Una comida hecha con paciencia, con cariño, con delicadeza, con pasión... que sabía a gloria.
- ¿Qué tal, cómo ta tou? ¿Gusta ye? –preguntó Amelia.
Un año es una fracción de tiempo importante, razonablemente larga, aunque hoy no lo percibamos. Mientras saboreaba esa estupenda comida y observaba cómo Amelia no paraba un momento, tenía la sensación de llevar todo un año sentado allí, como si el tiempo no hubiera corrido, como si aquellas rocas y aquella gente lo hubieran detenido.
- Sabores lejanos, me encanta. Muchas gracias –respondí.
Mientras esperaba el postre, reparé en un señor solitario que comía en una mesa a mis espaldas. En lugar de sobre la mesa, tenía el vino y su vaso colocados en una silla junto a él, como si en la mesa no tuviera espacio suficiente. Al cabo, de repente, giró sorpresivamente su cabeza hacia la izquierda y me pilló observándolo. Al ver su cara me quedé clavado, sorprendido. Era él, el mismo señor que un año antes me reveló el secreto de la existencia de esta terraza.
Cuando Amelia llegó con el postre, inmediatamente le dije que conocía también de vista al señor que se sentaba al fondo.
- ¿A Goyo? Sí, ye de la casa –contestó con una sonrisa.
- ¿Familiar? ¿Vive con ustedes? –interrogué interesado.
- Non. ye un vecín del pueblu, ta xubiláu, ye viudu y come tolos los díes equí –replicó Amelia.
Pensé en alguna maniobra de aproximación a Goyo, en una vía válida para llegar a él, en una frecuencia adecuada para sintonizar con él.
Me levanté de la mesa y me coloqué en el borde de la terraza mirando hacia el río, simulando una observación exhaustiva del mismo que no se estaba produciendo. Y al momento, cuando estaba seguro de que Goyo ya me había mirado, rodeé una mesa y llegué hasta él. Puse mi mano sobre su hombro y le dije:
- Que aproveche, señor Goyo. Sé su nombre porque me lo ha chivado la señora Amelia.
- Gracias, hombre –respondió alegre con una voz clara y una sonrisa realmente preciosa.
- Señor Goyo, ¿en este río hay truchas? –pregunté apelando a la autoridad de su sobrado conocimiento acerca de todo lo que tuviera que ver con su tierra.
- ¡Muchas, ahora mismo te las enseño! –aseguró absolutamente confiado.
Tras ver las truchas, decidió acompañarme a la puerta principal del restaurante, donde él pasaba sus tardes sentado en una silla, junto a la carretera general del pueblo. No sé porqué, pero ver pasar coches es otra de las aficiones más comunes que tienen los jubilados.
En pie, junto a la carretera, me hizo un resumen de su vida. Me dijo que había estado trabajando en el País Vasco la friolera de cuarenta y ocho años, entre San Sebastián y Vitoria. Toda su vida fue soldador, según sus propias palabras “un gran soldador, de los buenos de verdad”. Y para apuntalar su afirmación me contó una anécdota bastante curiosa. Me relató que en cierta ocasión lo hicieron desplazarse a Francia para un trabajo notablemente delicado en un aserradero, en una localidad situada a 40 kilómetros de París (el nombre de la misma no lo desveló), permaneció allí más de tres meses y, anticipándose a mi pregunta, afirmó literalmente: “ni se me pasó por el magín asomarme por París, ya ves tú”. Cuando había finiquitado toda la faena, siguió contándome, que el gerente del aserradero, ya estando en su coche para regresar a España, se acercó a él para felicitarle por su buen trabajo y para despedirse. En señal de agradecimiento, incluso de afecto, el dueño del aserradero estrechó su mano al tiempo que le entregaba un sobre cerrado. Goyo pensó que el sobre sería una carta de agradecimiento y lo lanzó al asiento trasero de su coche. Sin embargo, en una parada en el camino, le dio por abrir dicho sobre y contenía ni más ni menos que 3.500 francos franceses.
- ¡De los de la época, no te puedes tú imaginar la tremenda propina que era esa, paisano! Cuando lo abrí pensé emocionado en mi mujer y mis fíos –terminó casi emocionado, pienso yo que más por el recuerdo de su difunta esposa que por la anécdota o la propina.
Traté de que se viniera conmigo a tomar un café y declinó la invitación. El recorrido de la conversación había terminado y decidí despedirme dándole la mano y abrazándolo de forma medida. “Volveré”, pensé para mis adentros.
Estos dos encuentros produjeron en mi interior un efecto muy especial, hicieron mover mis sentimientos como el centelleo de las estrellas que vemos a lo lejos en las largas noches de insomnio, en mi corazón bailaban luces punzantes, intensas, variables, persistentes…
Pero aún tenía pendiente dos encuentros más…
2 comentarios:
Primitivo, espero poder leer esos"dos encuentros más".
Me han encantado los tres Entragos y ya te he comenzado a seguir.
Recomendaré tu blog a amigos que se que les va a gustar mucho leerte.
Enhorabuena por este precioso Blog.
Carmen
Muchísimas gracias, Carmen. El blog es algo muy personal, es proyectivo y es más sincero que un reguero de sangre, que decía la canción. Me gusta mucho que lo sigas y me encanta que lo recomiendes, gracias de verdad.
Un saludo!!!
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