Desconcierto, movimientos de cuello, barridos de vista de distintos planos... Y aparece un hombre de unos sesenta años montado en una moto que, francamente, era una representación viva de la España de Paco Martínez Soria. De verdad, ambos, la moto y él, eran a cual más de primarios. Allí, en pleno Alcorcón, a escasa distancia del Paseo de la Castellana, a la sazón la arteria principal de este país tan moderno y avanzado que estuvo a punto de convertir el G7 en G8; junto a las torres KIO, el símbolo más fehaciente de los delirios de grandeza y de la cultura del pelotazo; allí, decía, se nos cayeron los palos del sombrajo a todos los presentes ante una imagen dantesca que era algo más que una estampa cómica de la España de platillo y pandereta. Sinceramente, fue como un espejo que nos recolocó a todos en nuestro sitio, nos ancló los pies en tierra firme y nos duchó con el agua fría de la humildad.
Los dos hombres que charlaban junto a mí, tras unas breves risas, continuaron con su asimétrica conversación, pero ya no les hice caso porque no quería perder ripio alguno de aquella fotografía en movimiento. Y me desplacé hasta la acera para observar con mejores garantías la unión del hombre y de la máquina, cuerpos simbióticos de distinta materia que caminaban hacia un infinito desconocido...
Francamente, aquel hombre con su moto era la representación viva de distintos paréntesis históricos: por un lado, el hombre, último residuo del neolítico; y por otro, la máquina, primer indicio de la inmensidad que supondría para Europa ni más ni menos que la Revolución Industrial. No exagero, en serio.
Que el Altísimo me remita la deuda y la ofensa si peco contando esto, pero la moto era una Mobilette Campera de aquellas que había que dejarse el alma a pedalazos para arrancarlas, color naranja, con un par de espejos rectangulares de 14 x 8 colocados en apaisado a cada lado del manillar que aquello tenía que tener una panorámica retrospectiva de Madrid que ya la quisiera para sí Antonio López, para sus pinturas de paisajes urbanos de la capital. No sé si las recordáis, pero a mis cuarenta y tres años yo llevaba sin ver un ciclomotor de esas características por lo menos del orden de treinta y ocho años, sin exagerar. La última que vi de este modelo era propiedad de Angel el Patillas, ilustre ciudadano de la alquería de Asegur, Municipio de Nuñomoral, siendo yo muy pequeño.
Empezando por la parte trasera, la moto, tenía una estructura tubular plateada, de estas que tienen dos resortes semiesféricos hacia arriba para atenazar la escasa carga que podía portar. Recuerdo que para activar ese rudimentario sistema había que estirar brutalmente hacia atrás del primer resorte, se ponía la carga y se soltaba para que hiciera presión con el segundo resorte. Bien, pues sobre ese portaequipaje, este señor llevaba un cubo de cinc colgando a cada lado, ambos como un tizón (estaban de coceli a loh cerduh, que dirían en mi pueblo), y en la parte superior una caja de varillas de aquellas de la gaseosa Molina, no sé si la recordáis, la única que le hacía un poco de sombra a La Casera, pero con algo menos de gas. Dentro de cada cubo llevaba varios sacos de plástico arrugados y algunos trapos; y la caja de varillas la llevaba tapada con un saco de hilo de aquellos marrones, como de rafia, atado en los bordes con una cuerda negra. ¿Qué coños llevaría dentro, Señor?
El asiento tenía un forro como de plástico duro, parecido al caucho, y lo llevaba agujereado por varios sitios.
Y sobre el asiento un hombre alto y flaco, de facciones menudas, barbicano y de hechura de canuto de gran longitud y de escaso grosor. El cenceño caballero iba ataviado con unas botas de goma verdes, posadas sobre los pedales de la Mobilette; unos pantalones de tergal grises, tremendamente sucios, llenos de manchas; una camisa de cuadritos en tonos rojos y sobre ella (¡con el calor que hacía!) un jersey de pico azul oscuro que parecía que era su propia piel. Y como no llevaba casco (¡¡toma ya!!) pude ver su cabeza, que tenía un diámetro poco más grande que el de una cabeza de ajo, así de claro. Tenía un corte de pelo rapado que le dibujaba perfectamente la forma de su cráneo, era un pelo pétreo, bien morenito, parecía como si estuviera pintado con un rotulador negro sobre su cabeza.
Sinceramente, después de ver esta estampa capitalina, se le quitan a uno hasta las formas de andar, que diría un pobre e inculto zoquete de mirada tierna. Y no por la representación viva de los Santos Inocentes del hombre y la moto, sino por el significado que eso hubiera tenido en otro contexto y visionado por otras personas.
En definitiva, reivindico el progreso uniforme y paralelo de todas las regiones y naciones de España, reclamo también que todos asumamos el mismo grado de catetez o palurdez independientemente de la zona en que vivamos y, en definitiva, pido con derecho a que tengamos plenamente presente que en todos los seres humanos coexisten por doble las virtudes y las vilezas: todos somos buenos y malos, honestos y deshonestos, roñosos y generosos, pesimistas y optimistas,…
Desde luego que si en aquel momento hubiera resucitado Buñuel y hubiera presenciado la imagen del hombre y la moto, perfectamente podría haber pensado que a raíz de su muerte el mundo habría quedado congelado.
Y, dicho sea de paso, su visión cósmica se hubiera abierto exponencialmente.