Queramos o no reconocerlo hay un hecho que, para bien o para
mal, ha venido en resultar un mundo fascinante para propios y extraños: el
sumamente controvertido universo de las putas.
La prostitución, al igual que la política, el fútbol, la
religión, etc., logra unos posicionamientos claramente marcados, ya sean a favor
o en contra, pero nunca deja indiferente. De ahí que podamos calificar ese
mundo de complejo a la par que fascinante. Tiene un halo de misterio envuelto
en las tinieblas de la noche que siempre logra captar la atención de la gente,
ya sea con reacciones beligerantes o de comprensión y apoyo. ¡¡Ay, esa
necesidad humana fundamental de resolver los misterios!!
El caso es que a todo el mundo le gustaría decidir por las
putas, cuando ellas deben ser las que rijan su propia vida, tal cual me comentó
una chica del gremio recientemente.
- Todo el mundo opina de nosotras y todo el mundo quiere
arreglarnos la vida, Primitivo.
- Hombre, Jenny, eso dice mucho de la bondad natural del ser
humano.
- ¡Bah, paranoias, no me jodas, os podíais ir todos a tomar
por culo!
- ¡¡Olé!!
Huelga decir que estoy hablando de putas por vocación o,
cuando menos, por voluntad propia. De ahí para arriba no se hablaría del noble
oficio de vender sexo, sino de explotación pura y dura.
Y sinceramente estoy plenamente de acuerdo con Jenny en que,
quien ejerce el oficio de puta, tiene que tener una autonomía y una capacidad
de decisión plena sobre sus designios, debido a la importancia capital de su
profesión y a la relevancia social que históricamente esta ha tenido (por
cierto, contra lo que se cree, no es el oficio más viejo del mundo, un día
cuento esto).
Y ahora paso a
fundamentar, a través de algunas vivencias y ejemplos próximos, la
enorme entidad que trato de asignarle a la profesión de meretriz.
Un buen ciudadano de Nuñomoral llamado Rodolfo, más conocido
como el Redes, trabajó de mayordomo hace muchos años con una
familia española de alta alcurnia, una
familia de las de cinco tenedores, de estas de rancio abolengo. Esto lo saben
muy pocos paisanos nuestros, porque Rodolfo el Redes jamás lo contaba,
para darse una modestia y una discreción que él creía acorde a la importancia y
gravedad del cargo que en el pasado había ostentado. Sin embargo, un día
cualquiera de un año cualquiera en un lugar preciso, movido por la curiosidad y observando su porte marcial y sus delicados modos, le inquirí:
- Redes, me sorprenden esas formas tan finas que tienes tú de
relacionarte con el mundo. ¿Dónde aprendiste tanta educación, tanta urbanidad y
tanta cortesía? ¿Cómo adquiriste esas formas tan exquisitas de interacción
social?
Se sintió tan halagado y le cayó tan en gracia la pregunta
que me desveló su secreto mejor guardado:
- Huy, Tivi, si yo te contara. Aquí donde me ves, yo estuve
trabajando de mayordomo para un Grande de España, amigo. Unos marqueses de
renombre, lo que me dio pie a conocer a una cantidad importante de gente de la
alta nobleza española. ¿Cómo te ha quedado el cuerpo, compadre?
- De piedra, Redes, de piedra, así me ha quedado. Te juro que
siempre sospeché que algo extraordinario formaba parte de tu historia personal.
La verdad es que este buen vecino y paisano tiene nombre de
mayordomo: Urbano, Alfredo, Sebastián y, cómo no, Rodolfo, pero nadie en el pueblo habríamos
pensado jamás que un hombre de su tiempo hubiera accedido a un puesto de esa significación.
Me resultó muy satisfactorio recibir esa información, la
verdad; pero lo que realmente terminó de llenarme el gorro fue la anécdota que
contó después, la cual, por la relación de su contenido con el tema de esta
entrada de blog, la transcribo aquí literalmente:
-
Un tarde, el señor de la casa, don
Amadeo Villalta y Osuna de Morterero, Marqués de Villamejor, como tantas veces,
organizó uno de los muchos cócteles de hombres en uno de los más grandes y
hermosos salones de su casa. Y en una de mis asistencias a los corrillos de
duques, marqueses, condes, barones y demás títulos y dignidades nobiliarias,
mientras les ofrecía la bandeja, escuché cómo expresaban la necesidad de
terminar la noche contratando los servicios de algunas prostitutas para, según
sus propias palabras, poder aliviar sus necesidades varoniles.
Uno de ellos me miró y buscó mi complicidad con su sonrisa, pero yo me mantuve
impertérrito, ni pestañeé.
-
¿Y él se conformó con tu indiferencia?
Te lo digo porque le gente pudiente necesita tener la completa seguridad de que todo
funciona acorde a sus estrictos intereses, a su capricho.
-
No, no se conformó. Te cuento. Resulta
que el preclaro personaje abandonó el grupo, me tomó amablemente por el brazo,
me llevó a un rinconcito y me desveló uno de los secretos mejor guardados de la
nobleza: “Amigo Rodolfo, atiéndame lo que le voy a decir probo sirviente: un
caballero, o más precisamente un gentleman, no puede permitirse bajo ningún
concepto que se aprecien su ruina ni su tristeza; sin embargo, es muy aceptado
y valorado que su carácter muestre una punta de golferío, una tendencia digamos
natural a las putas... jojojojo...”.
No me digáis que no es impresionante lo que le cascó el
principal caballero a nuestro amigo el
Redes, una frase que define con certera precisión de manera integral en qué
consiste genéricamente la nobleza ruin, esa que ostenta título pero no tiene ni
un ochavo. ¡¡Ay, las apariencias, Dios mío!!
Los nobles y las putas, seres sin par.
2 comentarios:
Vaya pedazo de mensaje le transmitió, pues será cierto que ocultan lo triste y ensalzan el buen vivir? ¿y será por eso que les plantaron genéricamente el nombre de nobles??? Jajajaja, presumir nobleza por la cuna...
Un comentario de alta escuela, sí señorita!!!! Gracias!!!
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