En
España gusta ir de putas mucho más de lo que parece. Existe, aunque
generalmente oculta, una fuerte pasión por las putas y su mundo en este país.
Son muchos los hombres que, por razones circunstanciales, por contexto y por
una potente culturización eclesiástica que hace imperar a niveles casi
mundiales una ética determinada, no han ido nunca, pero les encantaría correrse
una noche de putas.
Ciudad
Rodrigo es una localidad perteneciente a la provincia de Salamanca, ubicada en
la zona Sur de la Comunidad Autónoma de Castilla y León. Esta población
castellana, debido a su proximidad geográfica con los municipios extremeños de
Hurdes Altas, se ha constituido históricamente como un referente comercial para
todos los hurdanos de Nuñomoral, Ladrillar y Casares de las Hurdes. Sin obviar,
por supuesto, los lazos emocionales de primer orden que esta relación ha
forjado entre los ciudadanos de ambos lugares a lo largo del tiempo.
Aprovechando
mi estancia en Nuñomoral durante las fiestas de Navidad, mis padres me pidieron
que los acercara a Ciudad Rodrigo para resolver unos asuntos y también para que
mi padre se cortara el pelo, ya que él lleva yendo a la misma peluquería toda
la vida.
Mientras
mi madre hacía unas compras en el mercado de abastos, mi padre y yo la esperamos
en la acera del aparcamiento de dicho mercado, al solecito flojo pero
placentero de diciembre.
Los
habitantes de la Castilla profunda, la más rural, dicho con todos los respetos,
en sus formas, han evolucionado muy poco. Es fácil encontrar en Ciudad Rodrigo
los martes de mercado personas bastante primarias con pintas de aldeanos con
escaso o nulo progreso cultural. Gentes que conservan costumbres atávicas en
sus formas de vida y también en su interacción con el resto del mundo. Eso sí,
gentes sin complejo alguno y muy fieles a sí mismos, a sus tradiciones y a sus
configuraciones personales. Francamente, esto los hace grandes.
La
misma ciudad, en su estructura, proyecta una imagen ambivalente que va desde el
fascinante encuadre cuidado de su área medieval, pasando por sus barrios nuevos con vocación de modernos, hasta las
zonas más originarias y arquitectónicamente más deprimidas. Mezcla comercios
modernos con otros realmente decadentes y con unos nombres, cuando menos,
curiosos, por no decir ridículos: “Electrodomésticos Satur”, “Bar Hollywood”,
“Pastelería Tere”, “Piensos Lorenzo”, etc… No nos engañemos, esto en un Madrid
o un Barcelona sería impensable.
Bien,
pues como decía, mientras esperaba con mi padre a que mi madre regresara de sus
compras, apareció en el parking del mercado un hombre en un viejo Renault 4 de
color amarillo (para los que sois de Nuñomoral, parecido al de Tilín),
utilitario conocido popularmente como cuatro ele o cuatro latas. Este señor es
el típico caballero curtido, de moflete rojizo y dientes amarillentos que le
reluce la cara, dando la impresión de estar siempre recién lavado, pero que una
vez que te acercas a él huele a un sudor ya seco, a “revenío” que decimos en el
pueblo. De pelo blanco, lucía una perilla del mismo color muy poblada, densa y
un poco sucia. Tenía un gesto risueño, de estos que parece que en cualquier
momento se puede partir de risa. Aparcó el hombre y salió de su coche. Se dirigió al maletero y sacó un saco de rafia blanca, para ir a la compra. Sin embargo,
al cerrar el maletero hizo acto de presencia junto a él otro señor de su misma
edad y le pinchó con el dedo índice en el hombro.
- Hombreeee
Patro, coño, ¿¿tú por aquíiii?? – le dijo sorprendido cuando giró y se lo
encontró tras él de golpe.
- No,
si te paece. A enllená la despensa, macho –contestó con cara de gravedad el
hombre.
El
señor Patro era un hombre normal, lo único que llamaba la atención era su
pantalón vaquero. Tenía un pantalón, además de poco limpio, descomunal, pero
bien atrapado a la cintura por un cinturón de cuero marrón fuertemente
apretado. Me gustaría haber visto aquel pantalón quitado, de verdad. Había allí
pantalón para medio Ciudad Rodrigo.
- Bueno
machote, ¿has vuelto allí? –le preguntó el señor de la perilla a Patro, con esa
voz cantarina propia de los mirobrigenses.
- Sí,
pallí man´carrilé con mi hermano la desotra
noche –contestó Patro con el gesto cambiado.
- ¿Con
tu hermano? Yo lo siento, pero de ese no quiero saber nada. Me armó una putada
que yo creo, y tú bien sabes, que no me merezco –le dijo apenado a Patro.
- Ya.
Bueno, eso déjalo. Pues anduve con
ella, majo –informó Patro.
- ¿Con
quién, con la Pantoja? –interrogó el señor de la perilla mientras veía a Patro
asentir con la cabeza.
Descubrí
que la Pantoja era una puta húngara que los hacía gozar mucho, los tenía a
todos locos. Y eso que tenían una desconfianza enorme hacia ella, aunque yo
creo que no era real, sino más bien una estrategia para salir victoriosos de
una rivalidad múltiple que no se saldaría sin víctimas. Los intereses bastardos
acentúan la hipocresía, condición casi humana en la sociedad del capital.
- Cudiao
con ella, es una pájara. Esa busca lo que busca ya lo sabemos tos –afirmó Patro.
- En
eso tienes toda la razón, te envuelve pa
que te cases, consigue la nacionalidad y luego si te he visto no me acuerdo
–apuntaló el señor de la perilla.
Hasta
que la voz de mi madre, a mi espalda, rompió mi concentración en tan
interesante conversación.
- ¡Vamos
chico, abre el maletero del coche!
Como
mi madre tenía que buscar unas gafas y comprar una cafetera en la plaza, yo le
dije que para ahorrar tiempo, entre tanto, llevaba yo a mi padre a la
peluquería.
La
peluquería Félix es la típica barbería clásica de caballeros, de estas
peluquerías de toda la vida, que regenta el hijo de Félix, el peluquero que la
montó y que corta el pelo a mi padre desde tiempo inmemorial.
Mi
padre está enfermo, padece Alzheimer, y cuando caminamos juntos por lugares ya
desconocidos para él, tomo su mano y camino sincronizando mis pasos con los
suyos, pasos que él un día, plenamente lúcido y fuerte, me enseñó.
Al
entrar en la peluquería me asaltaron algunos recuerdos que me hicieron
tambalear. Hacía casi cuarenta años que fuimos en idénticas condiciones a esa
peluquería, pero entonces era él el que me guiaba.
Fue
la primera vez que iba a una peluquería y me resultó tan odioso, que estuve
durante todo el corte de pelo llorando, mientras el peluquero y él trataban de
animarme engañándome con mimos y triquiñuelas para que pasara ese mal momento
cuanto antes.
Pude
ver el paso de toda una vida en un corte de pelo, aferrándome disimuladamente a
encontrar un equilibrio interior que se tornaba en inalcanzable.
Tomé
asiento y miré a través del espejo la cara imperturbable de mi padre. Ello me
animó.
Cerré
un momento mis ojos plúmbeos, completamente grises. Y al rato los abrí
sedientos de la imagen de mi padre. La encontré. Sonreí.
- Pues
está ya usted listo, Primitivo –sonó lejana la voz del peluquero.
Ya
en la calle, caminando hacia mi coche donde mi madre estaría ya esperándonos,
con la ilusión propia de quien mira el horizonte y ve a la persona que ama,
clavé dos besos como dos proyectiles en su cara, con la intención de que nunca
ya pudieran ser borrados (suelo hacerlo a escondidas).
Y di
por cerrada esa mañana fría de diciembre en Ciudad Rodrigo.
Dos
pétalos de margarita de mis ojos emprendieron camino hacia el suelo.
Respiro…
entrego mi alma al aire.
8 comentarios:
Entrañable
Gracias guapo!!! Me gusta que te guste y que leas mi blog!!!
Cómo me gusta, esa tan tuya, condición innata de lanzar letras con gran sostén emocional.
Que bonito reconocer la esencia de cada persona y admitir que la vida es como una rueda donde las enseñanzas aprendidas pueden ser puestas en práctica.
Un saludo!!
Muchísimas gracias por este comentario, Shelene!! Gracias por verlo como lo ves, gracias por leerme!!
Gracias Primitivo
Jejejeje gracias a ti, flamenca!!! Un besazo guapa!!!
Muy buen post!!
Me encanta que te guste, pero no me gusta que esa apreciación sea anónima. Identificarse está genial y que me leas te lo agradezco mucho!!
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