Entré
en la cafetería y me pedí un refresco de naranja, con la intención
de salir a tomármelo en la terraza.
Siempre
tomo bebida de naranja porque me produce un retroceso a estados
psicológicos propios de mi etapa infantil, y no por conflictos y
tensiones no resueltos que diría Freud, sino porque recuerdo cuando
mi padre me compraba las míticas Mirindas de naranja en la taberna
del tío Pedro Alejandrino o del tío Mero. Pienso yo que este hecho
me sitúa inconscientemente en el Nuñomoral de los años setenta y
ochenta, y como éramos tan felices allí y entonces, pues ahí está
la clave de mi predilección por este tipo de bebida.
Ya
en la calle de nuevo, de pie en la acera, miré a Pepín y, a modo de
brindis, levanté mi vaso de tubo e incliné mi cabeza ligeramente.
Él me correspondió con una amplia sonrisa. Y acto seguido marché
en dirección contraria de donde él se encontraba, hacia un malecón
situado junto al río Teverga. Tomé asiento sobre una piedra plana,
en la densa umbría que formaba la arboleda sobre el curso del río y
sus orillas. Y como una melodía dulce de Joao Afonso el vibrato de
la corriente del río daba pellizcos a mi alma, mientras yo me dejaba
llevar por la fantasía de los mundos de las ilusiones cumplidas.
Entrago: punto cero del camino a la gloria.
Pasados
tres cuartos de hora regresé a la terraza “Peña Sobia”.
- Mira Manolín, te voy a presentar a un extremeño curioso – gritó Pepín apenas me vio aparecer por las inmediaciones de la terraza.
Junto
a él, compartiendo mesa, se sentaban ahora Manolín y una mujer que
destacaba porque hablaba a grito pelado. Eso sí, les dispensaba un
trato exquisito a los dos. Me la presentó Manolín como Mónica y
era una de las cuidadoras que los atendía en la residencia que
anteriormente había reseñado Pepín.
- ¿Cómo está usted, señor Manolín? Me encanta saludarle, me gusta mucho conocer gente que deja huella –le dije mientras le estrechaba la mano y tocaba su hombro.
Ante
la pasividad postrera de Pepín, que pareciera como si hubiera
cumplido su objetivo presentándome a Manolín, fue este último
quién tomó las riendas y me presentó a Mónica.
- Mira, ella es Mónica. Una moza que nos cuida muy bien –dijo Manolín con una voz extremadamente aguda, afilada.
Al
tiempo que le daba dos besos, en el punto de máxima aproximación de
ambas mejillas, pronuncié su nombre con un timbre de voz afectivo, a
medio tono, buscando una rara conexión con ella.
Recordé
el aserto de los sabios indios que dice que en todo encuentro está
la simiente de la separación. Y mi corazón se apenó.
Volví
a situarme junto a la puerta del establecimiento, en la misma silla
que ocupé al principio, cuando entablé la primera conversación con
Pepín.
Y
ellos, ajenos a otras vidas, rodeados de una espiritualidad
incomprensible, continuaron charlando y riéndose como si aquel
momento pudiera ser su último suspiro. A diferencia de millones de
seres humanos, ellos no esperaban la noche, sino que vivían y
gozaban la tarde.
Pasaban
ya las cuatro y media de la tarde y esto significaba que el momento
de regresar a Trubia estaba cerca. Sin embargo, mi voluntad se
resistía a la realidad del regreso, parecía como si mi lugar
estuviera allí, como si nunca debiera volver, como si aquellas
gentes y aquellas montañas fueran millones de finas raíces que
impidieran al destino arrancarme de allí.
Pasó
un coche por la carretera y su conductora tocó el claxon de tal
manera, que hizo que todo el sistema del cerebro de todos los que
estábamos apaciblemente sentados en la terraza se pusiera en
guardia.
- ¿Qué pasa homeeee? Paez que tamos en Uviéu, ¡coyones! –saltó Manolín, con una voz tal vez más molesta aún que el sonido de la bocina del coche.
La
señora del coche, que llevaba la ventanilla bajada, a media voz,
dijo:
- ¡Irdus a la merda!
Después
de lamentarse de la mala educación de la señora, se rieron un rato
de su “lengua de trapo” y, Mónica, no solo les contó a ellos,
sino que contó para todo el barrio, a juzgar por su volumen de voz,
una anécdota de su hermana pequeña.
- Esta es como la mi hermana la Ana María. Ella de chica ni leía bien, ni entendía bien las letras y ni las pronunciaba bien. Y entonces no era como hoy, que hay en los colegios de todo para atenderlos. Cojiela yo y la llevé a Oviéu al logopeda y hoy bien que larga. Y se rió.
Todos
rieron, porque allí se reía y se quería.
Respiraba
los últimos momentos de mi estancia en Entrago, el final de un día
maravilloso que siempre conservaré en mi memoria. Sonaron cinco
campanadas provenientes del reloj de la torre principal de la iglesia
del pueblo, una hora muy prudente para coger mi bicicleta y emprender
mi vuelta.
Mientras
comprobaba la presión de las ruedas, el buen funcionamiento de los
frenos y del cuentakilómetros, Pepín, Manolín y Mónica seguían
charlando animadamente.
- A ver Manolín, tú que eres tan listo y lo sabes todo, ¿a que no sabes cómo se colocan los cubiertos en una mesa de estas finas, de alta alcurnia? –preguntó Mónica.
- Puessss, depende –dijo pausado Manolín.
- ¿Cómo que depende? Depende, ¿de qué? –insistió Mónica.
- De si el comensal es zurdo o diestro –soltó tan aireado Manolín.
La
explosión de risas fue mayúscula, se desternillaban todos de risa,
no se podían contener… hasta que mi voz le puso, seguramente, un
paréntesis.
- Bueno gente, marcho ya de este bonito lugar. Si alguna vez fuérais a Nuñomoral, siempre seríais bienvenidos.
- Vale hombre, que te vaya bien, vuelve pronto –contestaron al unísono.
Y
sin más dilación para no correr riesgos de emociones traicioneras
pegué una fuerte pedalada que simbolizaba, como poco, el sueño
eterno de al menos un año más.
A
las afueras ya de la población paré mi bicicleta y de nuevo miré
hacia las montañas que rodeaban al pueblo. Me prometí que volvería
a ese lugar encantado, que el camino que dejaba atrás lo volvería a
pisar. Y escribí una última nota en mi cuaderno de a bordo, le hice
una fotografía antes de arrancarla del mismo, introduje el papel en
un casco viejo de cerveza y lo escondí tras un árbol, junto al río.
Me vine con la esperanza de que alguien lo encontraría algún día
y, sobre todo, con el deseo de que lo llegaran a leer Amelia, Goyo,
Pepín o Manolín… y que atinaran a pensar en mí.
Y
sin más demoras pedaleé con fuerza hacia el planeta que habitamos,
hacia la esfera de la tierra, con la completa seguridad de que allí,
detrás del mundo, en las bambalinas del teatro de la creación y la
existencia, a espaldas de los callejones sin salida del ser humano,
en el sepulcro natural de la ideación de un planeta habitable, se
encuentra un lugar en el que los sentimientos y los sueños de los
seres humanos están por encima de los objetivos globales e
interesantes que un día nos trajo el nuevo mundo.
Entrago
punto cero…