En alguna ocasión he apuntado que el destino es muy astuto y taimado, incluso bellaco. El destino nos lleva donde él quiere y nos hace creer que somos nosotros los que elegimos llegar hasta allí. Mi destino me llevó hasta Asturias para recorrer, por segunda vez, una ruta de bicicleta llamada “La senda del Oso”. Este itinerario comienza en Trubia, población y parroquia del concejo de Oviedo, capital del Principado de Asturias. Y termina en la exquisita y primorosa población de Entrago que es, a su vez, donde se sitúa esta entrada de blog.
Entrago es un pueblo del concejo asturiano de Teverga. Es un lugar privilegiado ubicado entre dos impresionantes alabastros de caliza, rodeado de bosques autóctonos múltiples y diversos y origen de la formación del río Teverga.
Había pasado poco más de un año de la primera vez que hice esta vía verde con mi bicicleta y, curiosamente, a pesar del precioso e inigualable espacio natural que me rodeaba, en mi memoria quedaron grabados a fuego los rostros de cuatro personas que por su expresión facial, sus sonrisas, su alegría vital y sus miradas no casuales no me dejaron indiferente.
A medida que me acercaba a Entrago, mi ilusión iba creciendo con la alta probabilidad de volver a ver a aquellas personas. Y el pedaleo se tornaba más ligero, a pesar del cansancio. Desde luego, no es nada fácil ver la vida representada en el rostro de cuatro personas. Es difícil ver la vida. La vida tiene un poder extraordinario, es como una bruja. La vida está ahí, pero no se deja ver, es como una luz intensa que, en lugar de iluminar tu camino, te ciega. La vida es dulce y salado, miel y hiel, risa y llanto, cima y hoyo, blanco y negro, amor y desamor, victoria y derrota… tú y yo.
A la entrada del pueblo paré para observar un plano situacional de la ruta que estaba terminando, pero pronto fijé mi atención en cosas mucho más interesantes, más profundas… o, cuando menos, más humanas.
Miré un horizonte compuesto por la inmensidad y la ferocidad de las montañas, que me devolvió una dimensión exacta de mi ser. Allí, insignificante, armonicé mi sentido propioceptivo con el sonido del silencio. Todo era alto, inabarcable, inalcanzable, como las ilusiones; precioso, como las sonrisas limpias que se nos regalan; mágico, como la mirada de la persona que amas; melodioso, como la vibración elástica que produce el sonido de tu nombre cuando lo pronuncia la mujer que te quiere; colorido, como la sensación interior que te produjo el abrazo de un amor que jamás pudiste olvidar…
Con mi actitud ataqué la raíz misma de mi fragilidad y esto aumentó mis ganas de llegar a Entrago e intentar conseguir mi deseo de encontrarme de nuevo con las cuatro personas que el año anterior habían dejado en mi interior una huella difícil de borrar.
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