Mi conversación con el señor Goyo y el halo de sosiego que desprendía el pueblo, generaron en mí una grata satisfacción interior.
Paseando hacia la parte nordeste del pueblo apareció ante mí una pintoresca casa con un aspecto impecable. En su parte lateral izquierda, pude ver un cartel con una inscripción en piedra que decía: “Antigua casa del ingeniero”. Esto me hizo pensar que las casas no tienen encanto, tienen historia. Y tienen historia en tanto que a lo largo de su existencia albergan en su interior vidas de distinta naturaleza, especie, forma, número,… Dentro de cada casa hay ocultos una ingente cantidad de secretos, de recuerdos, de lamentos, de sonrisas y, sobre todo, de lágrimas.
Advertí la presencia de un hombre que me observaba desde las rejas que rodeaban la entrada principal de la casa frontera a la que yo miraba. Como apenas pasaba gente por allí, decidí acercarme a este hombre para hacerle una petición:
- Hola, buenas tardes. ¿Me haría usted una foto junto a esa casa?
- No puedo, soy guardia civil –dijo con tal rotundidad que cualquiera hubiera pensado que una de las prohibiciones más sagradas de un guardia civil es no hacer una foto jamás y bajo ninguna circunstancia.
- Ah, vale. Gracias por haberme atendido y disculpe la molestia.
- Nada –apostilló con desgana.
No sé el porqué, pero no me creí que fuera guardia civil. Entre otras cosas, porque tenía la correa desabrochada y los zapatos sucios. Y todos sabemos que esto contraviene al mismísimo prontuario del admirado cuerpo de naturaleza militar que es la Guardia Civil. Dicho esto, no comento absolutamente nada más de este señor, no vaya a parecer que me sentó fatal que no me hiciera la foto.
Crucé un puente y enfilé de nuevo hacia el centro del pueblo. Apenas había andado doscientos metros divisé a cierta distancia un señor sentado en una silla de ruedas de espaldas a mí. Hice de ese instante un momento eterno, porque estaba seguro de que era él, Pepín. Busqué una perspectiva que me permitiera verlo mejor y verificar que, efectivamente, era Pepín.
No había duda, era él. Escondía su rostro tras las mismas gafas oscuras, tal vez ocultándole al mundo el dolor de una mirada a la que un día le quebraron el horizonte de la felicidad. Justo cuando me encontraba próximo a él, asió los aros propulsores de las ruedas traseras de su silla y con un fuerte impulso emprendió el camino a la cafetería del restaurante “Peña Sobia”.
Esperé un tiempo prudencial para que mi llegada a dicho establecimiento pareciera casual. Al fin y al cabo, en la puerta de la cafetería me resultaría más fácil establecer algún tipo de comunicación con él.
Llegué a la terraza de la cafetería y me senté junto a él, a su izquierda. Los dos mirando de frente, hacia la carretera.
- Disculpe, ¿vive usted aquí, en Entrago? –pregunté inclinándome hacia él, mientras miraba su perfil.
- Yo no vivo en ningún lado –contestó sin mirarme.
- ¿Cómo? –interrogué sorprendido.
- Ahora bien, si a usted le interesa saber dónde habito, pues sí, aquí en Entrago, pero yo vivir, vivir, hace tiempo que dejé de vivir en ningún sitio –refirió con todo lujo de detalles sin mover un solo músculo de la cara. Más concretamente en la residencia aquella que hay allí arriba (señaló con el dedo) -apostilló.
Lo comprendí de forma inmediata, yo también haría lo mismo. Dejaría de vivir y pasaría a habitar. Perfecto. Una discapacidad es una realidad con la que es muy difícil empatizar sin que nos veamos invadidos por la compasión, por la lástima. Y ningún ser humano soporta ser compadecido, ni se sostiene psicológicamente dando lástima.
- ¿De dónde viene usted? –preguntó sacándome de mi abstracción.
- De Extremadura, de un pueblo del norte de Cáceres llamado Nuñomoral –contesté inmediatamente.
No sé si la situación estaba lo suficientemente distendida, pero decidí arriesgarme a ir un poco más allá. Después de todo, mis palabras podrían no llegar a sumar, pero tampoco me arriesgaba a que restaran.
- Conozco su nombre, se llama usted Pepín. Estuve por aquí hace un año y le vi en el mismo sitio que ahora ocupa, estaba usted con otro señor que respondía al nombre de Manolín –relaté de un tirón.
- ¡Coño! ¿Y se fijó usted en un pobre discapacitado? –exclamó e interrogó con idéntico tono de voz.
- No. Bueno en principio puede que sí, que me fijara en su discapacidad, ya sabe que lo que más detesta el ser humano es lo que más seduce su retina, vea usted qué nos pasa con los accidentes, los asesinatos, los suicidios, etc. Sin embargo, debo confesar que lo que realmente me llamó la atención de usted es el cariño con que se dirigía a una señora mayor que se acercó a comprar verduras a un vendedor ambulante –relaté con voz pausada y mirándolo a la cara.
- ¡Ahí va la hostia, lo que sabe el extremeño! –exclamó mientras su semblante serio era transformado por una sonrisa.
Sonreí e intencionadamente me quedé callado, quería comprobar si el silencio era comprometedor, incómodo. O por el contrario era un silencio necesario que complementaba nuestra conversación.
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