Tal
cual afirmó el filósofo vallisoletano Julián Marías, la esperanza es un
requisito imprescindible para la supervivencia humana.
La
enfermedad se puede considerar como la guadaña del orgullo y la soberbia, como
el pesado elemento que nos ancla los pies a la tierra; nos muestra cuán
vulnerables y débiles somos y nos recuerda que fuera de los principios básicos
de la interacción y la relación humana todo es notablemente fugaz.
Una
enfermedad irreversible es una pasarela sin retorno hacia la muerte; un viaje
penoso que no se le cuenta a nadie; un tránsito vital de desconexión, de
retirada; es la realidad más palpable y fehaciente de cómo se disuelve nuestra
condición humana; es un adiós anticipado a veces largo y siempre muy triste.
Y es
ahí donde entra en juego el aserto anteriormente mencionado de Julián Marías:
tanto el enfermo como sus familiares se aferran a la esperanza del milagro.
Realmente es el único camino posible, cuando el retorno a estados o condiciones
anteriores es ya imposible. Sin embargo,
las tropas letales de la obstinada realidad siempre vencen y terminan
imponiéndose a la perpetua recurrente espiritualidad.
- Fíjati,
Tivi, cúmu me lo han dejau, eh una pena. Y menuh mal que ehtuvimuh pendientih
la mi hija y yo, que si no terminan matándumilu. A vecih, loh médicuh son unuh
carniceruh –se explicaba atropelladamente contándome con rabia e impotencia el
estado de su marido. Oyi –continuó-, que
muchísimah graciah por vení, eh, que esa eh otra jolinih, pasa mucha genti del
pueblu por la puerta y nadii para a velu, se crein que porqui haya perdíu la
razón deja de ser una persona. ¡Y eso no eh así coñu!
- Bueno
mujer, cálmate. No todo el mundo tiene la suerte de descubrir el enorme placer
de acompañar, de darse a los demás – le dije con voz pausada.
Cuando
existe una relación afectiva máxima con la persona enferma, en sus primeros estadios nunca aceptamos la
enfermedad, tratamos de evadir la realidad o bien negándola o buscando un chivo
expiatorio que sea el culpable de todos nuestros males. Es una necesidad humana
fundamental que nos ayuda a encajar una situación de vida inasumible.
- Ya
te digu, ahora lo tengu yo bien cuidau. Lo únicu que no puedih hablá con él ni
ná, porque él no se entera ya de naíta – siguió lamentándose.
- Pero
en eso no estoy de acuerdo, ni mucho menos. Tienes que hablar con él y mucho –
le rebatí.
- Buenu,
le ponih la tele y vez en cuandu le dicih alguna cosina, pero pa ná, él no se
da cuenta maldita de lo que le digah – aseguró.
- No
necesita comprender el contenido de una conversación, su significado; pero sí
necesita escuchar la voz de la persona que él eligió para compartir su vida,
que eres tú. Y también la de sus hijos. Juntos le creáis todo su universo
sensorial, porque vosotros sois lo que más ama él – incidí en mi idea.
- ¡¡Ohhhh,
míralu qué cosah dici!! – exclamó sonriendo.
Una
de las cualidades básicas y de los valores esenciales de las personas que
cuidan enfermos es la capacidad que tienen para desarrollar su generosidad sin
testigos, sin apropiarse de nada ni de nadie, sino simplemente dándose a fondo
perdido, dejando su alma a la sombra y restando vida al final de cada día con
suspiros de tristeza que se evaporan en el aire cargados de secretos.
- Eh
una pena veluh así, hay diah mu maluh y eh todu mu trihti, de verdad – sollozó.
- Ellos
aprenden a recibir, agradecen mucho cada gesto de entrega que reciben. La tarea
de dar te corresponde ahora a ti – le dije apretando un poco su brazo.
Miré
al enfermo una última vez y sentí que mi presencia allí debía de concluir.
Hacía movimientos extraños con su cabeza intentando buscar horizontes pasados
con una mirada totalmente perdida, como si estuviera ensayando el baile de una
danza lenta titulada “La senda hacia el más allá”.
Subido
ya en mi moto, antes de ponerme el casco, miré de nuevo a esa apesadumbrada
mujer y le dije:
- Recuerda,
háblale mucho a solas, recuérdale que lo quieres mucho, que siempre estarás con
él y que nunca lo olvidaras. Las palabras no aparecen en las radiografías, pero
dejan marcas indelebles que refuerzan exponencialmente el vínculo emocional –
sentencié.
Y
marché integrando en mi historia personal todas las vivencias de esa mañana,
prometiéndome a mí mismo que cada día trabajaría más la lejana virtud de la
humildad.