lunes, 18 de marzo de 2013

NUÑOMORAL IV

Los maestros que llegaban destinados a la escuela de Nuñomoral descubrieron enseguida la importancia de la tierra, su significado, nuestro apego al contexto y la socialización específica, única e irrepetible que todos los niños y todas las niñas del pueblo teníamos adquirida desde nuestro nacimiento en el templo sagrado del Cottolengo, ubicado en una loma cuyo vértice cierra un ángulo geográfico que deja en su falda derecha la alquería de La Fragosa, y en su estribación izquierda, la de Martilandrán.


La disciplina en la escuela era severa, a veces, rayana a la crueldad, pero todos estamos absolutamente convencidos de que no cambiaríamos esas vivencias por otras, que fue un privilegio vivir todos aquellos mundos, que quedamos bien forjados y que hemos contribuido a la modernización y mejora en todos los ámbitos de nuestra sociedad, como buenos hurdanos.

-      Don Antoniu, don Antoniu, en el recreu hay un viborehnu arrejurdío en el troncu del rosal del tobogán.
-      ¿Arrejurdíu? ¿Qué es eso?

El recreo era un espacio de tierra cerrado situado en la trasera de la escuela, no muy grande, pero suficiente para la media hora que salíamos. Jugábamos a la cadena, al escondite, al tobogán, a la rayuela, a la comba, a la goma, a las canicas y a las espagás. Abrían la puerta del recreo don Antonio y doña Mari y salíamos todos corriendo, empujándonos, agarrándonos, voceando, gritando… casi con violencia a jugar, cada uno, a los juegos muchas veces previamente pactados dentro de clase en voz bajita, para no ser descubiertos por los maestros. Debemos tener en cuenta que entonces, por menos de un pimiento, te sacudían un tortazo. Muchas veces, en clase, sin tener tú responsabilidad directa con un hecho, recibías la castaña correspondiente. Recuerdo que el tío Mingo tenía la costumbre de ir a cagá pa detráh de lah ehcuelah, en la Huerta la era, y como es evidente toda la chavalería que estábamos en plena clase lo veíamos por los ventanales que daban al recreo, y se producía una explosión general de risas, lo cual enervaba sobremanera a don Antonio, se sentía impotente y la pagaba con su nieto pegándole la correspondiente bofetada. ¡Como si él tuviera culpa de dónde cagaba su abuelo, chacho!

-      Hohtiah machu, cumu tenga tu abuelu cagalera hoy prepárati pa recibí unuh cuantuh de tortazuh – bromeábamos mirando a Veni, el nieto del tío Mingo.

Y es que, en torno a la escuela, el número de recuerdos de vivencias y personas que me vienen es ilimitado, inacabable. Allí, lejos del mundo, tan ajenos a todo, pero tan llenos de vida, de ilusión, de energía, de emociones… de felicidad.



Sin ir más lejos, llega a mi memoria el tío Facundo el alguacil, que era un señor recto y muy responsable, nunca descansaba y cumplía con un enorme celo su trabajo. Era un hombre de su época, un trabajador esmerado y diligente que velaba porque todo lo público estuviera en buen estado y tuviera un funcionamiento correcto y óptimo. Vigilaba que los muchachos no abriéramos los grifos de las fuentes públicas, no rompiéramos las bombillas del alumbrado público, no entráramos en el Ayuntamiento viejo a rebuhcá, no tocáramos las campanas de la iglesia cuando no correspondía, no saltáramos al recreo de la escuela en las épocas no lectivas, no lanzáramos piedras sobre los escasos letreros informativos de circulación, etc. Como veis tenía un papelón, porque precisamente las acciones descritas hacían las delicias de todos los niños y todas las niñas del pueblo. Ya me contaréis quién no rompió una bombilla sintiendo la adrenalina inigualable del peligro que representaba que justo en ese momento apareciera el tío Facundo cagándose en todo e intentando atraparte para corregir tu perversa conducta. La verdad es que este buen y recordado hombre tenía el don de la ubicuidad, estaba siempre justo en el lugar donde cualquier chaval la liara: no terminabas de encender el grifo de la fuente de la plaza y ¡zas! el tío Facundo a tus espaldas:

-      ¡No enredéih con loh grifuh ni derrotéih el agua, me cagüen sandiós! ¡Juuuuuu, pero coooooño!

Te pegaba un susto a medio trago que te entraba hasta hipo. Del mismo modo, fuera la hora que fuera, decidíamos ir a husmear al Ayuntamiento viejo (actual casa de cultura) y siempre nos pillaba el tío Facundo. Y era una faena porque sentíamos una fascinación especial por aquel lugar lleno de mierda y de objetos diversos con los que nos encantaba enredar: la máquina de escribir que abandonó allí Astudillo el fontanero, archivos, legajos y papeles que quedaron de épocas anteriores, el retablo antiguo proveniente de la  restauración de la vieja iglesia, etc. Todo un elenco de elementos diversos a cual más atractivo para el enredo infantil.


Al hilo del recuerdo del tío Facundo, sí decir que los niños de mi quinta, por aquel entonces, no teníamos afición alguna al fútbol, incluso lo ignorábamos. Sin embargo, en generaciones previas como la de mi hermana Maribel sí que era un deporte no solo seguido, sino que también practicado. Además es digno de mención que siendo niñas de una época concreta, de un núcleo rural pequeño y alejado geográficamente del mundo, tuvieran esa afición por este deporte. Eran todas partidarias entusiastas del Atlético de Madrid, un club y unos futbolistas que, según testimonios propios, veneraban. De hecho, un día decidieron comprarle un balón a Diego el cojo, para disputar sus partidos por las tardes en la plaza, pero el tío Facundo no las dejaba jugar en la plaza para prevenir roturas de cristales u otros posibles deterioros de la cosa pública.


- Si noh dah una peseta ajuntah pal balón.

Sin embargo, como buenas hurdanas, ellas no sucumbieron y se las industriaron para hacer un campo de fútbol bastante decente en La Burrera, a las afueras del pueblo. Como buenas seguidoras del Atlético de Madrid, jugaban con el nombre de sus ídolos, quedando la alineación de la siguiente manera: La Meme, jugaba como portera y era Rodri (cuenta mi hermana que algunas veces cuando saltaba a parar un balón se le caía la falda a los pies y se partían de risa); la Dalila, jugaba de centrocampista y era Irureta; la Nieves, jugaba de centrocampista y era Luis Aragonés; la Trini, jugaba de delantera y era Becerra; y, por último, mi hermana Maribel, jugaba de delantera y era Orozco.

Fijáos si llegó a ser curioso, peculiar y único este hecho que un día llegaron al pueblo dos chicos jóvenes en un coche y llevaban colgado del espejo interior del mismo un escudo pequeño del Atlético de Madrid y fueron todas a mostrarles su fervor por el equipo. Resulta que a ellos les llamó de tal manera la atención ese entusiasmo por un equipo en aquel lugar tan lejano que les tomaron el nombre y la dirección y un buen día les llegó una postal original del Club firmada de su puño y letra por todos los jugadores campeones de la liga 72/73.

Otra persona entrañable del Nuñomoral de la época fue don Florián el cura, el cual nada más terminar la eucaristía entraba a la sacristía y se quitaba con celeridad la sotana y demás atuendos propios del Oficio y salía apresurado a reñir a los hombres del pueblo que estaban meando en los contrafuertes de la pared trasera de la iglesia. La verdad es que tenían aquello bien abonado con el orín: musgo fresco y un aroma imponente solo arrimar a escasos metros de allí. Eso sí, a los niños nos encantaba ver cómo el sacerdote reprendía a los mayores.

-   Vamuh corriendu a vé cúmu se poni don Florián con loh hombrih del meau, jajajajaja...


Este hombre tenía un Seat Seiscientos pintado de azul y a brocha, hecho un cuadro. Del espejo interior colgaban unas alforjas naranja hechas de ganchillo y en la parte derecha del salpicadero llevaba pegada como una especie de medalla grande de San Cristóbal (ese Santo del garrote que siempre llevaba un niño escarrapichao en el hombro), patrono de los conductores. Y tenía la colección completa de casetes de Manolo Escobar, ¡ahí es nada!

Como podréis imaginar soy casi incapaz de desarrollar mentalmente tantos recuerdos como me vienen. Es maravilloso poder compartir un pasado tan rico y peculiar y mostrar mi respeto más sincero y mi admiración más profunda por todos nuestros antepasados, personas todas entrañables y sufridoras que fueron un ejemplo digno para todos.

Miro al cielo y comienzo a pensar que debo ir abandonando la plaza para continuar mi paseo, es probable que Javi ya ni tan siquiera esté en la terraza del bar de Eulogio esperándome.






jueves, 28 de febrero de 2013

NUÑOMORAL III

El Centro Cívico de Nuñomoral tiene un tipismo arquitectónico muy específico, bastante curioso y nada habitual. Todos los edificios que se sitúan en su perímetro tienen idéntica forma constructiva: tejados de pizarra tratada negroazulada de hoja plana y delgada y paredes de piedra autóctona de un gris plomizo común a la pizarra propia de Las Hurdes.

Dejo a mis espaldas el Barrio de Abajo y subo por la carretera hacia la plaza, para acceder por las escaleras que dan paso al actual edificio de servicios múltiples donde se ubica la casa consistorial. Antiguamente este edificio albergaba, en su conjunto,  la casa del maestro, la casa del secretario, el ayuntamiento y la histórica central de teléfonos. La central era como un locutorio o estación base donde se centralizaban todas las comunicaciones telefónicas que se producían en el pueblo, tanto de entrada como de salida. Se denominaban comúnmente conferencias y eran activadas o desactivadas por la telefonista, pinchando o retirando las clavijas que permitían las entradas y salidas de llamadas.

-      Toña, no se oyi jarrampu malditu.
-      Aguárdati coñu, no man dau entovía línia.

Posteriormente llegaron ya los famosos marcapasos, que estaban al lado del teléfono y cada dos minutos se miraba a ver cuántos pasos iban, ya que salían las conferencias como decían en el pueblo a “seso mosca” (se referían que eran muy caras).

-   Ponih un cachu conferencia pa ve cúmu ehtán loh muchachuh y te sacan lah muelah bien sacáh.

La carretera hoy está ya bastante transitada, pero aún la recuerdo cuando era de tierra y piedra. Entonces, el paso de los coches era ocasional y nos llamaba la atención hasta tal extremo que cuando cruzaba un vehículo por el pueblo toda la chavalería salía corriendo a las inmediaciones de la carretera para verlo. Recuerdo que decíamos que eran franceses, hecho que nos creaba una enorme desconfianza y le gritábamos a cierta distancia:

-    ¡¡Francés, güi, güi; francés, güi, güi!!

Incluso la generación de mi hermana Maribel iba más lejos con su desconfianza y cuando se producía el inhabitual hecho de pasar un coche, si este era de color rojo, ella y sus amigas decían que eran “loh de la sangri”, es decir, vehículos cuyos ocupantes venían a sacarles la sangre. Por eso mismo, a la que atisbaban el color mencionado del coche huían despavoridamente.

-    ¡¡Dehgraciá, son loh de la sangri, vámunuh daquí que moh la sacan toíta!!

Recuerdo perfectamente cuando empezaron los trabajos de asfaltado de la calzada, íbamos todos los niños apresurados a contemplar atónitos cómo descargaban los camiones el asfalto y cómo pasaba la apisonadora prensándolo. Luego les rogábamos a los conductores que nos permitieran subir con ellos en el camión y cuando alguno de nosotros lo conseguía, desde la cabina y mirando al resto, mostraba un extraordinario regocijo, una enorme alegría. Hasta algunos de los nombres de los conductores vienen hoy a mi memoria: Cándido, Verdiol... no recuerdo más.

Verdiol era el del tráiler, un camión bañera enorme; y Cándido tenía un basculante normal con una cabina de diseño achatado que nosotros decíamos que “estaba mocho”.


Situado en el centro de la espaciosa y bella Plaza Mayor de Nuñomoral me quedo mirando fijamente -¿cómo no?- a la vieja escuela, me resulta muy difícil definir el mar de sensaciones que burbujea en mi interior. Aquellas peculiares escuelas unitarias donde iniciábamos nuestra andadura académica, en muchos casos un recorrido tremendamente corto derivado de circunstancias diversas y complejas que ahora no me voy a parar a analizar.

La escuela se ubicaba en un edificio único separado en su parte central por un tabique que dejaba dos dependencias plenamente autónomas, excepto el recreo que era un espacio de tierra de uso común, cuyo único elemento de entretenimiento o de ocio era un tobogán que, en su origen y a juzgar por los restos, había estado pintado de verde mayo. En el ala derecha del edificio, visto de frente, se encontraban los cursos que iban desde párvulo hasta segundo de Educación General Básica (EGB) y, la parte izquierda, acogía los cursos que iban desde tercero hasta quinto de EGB. A partir de esos niveles nos derivaban al Hogar Escolar Caudillo Franco, situado en la parte alta del pueblo, en su zona norte, o se dejaba de estudiar, que desafortunadamente era lo más común. En este Centro, el Logá (Hogar), como lo llamábamos en la zona, se podía cursar hasta octavo de EGB, último curso de la Etapa que daba acceso a los estudios de Bachillerato o de Formación Profesional (FP).

Huelga decir que observando la vieja escuela de nuevo experimenté una retrocesión a mis años infantiles.


Aquel olor a pared húmeda, a moho, a polvo seco de suelos mal barridos, a lapiceros recién afilados, a roce de goma, a madera vieja, a bolígrafo con el gorrichi mordido, a tizas cuadradas que dejaban su vida en letras y números, a fecha en la pizarra, a madera de mesas y sillas astilladas, a química de libros hojeados, a puntas de hojas dobladas de cuadernos de dos rayas, a Obispos que visitan, a Dioses que castigan, a manos de maestros con olor a colonia barata, a tortazos que se aguantan, a lágrimas saladas... a esperanzas perdidas que se encontraban en el recinto de un recreo que nos devolvía en media hora la felicidad del mundo.

-    A ver, niños, ¿la m con la o? - voceaba la maestra.
-    Moooo - contestábamos a viva voz el curso completo.
-    ¿La t con la o? - inquiría de nuevo la maestra.
-    Tooooo – devolvíamos nosotros.
-    Y ahora, todos juntossss....
-    A – MO – TOOOOO – concluíamos tan ricamente y nos quedábamos tan oreados.
-    ¡¡Sin la a delante, coñe!! Saltaba cabreada Doña Mari.

Como bien he contado en líneas anteriores, en cada aula, estábamos tres cursos. Por tanto, la maestra o el maestro poco menos que se tenía que desdoblar para hacer su labor: explicación, ejercicios, preguntar la lección, etc. Muchas veces se daba la curiosa circunstancia de que los tres cursos estaban cantando cada uno sus lecciones en alto y aquello se convertía en un embrollo verbal de primer orden.

-    Seis por dossss, doce; seis por tresss, dieciocho... El Guadalquivir, a su paso por... El Señor nuestro Dios se detuvo bajo la higuera de Zaqueo y dijo...

La escuela de entonces se fundamentaba en el principio básico e irrenunciable de “la letra con sangre entra”, era la denominada escuela tradicional. Sin embargo, para nosotros, la escuela se constituía en un espacio de encuentro, de relación y de permanente interacción que nos dejó un recuerdo imborrable, tanto en lo positivo como en lo negativo. Un ilimitado número de anécdotas y vivencias de toda índole que jamás olvidaremos...

miércoles, 20 de febrero de 2013

NUÑOMORAL II

Bajo el puente que da acceso a la Collaíta, frontero a la Huerta el Río, se sitúa el charco de las Tinajas, donde íbamos habitualmente a bañarnos de pequeños. Era curioso, pero cada barrio del pueblo tenía un charco de referencia para bañarse. Y este hecho a nosotros nos creaba un fuerte sentido de pertenencia y de propiedad, hasta el punto de reprochar a cualquier niño o niña de otro barrio su atrevimiento de haberse ido a bañar a “tu” charco. Los del Barrio de Abajo, iban a los Cogotones o los Huertinos, los que vivíamos en la parte central del pueblo, íbamos a las Tinajas y los del Encinar, iban a las Presas. Finalmente, tenían una condición de neutros los charcos de las Barrancas y de Doñabril.
-      Mira machu, se ehtán bañandu loh del Enciná en el nuehtru charcu.
-      Esu eh porque en la Presah hay piojuh.
-      Jajajajajajaja (risa colectiva).
Cuántas tardes de estío bajo los ya desaparecidos mimbreros junto al Hurdano, con olor a peces y a piel mojada de ducha semanal, con pelos hirsutos coronando nuestras cabezas, con calores caniculares que no menguaban un ápice nuestras energías y nuestras ganas de compartir y vivir, con anécdotas y risas, con chispazos de miedos infligidos por los más mayores para que les dejáramos el sitio, con millones de planes imposibles de desenvolver en una cortísima tarde de verano…


Javi, molesto de tanto silencio, se ha marchado diciéndome que me espera en la terraza del bar de Eulogio.
Levanto mi vista y hago un barrido circular de las cordilleras que rodean al pueblo. Observo a lo lejos la loma norte de la sierra rozada de Los Toribios, donde de pequeño iba a coger las aceitunas de mi tía Antonia con mi primo Tomás. Pasábamos el día entero y mi tía llevaba la comida en una cesta de mimbre tapada con un paño de cocina. Comíamos de secu y con pan retrasau, pero estaba todo tan rico. Mientras mi primo vareaba los olivos, mi tía y yo cogíamos las aceitunas que caían al suelo. A primera hora de la mañana hacía un frío perrunu que te dejaba los dedos como témpanos de hielo, apenas podías atrapar las aceitunas. Como anécdota curiosa, puedo contar que uno de los días que fuimos se le olvidó a mi tía llevar agua y, evidentemente, como todo buen niño, cumplí con la ley de Murphy de pleno: ¡seco de sed desde el minuto uno! Tanto suplicio llevó a mi primo Tomás a incitarme a pegá un trago de vino “aunque solo sea pa mojá el gaznati”. Pues así fue, lo único que le pillé el gusto al tinto y al cuarto o quinto traguitu me daban vueltas en la cabeza Los Toribios al completo. Mi tía medio enfadada y mi primo tronchado de risa, claro está. Seguramente todo el mundo recuerde aquel vino: una botella de cristal de un litro, marca La Casa y con un tapón casi plano de plástico que se encajaba en el bocal de la botella, el cual era luego utilizado por las mujeres para hacer tapetes para las mesas bordándolos con hilos o lanas, no recuerdo bien.
Y cada sierra que miro está bordada de recuerdos, de vivencias pasadas que conservaré para siempre en mi memoria y en mi corazón.


Dejando a mi izquierda la casa de Alonso, la de Santi el de Chago y el secadero de jamones de Lolo, llego hasta la puerta de la iglesia. Un lugar enormemente significativo, no porque fuera donde nos bautizamos todos y todas, sino porque ahí hemos ido despidiendo a muchos familiares y amigos, seres queridos que formaron parte de nuestra vida y de la sólida historia de Nuñomoral, hombres y mujeres que dejaron esta vida siendo ejemplo y espejo para todos los que vinimos después. Descansen en paz y tengan nuestro recuerdo permanente como homenaje póstumo.


Y de nuevo una imagen en blanco y negro se sobrepone a mi visión que me lleva a pasados de mi vida ya lejanos en el tiempo, pero nunca remotos en mi memoria. Y observo el atrio de la iglesia lleno de niños y niñas completamente abstraídos cada uno en sus juegos, emitiendo un galimatías de voces, risas y riñas que llenaban el pueblo de alegría, de vida.
 Niñas con vestidos desgastados, zapato de hebilla y calcetines de hilo jugando al pati (¡pídola!), a la comba (¡aaaaarreeee botujón que de cuantas son, si es de veintiuna, que se salga unaaaaa, si es de veintidós, que se salgan dossss...!), a la goma y sus saltos rítmicos, desde que empezaba el nivel en el tobillo, subía a la altura de la rodilla y terminaba en su máximo grado de dificultad, la cintura.
Niños con pantalón de pana y remiendo, con zapatillas de lona azul y suela y punta de goma (las famosas y recordadas TAO) y calcetines de lana densa de colores oscuros, que jugaban a los corchonazos (¡¡Ni un paso!!); al bote – bote (bote – bote lagartija sin bigote por… y se decía el nombre del que había sido descubierto); al pío, que consistía en introducir un palo esférico de unos  doce centímetros, afilado por sus dos extremos, en un círculo amplio dibujado en el suelo custodiado por otro jugador provisto de una tabla ancha que trataba de impedirlo. Cuando el pío se introducía en el círculo, se conseguía la victoria y los jugadores cambiaban los papeles; de lo contrario, el jugador de la tabla, golpeaba el pío por cualquiera de sus afilados extremos y cuando este se elevaba hacia arriba con ímpetu ¡¡ZAS!! Se le pegaba un castañazo con toda el alma para mandarlo lo más lejos posible del círculo y hacer así más dificultosa la tarea del jugador rival de conseguir el objetivo último de introducirlo en el susodicho círculo (¡Jajajaja, Dioh machu pandi ha díu!); a los bolindrih (canicas), bien a burricáh o a ganá, dando media, cuarta, pie, tute y gua, quedando el contrincante manducáu, recordando el huero mochón, la cotorrina arriba, el coto,  el sucio y el sucio coto pa las tres.
-   ¡Copollina arriba!
-   El forru loh mih cojonih, tienih que tirá endi abaju y si no habelu dichu antih.
Y un sinfín más de juegos que no enumero por motivos de espacio y tiempo, todos ellos circunscritos a épocas determinadas y a sexos diferenciados.
Vuelvo al presente y me siento como si estuviera regresando de un viaje profundo, sosegado... es como si me invadiera un deseo inexplicable de quedarme permanentemente en el mundo que acabo de pensar...


jueves, 14 de febrero de 2013

NUÑOMORAL I

Levanta lenta la niebla llevándose con ella los malos augurios. Niebla meona de gotas menudas que no llegan a llovizna. Los campos son cuadros perlados de brillantes, de cristales, de grises, de platas... de magia.

Ya es invierno en Nuñomoral.


La noche está ya en fase declinante, el crepúsculo inicia su gobierno y entra pausado a tender la alfombra roja al Rey Sol. Esta madrugada me devuelve al origen de mi vida, me lleva a pisar las calles y los campos que millones de veces pisé, pero con unos piesecitos mucho más pequeños, más tiernos, más inocentes.

Ya amanece en Nuñomoral.


Voy dejando señales en mi tierra madre, igual que ella tiene mi corazón lleno de huellas y recuerdos que me emocionan y me someten a la delicia suprema de su amor. Establezco una complicidad con ella y justo rayando el día le cuento al oído que cuando vuelvo, renazco. Corto una flor en la puerta de la Cecilia y la abono contra mi pecho. El paseo se hace más lento, mis pies caminan llenos de raíces.

Ya se despereza Nuñomoral.


Enfilo por la carretera de Cerezal y, frente a la puerta de la Asunción, busco horizontes desde las alturas que me enseñen el río de mi vida. Serpentea lento por su curso el río Hurdano haciendo barriga en las Presas, con brazos que se separan y vuelven a él y corrientes glaciares con una sonoridad especial. Y mi vista se pierde en el codo que se forma cuando sus aguas se estrellan contra los canchales del charco de las Barrancas.

Desciendo por el empinado camino de la prensa del tío Vicente, dejando a la derecha la casa vieja de la Nisia y el gallinero de la tía Encarna y, justo a la altura de la almazara, giro a la izquierda tomando dirección a los Monderinos. Un camino de tierra bordeado, a su derecha, por huertos, y a su izquierda, por el mítico barrio del Coto. Me asomo a las fincas jundonerah y contemplo un paisaje desolador, casi de abandono total. Me invade una rara sensación de melancolía, algo así como si los ejércitos del pasado no me dejaran avanzar, como si los piquetes de mi angustia me encerraran engrilletado en una inmensa celda invadida por la oscuridad…

Las otrora valiosas huertas y viviendas hoy presentan un aspecto decadente originado por el goteo sangrante de familias que emigraban buscando una vida mejor.


Me detengo un momento y viajo al pasado en el tren de mi memoria. Recuerdos de color amarillo aderezados con olor a hierba verde húmeda, a brisa mañanera de carámbano, a perros en celo, a miedos a maestros, a casas frías, a ilusiones que florecían y morían dentro de las fronteras de Nuñomoral. Cuando nos íbamos encontrando una propiedad más abandonada, cuando observábamos las zarzas y los helechos secos adueñándose del terreno, veíamos el retrato de la ausencia,  el dolor de otra familia más que se marchaba regando con lágrimas la carretera de tierra y piedra, de otro amigo del alma que hacía las maletas, de otro pupitre más que quedaba vacío en la escuela…


Vuelvo al presente, seco mis ojos y, entre canteros, sigo bordeando los repollales de los Monderinos, llegando al huerto de mi tía Angelines y regresando al olor de los amaneceres estivales sacando patatas antes de rayar el día, cavando hondo con el sacho y sintiendo una mezcla de aromas de tierra seca somera y tierra profunda semihúmeda agarrada a las patatas. Sigo camino junto al huerto de Alejandro el carpintero y cruzo la era ya abandonada del tío Juan Panadero hasta llegar al Pasil Derecho. Y en el camino de la Regaera miro un horizonte hacia La Collaíta que deja en el aire una estela inmensa de recuerdos, de sonrisas y lágrimas, de tiras de piel...

Nuñomoral, a mis espaldas, late despacio. Y arroja algunas señales de humo de las chimeneas mezcladas con voces lejanas que se emiten desde lugares indeterminados.

Respiro. Y apunto de nuevo a mi límite visual.


-    ¿Te acuerdas del día que matamos el lagarto encima de esa pared de piedras? -sonó una voz a mis espaldas.
-    Perfectamente contesté. Luego nos lo quitó don Antonio, el maestro -apostillé.
-    Es verdad -concluyó mi amigo Javi mientras se aproximaba a mí.

Eso es para mí Nuñomoral: vida y recuerdo.

El paisaje de tierra húmeda desprendía un olor fresco y natural, un aroma helado como el metal; y el río era una banda sonora de memoria líquida, una mirada fija con escalofrío electrizante, una corriente de vivencias que pasaban como su propia agua.

Y de nuevo volví a recordar aquellos inviernos de carquexas secas, de helechos sin vigor, de gruñidos lejanos de gorrinos mostrando sus violentos quejidos por la matanza. Imágenes de hombres y mujeres duros como los canchos del Lancheru. Los hombres sujetaban al cerdo y lo inmovilizaban y uno de ellos, el matarife, mostraba los brillos mortales de la hoja del cuchillo justo antes de jincársilu en el pehcuezu al animal. Las mujeres se secaban sus manos en la jalda para coger los baños donde portaban los bandujuh de los cerdos hasta las corrientes del Hurdano, para dejar impolutas las tripas donde se embuchaban los chorizos y los salchichones. Y los perros del pueblo rastreaban los suelos en busca de restos del despiece de los cerdos sacrificados, hasta que alguno de los hombres los espantaba al grito de:

-    ¡¡chuchu d´ahí, perdiu te qué, veti a la jorca hijoputa!! - gritaba mientras se golpeaba con las manos abiertas sus pantorrillas.

Nuñomoral es esta paradoja: me roba oxígeno pero me mantiene vivo.

Continúo con mi paseo y tomo dirección hacia el charco de las Tinajas, dejando el Pasil Derecho a mi derecha y bordeando los pareonih del tío Camilo, de Plácido y de la tía Carmen, que quedan a mi izquierda. Javi camina ligeramente retrasado tras de mí, en silencio. Creo que se ha dado cuenta  de a qué he venido al pueblo y no quiere quitarme bocanadas de aire, trocitos congelados de vida que aparecen en blanco y negro en mi memoria.

Nuñomoral es un tapiz blanco lleno de escenas de vida...


miércoles, 16 de enero de 2013

HOSTAL ROMA III

Para rematar mi estancia en el Hostal Restaurante Roma, no podía faltar otro episodio básico, esencial y propio de estos bares de carretera: ¡¡EL AUTOBÚS DE JUBILADOS/AS!! Desconozco el motivo, pero este siempre llega cuando estás tú. Y suele aparecer de improviso, en el momento que menos te lo esperas, cuando en el interior del bar ya se daba todo por perdido, ya oliera a final y ya los camareros estuvieran a punto de bajar los brazos, por eso a estos últimos les sienta como un tiro cuando los ven entrar. Bueno, no nos engañemos, y también por su escaso consumo.

Para facilitar el trabajo a los camareros, retorné mi taza vacía a la barra y, cuando la estaba dejando sobre el cristal superior de una de las mencionadas vitrinas de pinchos, escuché a mi espalda una especie de sonidos inarticulados propios del interior de una caverna o una cuadra (¡szrr!¡szrr!¡szrr!). Me giré de inmediato un poco asustado y resulta que era un hombre de mediana edad tomándose un café a sorbo vivo, porque este estaba excesivamente caliente. ¡¡Qué impaciencia, Dios!! Y fue este mismo señor, con los labios regados de café y vaporizando el ambiente el que señaló la puerta del local con un gesto de cabeza y mirando a los camareros con una especie de sonrisa fraudulenta les dijo en voz alta:

- ¡Ahora se os quita el aburrimiento! Jejeje... ¡Coju, coju, coju! –exclamó, rió y fue asaltado repentinamente por una tos de ciclo tres.

Era, efectivamente, el autobús de jubilados/as, que siempre aparece en la puerta de estos lugares de golpe, sin que nadie lo vea llegar, como si cayera del cielo... Vamos, que terminas de mirar por los ventanales del local hacia afuera sin ver novedad alguna; vuelves a mirar acto seguido y ya está el autobús en la explanada con las puertas abiertas y un montón de personas mayores de ambos sexos bajándose.

Cuando comenzaron a acceder al local las señoras y los señores y los señores con sus señoras, pude comprobar que en este hecho concreto también existe una uniformidad nacional, es decir, siempre entran a este tipo de establecimientos de modo idéntico nuestras personas mayores.

Pasaron al interior del local en fila india, y esta fila, como siempre, tenía una rígida composición mixta que podemos denominar de cremallera: hombre/mujer, hombre/mujer, hombre/mujer...

Y presencié la estampa común de estas entradas: según acceden al bar nuestros jubilados barren con la mirada todo el local. Y siempre hay uno que tose, otro que entra poniéndose un jersey (suele ser de pico gris o marrón) y al terminar su mujer le estira del mismo casi con violencia para colocárselo, otro con los morros en disposición de silbar (pero es un silbido mudo, eso sí) y otro que solo entrar sale otra vez corriendo para afuera, porque supuestamente se le ha olvidado algo. Finalmente, el último que entra parece un pato mareado, suele tener un gesto facial de “¿cómo me veré yo en estas y aquí?”. Eso sí, todo hay que decirlo y entenderlo: entra con un bolso de mujer agarrado de la mano y un pañuelo también de mujer colgado del brazo. Está pues la cosa clara, a este lo ha retenido su esposa en la puerta del autobús para acicalarse ella antes de entrar en el establecimiento. Por eso, estos últimos, entran más rezagados. Ya sabemos todos cómo funciona la vestimenta de una jubilada en invierno, desde que empieza la cosa en su piel hasta que sale al exterior parecen aunténticas muñecas de trapo: braga, faja, medias, enaguas, combinación (o algo así), felpas, blusa, chaqueta, abrigo, pañuelo... ¡¡Menuda zurra de ropa!! Así suenan sus andares cuando pasan a tu lado caminando, es un ruido similar al movimiento de la cola de un caballo (sfss, sfss, sfss). La licra de la faja, con el roce del reverso lateral de las piernas a la altura previa al cigüeñal, contribuye mucho a este sonido. Es normal, oye, hablamos de una zona muy comprometida, digamos que de máximo riesgo por todo lo que representa esa región del cuerpo.

De nuevo volví a tomar asiento en la silla de una de las esquinas del local, para observar un rato el novedoso panorama desde allí.

¡¡Qué graciosas son las personas mayores!! Tienen un comportamiento similar a los niños, aunque podemos decir que con más raciocinio. Pero la operatividad es idéntica, aunque en sentido inverso. Me explico e ilustro con un ejemplo: los niños de hoy adoran a sus abuelos y cuando viajan con sus padres los echan mucho de menos, y les compran platitos de china con la inscripción “Para los mejores abuelos del mundo”. Y los abuelos, en las mismas circunstancias, en sus excursiones, recuerdan a sus nietos con un amor inmenso y les compran algún lapicero gigante o muñeco que lleve xerografiado “Para mi nieto preferido”.

No os creáis, pero recordé mucho a mis padres, que hoy ya el paso del tiempo los ha hecho débiles y vulnerables. De repente, me sentí invadido por una pena inmensa.

Y con millones de pensamientos bullendo en mi cabeza, entre el revuelo que había en el interior del local, sentí que había llegado la hora de recoger mis bártulos y marcharme. Podría haber apuntado todavía unas cuantas de cosas más, pero tampoco era plan. Ni tenía ánimo ya.

En cualquiera de los bares de carretera que he estado a lo largo de mi vida, independientemente del lugar donde se encontraran, las vivencias pasadas han sido idénticas o muy similares, por ello el día que “aterricé” en el Hostal Restaurante Roma se me ocurrió anotar la experiencia y contarla como homenaje a este tipo de establecimientos.

¡¡Ay!!

jueves, 10 de enero de 2013

HOSTAL ROMA II

La barra de estos locales, se constituye como la divisoria de dos realidades diferentes, pero igual de apasionantes. Partes diferenciadas, perfectamente trabadas, que forman un todo común, quedando la propia barra erigida en una especie de frontera física de uso común... o de tierra de todos. Depende.

En la parte exterior de la barra del Roma (repito, y de todos estos establecimientos), digamos la de los clientes, nos encontramos en primer lugar con los insignes taburetes, todos cortados por el mismo patrón. El forro del asiento -¿cómo no?- era de escay marrón claro e iba relleno de espuma (a veces, el forro es negro). Estaban deshilachados por varias partes y en la zona central tenían casi todos algún agujerito hecho ya. En la junta del asiento con la barra esférica de acero cromado que lo sustenta, uses el que uses, hay una pequeña holgura que cuando tomas asiento notas a través del culo y vía interna como una especie de leve balanceo acompañado de los correspondientes cracs mudos. Y por si esto fuera poco, nuestro afán de enredar nos lleva a posar los pies sobre el reposapiés integrado, apretar ligeramente y darle funcionalidad al giro del asiento del taburete. ¡¡Ay el taburete, válgame Dios!!

También podemos ver a este lado de la barra, además de las mesas y sillas propias de bar, un sinfín de vitrinas acristaladas atestadas de llaveros, juguetes, canecas de china, aceite de oliva, dulces y porciones de queso y chacina diversa envasado todo al vacío.

Y por último, en el techo se pueden observar unas cuantas de luces amarillentas y un par de ventiladores. Ventiladores que, por otro lado y dicho sea de paso, jamás nadie hemos visto girar en ninguno de estos bares.  ¡Cuidado si no son de adorno!

Tras la barra del hostal, gobernada por tres camareros y una camarera, con chalecos y pajaritas que harían las delicias de José Luis Moreno en una de sus galas televisivas, en el frontal, había un mueble oscurecido de madera con una infinidad de anaqueles donde se colocaban todas las bebidas y demás productos de consumo propios de bar. Hacia la izquierda tenía una zona sin mueble, despejada, con una barra metálica fijada a la pared en horizontal de donde colgaban dos lomos, tres chorizos y un salchichón (¡pobre salchichón, siempre es del que menos hay!), en este orden de izquierda a derecha. Y justo debajo de estos manjares, sobre una mesa de madera cuadrada, singular y con una altura de poco más de un metro, tenían un jamonero con un jamón empezado que parecía que estaba cortado a puñetazos. Ya más a la derecha estaba ubicada la típica máquina hostelera de hacer zumos, máquinas que parecen plataformas de la NASA por su estructura, ya que tienen un diseño que ríete tú de la torre Eiffel. Se componen de un ilimitado manojo de alambres, hierros y latas, que las dota de una enorme complejidad. Hace muy difícil encontrar una explicación lógica del proceso de exprimido de las naranjas. Ya me contaréis quién entiende ese conjunto de fases, desde que las naranjas inician su descenso -enteras, eh- desde la parte superior de la maquinita por un túnel cercado de varillas, hasta que desaparecen dentro de la máquina y nos impide observar adónde se divide la naranja en dos y cómo se presiona para conseguir el zumo, sin que nadie vuelva a saber nada del destino de las cáscaras de la naranja. Supongo yo que esto será cosa de brujería, claro. Me creo yo que sí. Vamos y si no, el que más sepa, más diga, que dirían en mi pueblo, Nuñomoral.

Tampoco quiero olvidar la puerta que hay tras la barra. Esa misteriosa puerta por la que los camareros y camareras entran pegando unos bocinazos ensordecedores, mientras la abren de una patada. Todos sabemos que tras ella está la cocina por el circulito acristalado/aceitado que tienen en la parte superior, el cual facilita que desde fuera siempre veamos una mujer semiinclinada con un gorrito blanco, no se ve más ni se sabe nada más.

Como colofón, detrás de la barra, además de la típica fotocopia superaumentada (A3) en blanco y negro de un décimo de lotería (vete tú a saber si de Navidad, porque vayas en la época que vayas está), ocupaba un lugar preferente la célebre cafetera. Y esta al parecer tenía un cabreo importante, porque hacía un ruido infernal. Tenía un carácter vivo y animoso y se traía ella solita un resuello permanente que te hacía sentir amenazado, de verdad. Por si era poco con la respiración violenta del aparato, cada vez que algún camarero la manejaba, aquello se convertía en una especie de fábrica de cencerros, cascabeles y campanas, de la tremenda escandalera que montaban, algo inenarrable: molían café, quitaban el prensador del mismo de la cafetera y pegaban un porrazo descomunal en un cajón negro como un tizón (¡¡¡TOC!!!), cogían las tazas y los platos con unas mañas que parecía aquello un concierto de castañuelas (ni sé cómo no se hacía trizas), luego echaban leche en un recipiente de acero inoxidable y al ponerla en el vaporizador para calentarla, bramaba de tal forma que ahí la cafetera ya descargaba toda la pasión, toda la indignación y todo el enojo que le producía estar allí. Vamos, que permaneces allí sentado un tiempo prolongado y al tercer café que sirvan estás ya como una tapia. ¡Por eso en estos establecimientos se expresan a voces limpias!

Concretamente la barra del Roma tenía forma de L tumbada, con el palito largo hacia la derecha. Y sobre la barra, claro está, quedaban los espacios que quedaban, que eran más bien poquitos.

Había tres vitrinas de pinchos, de las cuales, una de ellas, la de la izquierda, estaba literalmente atestada de dulces diversos envueltos en plásticos (digo yo que esta no estuviera enchufada, claro). La del centro tenía pinchos varios, tales como pescadilla rebozada, rabas de calamar, ensaladilla rusa, empanadillas mini y croquetas caseras (caseras, jejeje). Y en la vitrina de la derecha es donde tenían la verdadera metralla, las bombas de colesterol que tanto nos entusiasman: morros a la plancha, rabo de cerdo en salsa, orejas picantes, panceta con pimientos verdes, barbada con tomate, magro de cerdo y salchichas frescas troceadas con patatas fritas. Francamente, a esa hora, era una imagen fascinante. Aparte de toda esta ingente cantidad de viandas, se hallaban sobre la barra también los palilleros, los servilleteros y demás zarandajas características de la barra de un bar. Ciertamente los espacios para poner las consumiciones quedaban muy mermados. Esto puede responder a premisas y factores propios de la mercadotecnia o del marketing emocional, es decir, obligar de manera encubierta a la gente a tomar asiento en una mesa para, desde una posición de mayor comodidad física, se acentúe el relax de los sistemas de alerta del cerebro, se eliminen sus filtros y el usuario aumente el consumo. No sé. Tal vez sí. Bueno, en todo caso, Dios y ellos lo sabrán...

lunes, 7 de enero de 2013

HOSTAL ROMA I

Donde realmente se ve la calidad y la dimensión de un o una artista, en este caso particular cantante, es en los expositores de venta de compactos que todo bar de carretera que se precie tiene en su interior. En serio, no miento.

Mientras daba buena cuenta de un plato combinado en una de las mesas del bar del Hostal Restaurante ROMA, en plena Nacional 630, a la altura de Hervás, provincia de Cáceres, me fui percatando de que este tipo de establecimientos encierran todo un mundo. Todos tienen idéntico perfil y todos generan unos contextos donde el ser humano proyecta las mismas actitudes, lo cual calca una serie de vivencias que toda persona ha experimentado alguna vez, aunque existan ciertos matices diferenciales.

Primero, en cuanto al nombre, estos locales, es cierto que también manejan un número muy reducido, ya que todos, absolutamente todos los negocios de estas características del Estado español se llaman Roma, Lisboa o El Avión. No hay más, así de claro. De verdad.

Finiquitada la comida, y ya con la decisión tomada de invertir un tiempo determinado en analizar la dinámica de estos locales, aprovechando que me había levantado a la barra a pedir un café solo, me acerqué al expositor de venta de discos compactos, el otrora expositor de “cintas” o casetes (¡madrita querida!), y observé que era un cuerpo rígido, tridimensional a la percepción humana, con forma rectangular y dispuesto en vertical, de unos setenta centímetros de largo, con cuatro caras de una anchura precisa con espacio para tres cajetillas de cd´s. Y toda esa plataforma estaba sustentada por una barra metálica tubular que, en su base, tenía soldadas cuatro patas, también metálicas y también tubulares, que le daban un perfecto equilibrio y hacía difícil o imposible su caída, aun llegándose a producir algún tipo de colisión involuntaria.

En dos de las caras, los discos, costaban 6,95 €. Y en las otras dos, 10,95 €. (qué hijoputa es el 95 al final de los precios, ¿verdad?).  Sinceramente, eran precios puestos por el mismísimo Satanás. Bien, pues, los artistas que conformaban el elenco del 6, 95 eran, entre otros: Los Diablos, Luis Cobos (¡con lo que fue y donde lo han bajado estos bares!), Caribeño Total Varios, Guitar (lo pone así), Los Mustang (¡Virgen Santa!)... Y el catálogo de artistas del 10,95 lo componían: Nek (¡¡menuda rabia le dará a Luis Cobos que esté este aquí!!), Andy y Lucas, Joaquín Sabina (los discos de cuando casi cantaba en la Mandrágora), Dani Martín, Chenoa, David Bustamante (¿Qué? ¿Es para que esté Luis Cobos hasta la coronilla de estos top ten o no?), Leona Lewis, Technics (The Original), etc. Anda queeeeee…

Me temo que realmente existe una especie de conspiración oculta contra Luis Cobos, aunque esté feo comparar, ahí veo yo cantantes de menor entidad que él. Está visto, la clasificación de estos expositores está hecha de manera endiablada.

-    ¡Caballero! ¡Caballero! Su café, por favor -exclamó el camarero.

Me aproximé a la barra, mientras sonreí al camarero, mostrándole mi agradecimiento con una inclinación ligera de cabeza. Pagué todo, cogí mi café y me coloqué en una de las mesas del bar para seguir con mi observación. Y eso que me había dejado bastante afectado la clasificación de los artistas que había visto hacía escasos minutos. Bien pensado, para algunos/as, será como una especie de puñalada trapera, porque ellos también viajan y paran en bares de carretera, vamos de hecho yo vi una vez en uno a Paloma San Basilio, cerquita de Vitoria. ¡Menudo pastillazo tiene que ser pararte a tomar un café y verte clasificado por tu trabajo de ese modo tan perverso! ¡En fin, le debe quedar a uno el cuerpo como para andar cantando!

La barra era metálica, de color plata. Este tipo de barras, a veces, pienso que debido a las vitrinas donde se ponen los pinchos calientes, cuando apoyas los brazos sacuden ligeros calambrazos. Estas descargas, sufridas así de improviso, son muy desagradables, pero como no puedes actuar como un energúmeno en presencia de tanta gente, al tercer zumbido que te sacude aprietas los dientes con los labios bien bajaditos y optas por escapar lejos de la barra cruel y castigadora. ¡¡Vamos hombre, hasta ahí podíamos llegar entrar en un bar a consumir y salir completamente estremecido de tanta contracción espasmódica y dolorosa!!