el tremendo respeto que profesábamos a nuestros mayores. Quiere esto decir que cuando te ibas a zampar unos Azarones, mirabas antes a tu alrededor no sea que hubiera alguien que desaprobara la ingesta de esa hierba y te jodiera la merienda. Viene a mi memoria un recuerdo de color amarillo ya, pero muy ilustrativo sobre lo que acabo de contar. En cierta ocasión estaba la Cipriana, nieta de la tía Juanina, la Zopenca, en las inmediaciones de la fuente de la Espinera buscando unos Azarones, para comer un bocáu, como decía ella. Y resulta que una vez que fue haciendo acopio de los mismos, sin machar con sal ni más demoras, debido al hambre, empezó a comerlos con fruición y la pilló la tía Rosa, que era un señora muy refinada que le parecía una imprudencia que se comieran hierbajos desconocidos, cuyas propiedades no estaban demostradas.
- ¡¡Mal rayu te ehpeaci ehquerosa, pehquerona!! ¿Pa qué coñuh comih esu? –Le soltó a bocajarro a la Cipriana nada más sorprenderla comiendo Azarones.
- M`obriga, m`obriga, ta Rosa, ta Rosa. –Constetaba la Cipriana avergonzada, bajando la cabeza.
- ¡¡Turnia te queih, dehgraciá; pahmau se te quei el gaznati!! -Farfullaba la tía Rosa mientras continuaba su camino.
Partíamos hacia el pueblo al final de la tarde, casi oscureciendo. Cuando nos íbamos aproximando se divisaban las luces amarillas, que conferían al pueblo un aspecto lúgubre, pálido; y también veíamos los brillos plateados del río producidos por el reflejo de la luna.
Y allí, en las estribaciones del pico de la Gineta, las calles de Cerezal nos iban acogiendo a todos y a todas entre resuellos de macho, berridos de cabra y saltos de chivo. Esa tarde se habían vivido aventuras irrepetibles en la Morocona, en el Gamillón, en la Vega Larga, en el Valle de la Mielra, en el Molinito y en el Sestil de la Ró Güey.
Pasábamos por casa, dábamos novedades sobre la tarde y el comportamiento del ganado y de nuevo nos largábamos, estirando las horas lo que podíamos, para jugar al escondite, al bote – bote, al tresnavío (Tres Navíos), a los orinalitos, etc. hasta que las voces de nuestras madres rompían el silencio de la noche para indicarnos que era la hora de regresar a casa y acostarnos.