Aunque mi última experiencia fue muy desagradable, tal cual conté en la segunda parte de mi entrada de este blog “Los bancos de la Iglesia”, llevaba tiempo tentado de volver a una iglesia. Mejor dicho de volver a la Iglesia de San Esteban de Plasencia, donde el sacerdote encargado del cuidado, instrucción y doctrina espiritual de la feligresía de ese barrio es mi cura favorito, Don Valerio.
Sin embargo, a diferencia de la vez anterior, ahora ya no sentía necesidad de buscar nada relacionado con la Fe, porque ya no creo en Dios. Simple y llanamente quería asistir a misa para seguir profundizando en mi estudio de este ritual cristiano como hecho sociológico.
Sinceramente fue una eucaristía apasionante, cargada de frases realmente preciosas y con un contenido enormemente controvertido. Reconozco que hubo momentos que me tocaron el alma.
De todos es conocido el vicio que tenían los Apóstoles de escribir cartas. Bien, pues en esta misa, para la lectura de la carta de San Pablo a los Tesalonicenses, salieron tres fieles de edad avanzada. Dos mujeres y un hombre. Bajo la atenta mirada de Don Valerio, una de las lectoras, se las tuvo tiesas con el cable del micrófono por el que iban a cantar el texto de la epístola de San Pablo. Dicho cable estaba atravesado en el último escalón de subida al púlpito y la susodicha lectora, tal vez por su edad, de manera torpe y casi ridícula, enredó su pie derecho con el cable. En ese instante, levantó el pie del suelo, hizo unos movimientos espasmódicos con él, extendió los brazos, amagó con agacharse, irguió su cuerpo, hizo un zigzag con el pie liado por el cable y tiró bruscamente del mismo hacia atrás a modo de coz dejando el cable hecho un moño en el suelo. Parecía que estaba bailando un picado salmantino, de verdad. Sus otros dos compañeros de lectura, insolidarios, permanecieron impasibles viendo cómo esta buena señora libraba su batalla con el cable para salvaguardar su crisma de un buen porrazo mañanero. Y Don Valerio permaneció atento, pero confiado de que ese entuerto terminaría bien por la buena voluntad de Dios. Don Valerio es así, es de los pocos curas que creen de verdad en Dios.
La lectura versaba sobre la obligación de la mujer de estar metida en su casa y crear un hermoso hogar para el hombre. Desde luego, menos mal que San Pablo escribió esto cuando lo escribió porque, aún a sabiendas de que pertenecía a épocas remotas, todavía daban ganas de echarse las manos a la cabeza. O salir corriendo al Juzgado de Guardia más próximo.
El templo disponía de un Altar formado por una mesa enorme de roca compacta y dura de granito, apoyada sobre dos pies del mismo material, vestida con un mantel blanco inmaculado y, sobre la misma, seis cirios en cada uno de sus extremos con un encendido eléctrico que simulaba la forma de la llama de una vela. De ambos lados, el cirio del medio, permanecía apagado. Yo sospecho que no era intencionado, sino que estaban fundidas sendas lamparitas.
Inmediatamente después de la lectura, Don Valerio, se dispuso para abandonar su asiento tras el Altar. Era el momento de comentar dicha lectura y el sacerdote sabía que tenía ante sí un papelón. Sin embargo, Don Valerio, se encargó de explicar que esa lectura hacía referencia a una sociedad primaria, donde la mujer no tenía derecho alguno y que distaba muy mucho de la sociedad actual y del ideario de la Iglesia de hoy. Me queda la duda de si algún parroquiano se habría indignado si el cura, en lugar de mostrar su rechazo y su pensamiento antinómico, hubiera reforzado el contenido de la lectura.
1 comentario:
Tiene guasa que se enmascare en un "estudio sociológico" describir, eso si ridiculizando, como se tropieza una mujer mayor subiendo unas escaleras. Si señor, de tesis doctoral
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