Automáticamente motivado por mi objetivo, me apresuré a entrar en el pueblo y recorrer algunas de sus calles. Hice un recorrido lento y pausado, disfrutando de imágenes divinas combinadas con rayos de luz y poesía; y de olores sedosos portados por aires que corrían encallejonados por las estrechuras laberínticas que conformaban la cercanía de las casas.
Me dirigí directamente a un restaurante llamado “Peña Sobia”, nombre puesto en honor a una de las rocas que circundaban el pueblo. Ya en la puerta, recordé cómo fue la primera vez que llegué hasta allí. Estaba leyendo el menú escrito en una pizarra abierta en tijera que había en la acera, y un señor me dijo desde el otro lado de la calzada:
- Si ties pensáu comer ende, aportunar que quies faelo na terraza trasera.
Miré sorprendido y vi un hombre sentado en una silla con el respaldo de la misma del revés, tenía sus brazos cruzados y apoyados en dicho respaldo y su barbilla pegada a los mismos. Su mirada estaba cargada de bondad y su sonrisa era abierta y amable. Su edad rondaría los sesenta y siete o sesenta y ocho años.
- ¿Qué? Ah, ¿detrás hay una terracita? Muchas gracias, comeré en ella, si tengo mesa.
Este año, sin embargo y curiosamente, no había ningún lugareño en la puerta del restaurante. Sin leer menú, entré al local y, con experiencia y determinación, pregunté al dueño si tenía espacio para comer en la terraza.
- Sí que lo hay, pero, ¿y si llueve?
- Bueno, me arriesgo.
- Vale, pase.
La terraza con más encanto no sólo de España, sino del mundo. Suficiente, acogedora, rústica, sencilla, simple, encantadora… paraíso de la quietud, la serenidad, la calma, la tranquilidad.
Tomé asiento y un hilo de voz salió de ningún sitio diciéndome que ya mismo me atendían. Me recosté sobre el respaldo de la silla y cerré los ojos un momento, mientras escuchaba el concierto que el sonido del agua del río me ofrecía a su paso, una composición musical titulada “El encanto de la vida simple”, un allegretto en Fa mayor que ensanchaba mi corazón.
- Bonos díes, ¿digo yel menú? – me despertó una voz fina, cansada, pero alegre y de precioso timbre.
Era ella, Amelia, una señora cercana a los setenta años que me atendió el año anterior y que era una de las personas que yo deseaba volver a encontrar.
- Sí, por favor. Muchas gracias – contesté mientras le sonreía.
Trabajaba con una dignidad envidiable. Reconozco que ardía en deseo de entablar con ella algún tipo de conversación que fuera más allá de lo gastronómico. Y ella se encargó de elevar mi ilusión a cotas tan altas como las cordilleras que paraban el mundo antes de que este llegara hasta nosotros.
- De primeru, arroz con salchiches y güevos frites; y de segundu, picadiellu de gochu con pataques frites. – me cantó el menú del día.
- ¿No hay fabada? – pregunté confiado.
- Ay, siéntolu, pero güei nun fiximos – contestó lamentándose.
- No hay problema, el menú que me ha relatado está bien – le dije con una sonrisa intentando calmar su lamento.
Justo cuando fue a darse la vuelta, a medio giro, con su peculiar forma y su mirada medio apagada, me desarmó con una afirmación absolutamente inesperada para mí.
- La so cara resultame conocida, la recuerdu. Tieni usted unos ojos de un azul intenso, una mirada difícil de olvidar.
No pude articular palabra, claro. ¿Qué decirle a una mujer que me había robado literalmente las palabras? ¿Se las devolvía? ¿Buscaba la originalidad aún a costa de inventar o mentir?
- Gra… Yo… Gracias. Yo también la recuerdo, estuve comiendo aquí hace poco más de un año y me sirvió usted –le contesté mientras terminaba de asimilar sus palabras.
- ¿De dónde vien, de Uviéu? –volvió a interrogarme.
- ¡Huy, qué va! Vengo de muy lejos, de Cáceres. De una zona similar a esta, soy de un pueblo que se llama Nuñomoral – me explayé ya más relajado.
Sin decirme una palabra más fue a buscar mi comida.