viernes, 31 de agosto de 2012

ENTRAGO PUNTO CERO II

Automáticamente motivado por mi objetivo, me apresuré a entrar en el pueblo y recorrer algunas de sus calles. Hice un recorrido lento y pausado, disfrutando de imágenes divinas combinadas con rayos de luz y poesía; y de olores sedosos portados por aires que corrían encallejonados por las estrechuras laberínticas que conformaban la cercanía de las casas.


Me dirigí directamente a un restaurante llamado “Peña Sobia”, nombre puesto en honor a una de las rocas que circundaban el pueblo. Ya en la puerta, recordé cómo fue la primera vez que llegué hasta allí. Estaba leyendo el menú escrito en una pizarra abierta en tijera que había en la acera, y un señor me dijo desde el otro lado de la calzada:

- Si ties pensáu comer ende, aportunar que quies faelo na terraza trasera.

Miré sorprendido y vi un hombre sentado en una silla con el respaldo de la misma del revés, tenía sus brazos cruzados y apoyados en dicho respaldo y su barbilla pegada a los mismos. Su mirada estaba cargada de bondad y su sonrisa era abierta y amable. Su edad rondaría los sesenta y siete o sesenta y ocho años.

- ¿Qué? Ah, ¿detrás hay una terracita? Muchas gracias, comeré en ella, si tengo mesa.

Este año, sin embargo y curiosamente, no había ningún lugareño en la puerta del restaurante. Sin leer menú, entré al local y, con experiencia y determinación, pregunté al dueño si tenía espacio para comer en la terraza.

- Sí que lo hay, pero, ¿y si llueve?
- Bueno, me arriesgo.
- Vale, pase.

La terraza con más encanto no sólo de España, sino del mundo. Suficiente, acogedora, rústica, sencilla, simple, encantadora… paraíso de la quietud, la serenidad, la calma, la tranquilidad.


Tomé asiento y un hilo de voz salió de ningún sitio diciéndome que ya mismo me atendían. Me recosté sobre el respaldo de la silla y cerré los ojos un momento, mientras escuchaba el concierto que el sonido del agua del río me ofrecía a su paso, una composición musical titulada “El encanto de la vida simple”, un allegretto en Fa mayor que ensanchaba mi corazón.

- Bonos díes, ¿digo yel menú? – me despertó una voz fina, cansada, pero alegre y de precioso timbre.

Era ella, Amelia, una señora cercana a los setenta años que me atendió el año anterior y que era una de las personas que yo deseaba volver a encontrar.

- Sí, por favor. Muchas gracias – contesté mientras le sonreía.

Trabajaba con una dignidad envidiable. Reconozco que ardía en deseo de entablar con ella algún tipo de conversación que fuera más allá de lo gastronómico. Y ella se encargó de elevar mi ilusión a cotas tan altas como las cordilleras que paraban el mundo antes de que este llegara hasta nosotros.

- De primeru, arroz con salchiches y güevos frites; y de segundu, picadiellu de gochu con pataques frites. – me cantó el menú del día.
- ¿No hay fabada? – pregunté confiado.
- Ay, siéntolu, pero güei nun fiximos – contestó lamentándose.
- No hay problema, el menú que me ha relatado está bien – le dije con una sonrisa intentando calmar su lamento.

Justo cuando fue a darse la vuelta, a medio giro, con su peculiar forma y su mirada medio apagada, me desarmó con una afirmación absolutamente inesperada para mí.

- La so cara resultame conocida, la recuerdu. Tieni usted unos ojos de un azul intenso, una mirada difícil de olvidar.

No pude articular palabra, claro. ¿Qué decirle a una mujer que me había robado literalmente las palabras? ¿Se las devolvía? ¿Buscaba la originalidad aún a costa de inventar o mentir?

- Gra… Yo… Gracias. Yo también la recuerdo, estuve comiendo aquí hace poco más de un año y me sirvió usted –le contesté mientras terminaba de asimilar sus palabras.
- ¿De dónde vien, de Uviéu? –volvió a interrogarme.
- ¡Huy, qué va! Vengo de muy lejos, de Cáceres. De una zona similar a esta, soy de un pueblo que se llama Nuñomoral – me explayé ya más relajado.

Sin decirme una palabra más fue a buscar mi comida.

jueves, 30 de agosto de 2012

ENTRAGO PUNTO CERO I

En alguna ocasión he apuntado que el destino es muy astuto y taimado, incluso bellaco. El destino nos lleva donde él quiere y nos hace creer que somos nosotros los que elegimos llegar hasta allí. Mi destino me llevó hasta Asturias para recorrer, por segunda vez, una ruta de bicicleta llamada “La senda del Oso”. Este itinerario comienza en Trubia, población y parroquia del concejo de Oviedo, capital del Principado de Asturias. Y termina en la exquisita y primorosa población de Entrago que es, a su vez, donde se sitúa esta entrada de blog.


Entrago es un pueblo del concejo asturiano de Teverga. Es un lugar privilegiado ubicado entre dos impresionantes alabastros de caliza, rodeado de bosques autóctonos múltiples y diversos y origen de la formación del río Teverga.


Había pasado poco más de un año de la primera vez que hice esta vía verde con mi bicicleta y, curiosamente, a pesar del precioso e inigualable espacio natural que me rodeaba, en mi memoria quedaron grabados a fuego los rostros de cuatro personas que por su expresión facial, sus sonrisas, su alegría vital y sus miradas no casuales no me dejaron indiferente.

A medida que me acercaba a Entrago, mi ilusión iba creciendo con la alta probabilidad de volver a ver a aquellas personas. Y el pedaleo se tornaba más ligero, a pesar del cansancio. Desde luego, no es nada fácil ver la vida representada en el rostro de cuatro personas. Es difícil ver la vida. La vida tiene un poder extraordinario, es como una bruja. La vida está ahí, pero no se deja ver, es como una luz intensa que, en lugar de iluminar tu camino, te ciega. La vida es dulce y salado, miel y hiel, risa y llanto, cima y hoyo, blanco y negro, amor y desamor, victoria y derrota… tú y yo.

A la entrada del pueblo paré para observar un plano situacional de la ruta que estaba terminando, pero pronto fijé mi atención en cosas mucho más interesantes, más profundas… o, cuando menos, más humanas.



Miré un horizonte compuesto por la inmensidad y la ferocidad de las montañas, que me devolvió una dimensión exacta de mi ser. Allí, insignificante, armonicé mi sentido propioceptivo con el sonido del silencio. Todo era alto, inabarcable, inalcanzable, como las ilusiones; precioso, como las sonrisas limpias que se nos regalan; mágico, como la mirada de la persona que amas; melodioso, como la vibración elástica que produce el sonido de tu nombre cuando lo pronuncia la mujer que te quiere; colorido, como la sensación interior que te produjo el abrazo de un amor que jamás pudiste olvidar…

Con mi actitud ataqué la raíz misma de mi fragilidad y esto aumentó mis ganas de llegar a Entrago e intentar conseguir mi deseo de encontrarme de nuevo con las cuatro personas que el año anterior habían dejado en mi interior una huella difícil de borrar.