lunes, 24 de septiembre de 2012

ENTRAGO PUNTO CERO y V

 
Entré en la cafetería y me pedí un refresco de naranja, con la intención de salir a tomármelo en la terraza.

Siempre tomo bebida de naranja porque me produce un retroceso a estados psicológicos propios de mi etapa infantil, y no por conflictos y tensiones no resueltos que diría Freud, sino porque recuerdo cuando mi padre me compraba las míticas Mirindas de naranja en la taberna del tío Pedro Alejandrino o del tío Mero. Pienso yo que este hecho me sitúa inconscientemente en el Nuñomoral de los años setenta y ochenta, y como éramos tan felices allí y entonces, pues ahí está la clave de mi predilección por este tipo de bebida.

Ya en la calle de nuevo, de pie en la acera, miré a Pepín y, a modo de brindis, levanté mi vaso de tubo e incliné mi cabeza ligeramente. Él me correspondió con una amplia sonrisa. Y acto seguido marché en dirección contraria de donde él se encontraba, hacia un malecón situado junto al río Teverga. Tomé asiento sobre una piedra plana, en la densa umbría que formaba la arboleda sobre el curso del río y sus orillas. Y como una melodía dulce de Joao Afonso el vibrato de la corriente del río daba pellizcos a mi alma, mientras yo me dejaba llevar por la fantasía de los mundos de las ilusiones cumplidas. Entrago: punto cero del camino a la gloria.


Pasados tres cuartos de hora regresé a la terraza “Peña Sobia”.

  • Mira Manolín, te voy a presentar a un extremeño curioso – gritó Pepín apenas me vio aparecer por las inmediaciones de la terraza.

Junto a él, compartiendo mesa, se sentaban ahora Manolín y una mujer que destacaba porque hablaba a grito pelado. Eso sí, les dispensaba un trato exquisito a los dos. Me la presentó Manolín como Mónica y era una de las cuidadoras que los atendía en la residencia que anteriormente había reseñado Pepín.

  • ¿Cómo está usted, señor Manolín? Me encanta saludarle, me gusta mucho conocer gente que deja huella –le dije mientras le estrechaba la mano y tocaba su hombro.

Ante la pasividad postrera de Pepín, que pareciera como si hubiera cumplido su objetivo presentándome a Manolín, fue este último quién tomó las riendas y me presentó a Mónica.

  • Mira, ella es Mónica. Una moza que nos cuida muy bien –dijo Manolín con una voz extremadamente aguda, afilada.

Al tiempo que le daba dos besos, en el punto de máxima aproximación de ambas mejillas, pronuncié su nombre con un timbre de voz afectivo, a medio tono, buscando una rara conexión con ella.

Recordé el aserto de los sabios indios que dice que en todo encuentro está la simiente de la separación. Y mi corazón se apenó.

Volví a situarme junto a la puerta del establecimiento, en la misma silla que ocupé al principio, cuando entablé la primera conversación con Pepín.

Y ellos, ajenos a otras vidas, rodeados de una espiritualidad incomprensible, continuaron charlando y riéndose como si aquel momento pudiera ser su último suspiro. A diferencia de millones de seres humanos, ellos no esperaban la noche, sino que vivían y gozaban la tarde.

Pasaban ya las cuatro y media de la tarde y esto significaba que el momento de regresar a Trubia estaba cerca. Sin embargo, mi voluntad se resistía a la realidad del regreso, parecía como si mi lugar estuviera allí, como si nunca debiera volver, como si aquellas gentes y aquellas montañas fueran millones de finas raíces que impidieran al destino arrancarme de allí.


Pasó un coche por la carretera y su conductora tocó el claxon de tal manera, que hizo que todo el sistema del cerebro de todos los que estábamos apaciblemente sentados en la terraza se pusiera en guardia.

  • ¿Qué pasa homeeee? Paez que tamos en Uviéu, ¡coyones! –saltó Manolín, con una voz tal vez más molesta aún que el sonido de la bocina del coche.

La señora del coche, que llevaba la ventanilla bajada, a media voz, dijo:

  • ¡Irdus a la merda!

Después de lamentarse de la mala educación de la señora, se rieron un rato de su “lengua de trapo” y, Mónica, no solo les contó a ellos, sino que contó para todo el barrio, a juzgar por su volumen de voz, una anécdota de su hermana pequeña.

  • Esta es como la mi hermana la Ana María. Ella de chica ni leía bien, ni entendía bien las letras y ni las pronunciaba bien. Y entonces no era como hoy, que hay en los colegios de todo para atenderlos. Cojiela yo y la llevé a Oviéu al logopeda y hoy bien que larga. Y se rió.

Todos rieron, porque allí se reía y se quería.

Respiraba los últimos momentos de mi estancia en Entrago, el final de un día maravilloso que siempre conservaré en mi memoria. Sonaron cinco campanadas provenientes del reloj de la torre principal de la iglesia del pueblo, una hora muy prudente para coger mi bicicleta y emprender mi vuelta.

Mientras comprobaba la presión de las ruedas, el buen funcionamiento de los frenos y del cuentakilómetros, Pepín, Manolín y Mónica seguían charlando animadamente.

  • A ver Manolín, tú que eres tan listo y lo sabes todo, ¿a que no sabes cómo se colocan los cubiertos en una mesa de estas finas, de alta alcurnia? –preguntó Mónica.
  • Puessss, depende –dijo pausado Manolín.
  • ¿Cómo que depende? Depende, ¿de qué? –insistió Mónica.
  • De si el comensal es zurdo o diestro –soltó tan aireado Manolín.

La explosión de risas fue mayúscula, se desternillaban todos de risa, no se podían contener… hasta que mi voz le puso, seguramente, un paréntesis.

  • Bueno gente, marcho ya de este bonito lugar. Si alguna vez fuérais a Nuñomoral, siempre seríais bienvenidos.
  • Vale hombre, que te vaya bien, vuelve pronto –contestaron al unísono.

Y sin más dilación para no correr riesgos de emociones traicioneras pegué una fuerte pedalada que simbolizaba, como poco, el sueño eterno de al menos un año más.

A las afueras ya de la población paré mi bicicleta y de nuevo miré hacia las montañas que rodeaban al pueblo. Me prometí que volvería a ese lugar encantado, que el camino que dejaba atrás lo volvería a pisar. Y escribí una última nota en mi cuaderno de a bordo, le hice una fotografía antes de arrancarla del mismo, introduje el papel en un casco viejo de cerveza y lo escondí tras un árbol, junto al río. Me vine con la esperanza de que alguien lo encontraría algún día y, sobre todo, con el deseo de que lo llegaran a leer Amelia, Goyo, Pepín o Manolín… y que atinaran a pensar en mí.


Y sin más demoras pedaleé con fuerza hacia el planeta que habitamos, hacia la esfera de la tierra, con la completa seguridad de que allí, detrás del mundo, en las bambalinas del teatro de la creación y la existencia, a espaldas de los callejones sin salida del ser humano, en el sepulcro natural de la ideación de un planeta habitable, se encuentra un lugar en el que los sentimientos y los sueños de los seres humanos están por encima de los objetivos globales e interesantes que un día nos trajo el nuevo mundo.

Entrago punto cero…



domingo, 16 de septiembre de 2012

ENTRAGO PUNTO CERO IV

Mi conversación con el señor Goyo y el halo de sosiego que desprendía el pueblo, generaron en mí una grata satisfacción interior.

Paseando hacia la parte nordeste del pueblo apareció ante mí una pintoresca casa con un aspecto impecable. En su parte lateral izquierda, pude ver un cartel con una inscripción en piedra que decía: “Antigua casa del ingeniero”. Esto me hizo pensar que las casas no tienen encanto, tienen historia. Y tienen historia en tanto que a lo largo de su existencia albergan en su interior vidas de distinta naturaleza, especie, forma, número,… Dentro de cada casa hay ocultos una ingente cantidad de secretos, de recuerdos, de lamentos, de sonrisas y, sobre todo, de lágrimas.



Advertí la presencia de un hombre que me observaba desde las rejas que rodeaban la entrada principal de la casa frontera a la que yo miraba. Como apenas pasaba gente por allí, decidí acercarme a este hombre para hacerle una petición:

 - Hola, buenas tardes. ¿Me haría usted una foto junto a esa casa?
- No puedo, soy guardia civil –dijo con tal rotundidad que cualquiera hubiera pensado que una de las prohibiciones más sagradas de un guardia civil es no hacer una foto jamás y bajo ninguna circunstancia.
- Ah, vale. Gracias por haberme atendido y disculpe la molestia.
- Nada –apostilló con desgana.

No sé el porqué, pero no me creí que fuera guardia civil. Entre otras cosas, porque tenía la correa desabrochada y los zapatos sucios. Y todos sabemos que esto contraviene al mismísimo prontuario del admirado cuerpo de naturaleza militar que es la Guardia Civil. Dicho esto, no comento absolutamente nada más de este señor, no vaya a parecer que me sentó fatal que no me hiciera la foto.

Crucé un puente y enfilé de nuevo hacia el centro del pueblo. Apenas había andado doscientos metros divisé a cierta distancia un señor sentado en una silla de ruedas de espaldas a mí. Hice de ese instante un momento eterno, porque estaba seguro de que era él, Pepín. Busqué una perspectiva que me permitiera verlo mejor y verificar que, efectivamente, era Pepín.

No había duda, era él. Escondía su rostro tras las mismas gafas oscuras, tal vez ocultándole al mundo el dolor de una mirada a la que un día le quebraron el horizonte de la felicidad. Justo cuando me encontraba próximo a él, asió los aros propulsores de las ruedas traseras de su silla y con un fuerte impulso emprendió el camino a la cafetería del restaurante “Peña Sobia”.

Esperé un tiempo prudencial para que mi llegada a dicho establecimiento pareciera casual. Al fin y al cabo, en la puerta de la cafetería me resultaría más fácil establecer algún tipo de comunicación con él.

Llegué a la terraza de la cafetería y me senté junto a él, a su izquierda. Los dos mirando de frente, hacia la carretera.

- Disculpe, ¿vive usted aquí, en Entrago? –pregunté inclinándome hacia él, mientras miraba su perfil.
- Yo no vivo en ningún lado –contestó sin mirarme.
- ¿Cómo? –interrogué sorprendido.
- Ahora bien, si a usted le interesa saber dónde habito, pues sí, aquí en Entrago, pero yo vivir, vivir, hace tiempo que dejé de vivir en ningún sitio –refirió con todo lujo de detalles sin mover un solo músculo de la cara.  Más concretamente en la residencia aquella que hay allí arriba (señaló con el dedo) -apostilló. 

Lo comprendí de forma inmediata, yo también haría lo mismo. Dejaría de vivir y pasaría a habitar. Perfecto. Una discapacidad es una realidad con la que es muy difícil empatizar sin que nos veamos invadidos por la compasión, por la lástima. Y ningún ser humano soporta ser compadecido, ni se sostiene psicológicamente dando lástima.

- ¿De dónde viene usted? –preguntó sacándome de mi abstracción.
- De Extremadura, de un pueblo del norte de Cáceres llamado Nuñomoral –contesté inmediatamente.

No sé si la situación estaba lo suficientemente distendida, pero decidí arriesgarme a ir un poco más allá. Después de todo, mis palabras podrían no llegar a sumar, pero tampoco me arriesgaba a que restaran.

- Conozco su nombre, se llama usted Pepín. Estuve por aquí hace un año y le vi en el mismo sitio que ahora ocupa, estaba usted con otro señor que respondía al nombre de Manolín –relaté de un tirón.
- ¡Coño! ¿Y se fijó usted en un pobre discapacitado? –exclamó e interrogó con idéntico tono de voz.
- No. Bueno en principio puede que sí, que me fijara en su discapacidad, ya sabe que lo que más detesta el ser humano es lo que más seduce su retina, vea usted qué nos pasa con los accidentes, los asesinatos, los suicidios, etc. Sin embargo, debo confesar que lo que realmente me llamó la atención de usted es el cariño con que se dirigía a una señora mayor que se acercó a comprar verduras a un vendedor ambulante –relaté con voz pausada y mirándolo a la cara.
- ¡Ahí va la hostia, lo que sabe el extremeño! –exclamó mientras su semblante serio era transformado por una sonrisa.

Sonreí e intencionadamente me quedé callado, quería comprobar si el silencio era comprometedor, incómodo. O por el contrario era un silencio necesario que complementaba nuestra conversación.

jueves, 6 de septiembre de 2012

ENTRAGO PUNTO CERO III

Una comida hecha con paciencia, con cariño, con delicadeza, con pasión... que sabía a gloria.






- ¿Qué tal, cómo ta tou? ¿Gusta ye? –preguntó Amelia.

Un año es una fracción de tiempo importante, razonablemente larga, aunque hoy no lo percibamos. Mientras saboreaba esa estupenda comida y observaba cómo Amelia no paraba un momento, tenía la sensación de llevar todo un año sentado allí, como si el tiempo no hubiera corrido, como si aquellas rocas y aquella gente lo hubieran detenido.

- Sabores lejanos, me encanta. Muchas gracias –respondí.

Mientras esperaba el postre, reparé en un señor solitario que comía en una mesa a mis espaldas. En lugar de sobre la mesa, tenía el vino y su vaso colocados en una silla junto a él, como si en la mesa no tuviera espacio suficiente. Al cabo, de repente, giró sorpresivamente su cabeza hacia la izquierda y me pilló observándolo. Al ver su cara me quedé clavado, sorprendido. Era él, el mismo señor que un año antes me reveló el secreto de la existencia de esta terraza.

Cuando Amelia llegó con el postre, inmediatamente le dije que conocía también de vista al señor que se sentaba al fondo.

- ¿A Goyo? Sí, ye de la casa –contestó con una sonrisa.
- ¿Familiar? ¿Vive con ustedes? –interrogué interesado.
- Non. ye un vecín del pueblu, ta xubiláu, ye viudu y come tolos los díes equí –replicó Amelia.

Pensé en alguna maniobra de aproximación a Goyo, en una vía válida para llegar a él, en una frecuencia adecuada para sintonizar con él.

Me levanté de la mesa y me coloqué en el borde de la terraza mirando hacia el río, simulando una observación exhaustiva del mismo que no se estaba produciendo. Y al momento, cuando estaba seguro de que Goyo ya me había mirado, rodeé una mesa y llegué hasta él. Puse mi mano sobre su hombro y le dije:

- Que aproveche, señor Goyo. Sé su nombre porque me lo ha chivado la señora Amelia.
- Gracias, hombre –respondió alegre con una voz clara y una sonrisa realmente preciosa.
- Señor Goyo, ¿en este río hay truchas? –pregunté apelando a la autoridad de su sobrado conocimiento acerca de todo lo que tuviera que ver con su tierra.
- ¡Muchas, ahora mismo te las enseño! –aseguró absolutamente confiado.

Tras ver las truchas, decidió acompañarme a la puerta principal del restaurante, donde él pasaba sus tardes sentado en una silla, junto a la carretera general del pueblo. No sé porqué, pero ver pasar coches es otra de las aficiones más comunes que tienen los jubilados.

En pie, junto a la carretera, me hizo un resumen de su vida. Me dijo que había estado trabajando en el País Vasco la friolera de cuarenta y ocho años, entre San Sebastián y Vitoria. Toda su vida fue soldador, según sus propias palabras “un gran soldador, de los buenos de verdad”. Y para apuntalar su afirmación me contó una anécdota bastante curiosa. Me relató que en cierta ocasión lo hicieron desplazarse a Francia para un trabajo notablemente delicado en un aserradero, en una localidad situada a 40 kilómetros de París (el nombre de la misma no lo desveló), permaneció allí más de tres meses y, anticipándose a mi pregunta, afirmó literalmente: “ni se me pasó por el magín asomarme por París, ya ves tú”. Cuando había finiquitado toda la faena, siguió contándome, que el gerente del aserradero, ya estando en su coche para regresar a España, se acercó a él para felicitarle por su buen trabajo y para despedirse. En señal de agradecimiento, incluso de afecto, el dueño del aserradero estrechó su mano al tiempo que le entregaba un sobre cerrado. Goyo pensó que el sobre sería una carta de agradecimiento y lo lanzó al asiento trasero de su coche. Sin embargo, en una parada en el camino, le dio por abrir dicho sobre y contenía ni más ni menos que 3.500 francos franceses.

- ¡De los de la época, no te puedes tú imaginar la tremenda propina que era esa, paisano! Cuando lo abrí pensé emocionado en mi mujer y mis fíos –terminó casi emocionado, pienso yo que más por el recuerdo de su difunta esposa que por la anécdota o la propina.

Traté de que se viniera conmigo a tomar un café y declinó la invitación. El recorrido de la conversación había terminado y decidí despedirme dándole la mano y abrazándolo de forma medida. “Volveré”, pensé para mis adentros.

Estos dos encuentros produjeron en mi interior un efecto muy especial, hicieron mover mis sentimientos como el centelleo de las estrellas que vemos a lo lejos en las largas noches de insomnio, en mi corazón bailaban luces punzantes, intensas, variables, persistentes…


Pero aún tenía pendiente dos encuentros más…