sábado, 28 de noviembre de 2009

DESCARTES y II

Caminábamos despacio y hablábamos de todo sin parar. La luna se estrellaba en su cara nívea y además de belleza le daba un halo de divinidad. La situación y su intención, aunque reales, tenían apariencia de soñadas... eran realmente soñadas.

 Y después del paseo, ¿qué? Le dije.
 El paseo lo podemos acabar cuando nosotros queramos, contestó.
 El paseo sí, pero la noche tiene un curso y un ciclo, aseveré.

Decidimos en el retorno entrar en un pequeño parque que había a las afueras del pueblo. Nuestras palabras no se agotaban jamás, al contrario, había que encajarlas con mucha precisión para que el mensaje se intercambiara y su contenido no se perdiera en tonos grises. Después de un largo rato, le propuse aprovechar el residuo de la música que llegaba de lejos para inventarnos un baile. Recuerdo los primeros movimientos suyos en solitario, el tapiz de su cara acogía sombras, semisombras y flechazos de luz amarilla que lanzaba una farola aislada. El contoneo de su cuerpo se adaptaba con tal perfección a la música que su figura quedó bordada por sus notas. En el bamboleo de nuestro movimiento, nuestras caras comenzaron a rozarse, pero resistían la enorme tentación de un beso prematuro. Nos sentíamos en silencio, nos tomábamos con el olfato, nos embriagaba el roce delicado de nuestra piel y nos amarraban nuestras manos demandando con su presión algo más. El deseo se convertía en una necesidad impostergable, pero aún así decidí poner fin al momento mágico.

 Perdona, voy a mear.
 Joder chico!! Qué falta de oportunidad la de tu pipí.

Rayaba el día y le pedí que reanudáramos nuestro regreso al epicentro del pueblo, de la fiesta. Allí le esperaban sus amigos, y le reprocharon su desaparición repentina y su tardanza excesiva. Yo permanecí a una distancia prudencial. Escuché retraído, y jugué un rato con pensamientos diversos que no tenían nada que ver con aquella noche.

Con la puerta de mi coche abierta, respiraba la mañana y los residuos que la noche había dejado. Al mismo tiempo que despuntaba el día, yo integraba mis vivencias de esa noche en mi experiencia y mi historia personal.

No me dio tiempo a nada, tan sólo se acercó fugazmente, me dio dos besos rápidos y frescos, me dijo que se iba y que ya nos veíamos. Miré su rostro fijamente. Aún guardo intacto y fresco ese recuerdo.

Al día siguiente emprendí viaje a París (algo ya previsto), ella estaría unos días más por Extremadura. Recuerdo que en aquel viaje me compré un jersey de rayas horizontales, siempre me quedó grande.

Jamás nos volvimos a ver, pero fue una experiencia tan fugaz como intensa que se constituyó en una de las vivencias más interesantes de mi vida. Durante un tiempo me aferré a su recuerdo, preguntaba y nadie sabía nada. Es lo más parecido a un sueño que me ha pasado. Tiempo más tarde me enteré que ella también me había buscado, aunque debo reconocer que todos los datos que obtenía eran inconsistentes e imprecisos.

Una larguísima temporada después de aquella noche bruja, algo poco habitual en mí, me puse a lavar el coche. Cuando lo limpiaba por dentro, debajo del asiento trasero, vi la parte superior de un paquete de cigarrillos marca Winston (justo el gorrito que cierra el paquete), lo fui a tirar y al cogerlo observé que había algo escrito en su parte interior. Con letra temblorosa, como la que se hace sobre una superficie irregular, en tinta azul se podía leer: “Vicky – 938864575”. Había sido ella, cuando me despidió efímeramente en la puerta del coche.

Movido aún por el hechizo de aquella noche, marqué ese número (no se especifica si fijo o móvil porque, evidentemente, en aquel momento no había teléfonos móviles). Una voz robotizada me informó que el teléfono marcado no existía.

Un cúmulo de casualidades puede cercenar un gran amor de futuro, y este amor de futuro, a su vez, también puede ser eliminado por silencios asesinos… o por comportamientos estáticos que confían demasiado en el destino apetecido.

Me acordé de Descartes cuando afirmó que un hombre no se puede bañar dos veces en el mismo río, se lo conté a Celso, mi profesor de filosofía en Salamanca. Abrió libro de texto oficial por una página determinada y me golpeó con el contenido de Heráclito en la cabeza.

Sonreí y me marché calladamente.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

DESCARTES I


Un día, hace muchos años, me encontraba en una fiesta veraniega de un pequeño pueblo de Extremadura. Mientras la orquesta tocaba los sones de la Vieja Trova Santiaguera, charlaba animadamente con una prima mía que, casualmente, me encontré allí. El ruido ensordecedor de los músicos dificultaba nuestra conversación, pero no la anulaba. Recuerdo que, durante nuestra charla, llegaron y se colocaron junto a nosotros un chico y una chica que, como supe más tarde, eran de Madrid.

En uno de los momentos de la noche, miré a la chica justo cuando ella me estaba mirando a mí. Y noté cómo nuestras miradas, lejos de chocar, se entrelazaron. Transcurrido un tiempo prudencial y con el terreno abonado por varias miradas que serpenteaban paralelas, me acerqué a ella y le dije:

 Hola, te gustaría descubrir Itaca?

El chico que la acompañaba era su hermano, noté en él cierta complicidad para con ella... o una incertidumbre cierta, no lo sé.

Después de un espacio de tiempo de tanteo inicial, para medir el grado de acomodación mutua, se percibía claramente la existencia de cierto magnetismo que nos impedía terminar la conversación. Una conspiración oculta en mi interior me ordenaba que diera un paso más.

 Después de conocerte, siento que no pinto nada en esta fiesta. Me voy a pasear, ¿te vienes?
 Eh? Eee, pues, va... no sé, no conozco esto.
 Te entiendo, no conoces esto. A mí me conoces poco o nada. Y además sería lógico que pensaras que mi propuesta encierra una intención superior al mero paseo. No pasearemos juntos.
 No, sí... damos un paseo. Es mi deseo, lo prefiero.

A mí, a priori, todo el mundo sin excepción me parece interesante, entre otras cosas, porque todos y cada uno tenemos una historia personal propia y generalmente más apasionante de lo que parece. Sin embargo, aquella chica me transmitía un recorrido un poco más profundo. Percibía en ella una aureola enigmática.

 Veo en tu mirada un misterio que me gustaría descubrir, desentrañar, le dije sin mirarla.

Era casi mágica la sensación de sentir nuestra pulsación, ahora ya palpable porque no la eliminaba el ruido atronador de la orquesta.

domingo, 13 de septiembre de 2009

OSITO DE PELUCHE (y III)

III

El niño en muchas ocasiones le había propuesto a su madre intentar pedir él las limosnas, aduciendo que al ser manco podría conmover antes a la gente y así conseguir de un modo más fácil el dinero. Su madre no se lo permitía, ni se lo permitiría nunca. Era consciente de que una vez que encontrara su camino se engancharía a la vida y ya nada lo pararía, aunque ella ya no estuviera junto a él para verlo.

Había pasado ya bastante tiempo pero el niño no olvidaba a osita de peluche. Todas la noches, a una estrella que había cogido de referencia, le mandaba el mismo mensaje para su amada osita: “estoy junto a ti y soy muy feliz”. Era su frase preferida, la que más le gustaba, el comunicado más cargado de sentimiento que conocía. Luego, miraba fijamente a la estrella, que en su tercer tic nervioso, ya le había transmitido su telegrama a osita de peluche y ésta lo estaría leyendo llena de fortuna. Su madre lo observaba con ternura y acariciaba su cabeza haciéndole caracoles de su tristeza, pensando en la tremenda marca que aquella linda osita le había dejado, y con un enorme caudal de lágrimas arropaba a su hijo y se quedaba dormida.

Últimamente los contenedores de esa barriada de ricos apenas ofrecían sobras de comida aprovechables. Quizá hubiera crisis, pero lo cierto es que no había forma de toparse con algo interesante que llevarse al estómago. La madre preparó su viejo carrito y le dijo al niño que marchaban a un barrio de extrarradio que habitaba gente de clase media, unos adosados al alcance de cualquiera que el sistema no hubiera relegado. Seguramente las estanterías de aquellos contenedores estuvieran algo más llenas, o las gentes de la urbanización fueran tal vez un poco más generosas. Llegaron al filo de las cuatro de la tarde, llovía mucho y el día estaba muy oscuro.

- Mientras preparo todo para pasar bien la noche hijo, acércate a dar un primer vistazo a los contenedores, a ver qué hay.
- Pero es una tontería que vaya yo, aunque haya comida no puedo cogerla.
- Cobíjate y no te mojes.
- Pero igualmente voy, estoy aburrido y me da igual mojarme. Luego me secas.
- Vaaale.

El niño caminaba por la calle central de la urbanización, se resguardó de la lluvia en una parada de autobús. Desde allí vio sobre uno de los contenedores semiabiertos unas alas blancas que asomaban. No aguantó su curiosidad y se acercó, se puso de puntillas y con la boca intentó tirar de las alas, se le escurrieron y no logró sacar nada; de nuevo hizo otra intentona, este vez mordió fuertemente las alas y tiró con mucha más fuerza, hasta que del interior salió con violencia algo.

- ¡Ay, me has hecho daño!
- ¡¡¡Osita de peluche!!! ¡Dios, mi linda osita!
- ¡Eres tú!
- No sabía que eras una osita alada.
- En el escaparate siempre me viste de frente.
- Abrázame, por favor.

Se ocultaron, lo abrazó, se amaron, lo acarició, se dijeron las palabras más bonitas del mundo y se hicieron una cantidad de promesas que ya nadie podría impedirles cumplir. Todo ello bajo la atenta mirada de su madre que, embargada por la emoción, no podía articular palabra pero compartía toda la ilusión, estaba invadida por el mismo sentimiento que su hijo manco.

- Ahora ya me puedo morir tranquila –musitó-.

De la desbordante felicidad de osita de peluche y del manco aprendí yo un día que todas las personas tienen su momento, que si sientes un vacío por pequeño que sea es porque tu mejor momento está por llegar, que los huecos que te ves los rellena el destino en el instante más oportuno y que todas las dudas que surgen en etapas difíciles tienes su solución en el manual de la paciencia y del tiempo.

¡Ah, por cierto! Si tu ilusión es estudiar la larga carrera del amor, para un día poder enseñar esos mismos conocimientos, ponte en contacto con osita de peluche y con su manquito amado que ellos te acompañarán hasta la única facultad que existe en el mundo y seguramente se prestarán para guiarte gratis en todas tus prácticas durante tus estudios.

Los puedes encontrar en cualquier esquina de Addis Abeba, y como de geografía sabe cualquiera, no hace falta que te recuerde que es la capital de la ilusión de osita de peluche, la capital de Utopía... perdón de Etiopía...o yo qué sé...

FIN

jueves, 10 de septiembre de 2009

OSITO DE PELUCHE (II)

II

Las tiendas principiaban a bajar sus persianas de seguridad hasta media altura, para avisar a los compradores más despistados que la hora de cierre se acercaba. Era Nochebuena y había que estar pronto en casa para dar intensidad a una noche tan entrañable y destacada. El niño con la esperanza ya perdida se acercó de nuevo al escaparate, y ya casi a media luz, observó cómo del brillo de los ojos de osito de peluche nacía una lágrima, una lágrima de verdad.

- Por favor, señor me regala usted ese osito –gritó sofocado-.
- Abandona inmediatamente la tienda, vamos a cerrar y además das muy mala imagen. Marcha o de lo contrario te sacaré yo mismo.
- Perdón señor –murmuró el pobre niño entre el llanto más amargo e impotente que jamás se haya producido-.

El instinto de supervivencia es muy atrevido, pero hay que reconocer que preservar la dignidad y la integridad de una persona pobre es una empresa casi irrealizable. Una frustración detrás de otra, miles de batallas que le estaban arrasando literalmente su corazón, muchas vendas para tapar las cicatrices invisibles de la miseria, toda una cátedra de motivos para ya nunca poder amar a nadie, a pesar de la nobleza los sentimientos.

Todas las tiendas cerraron. La gente aligeraba su paso para ir a postrarse ante Dios en la misa nocturna del Gallo, que era la consecución inmediata de libertad para sus conciencias. Mientras, la señora pobre, se proveía de cena para dos en cuatro contenedores que descansaban en la calle con sus lomos cubiertos por el color plata de la escarcha.

- Ahora ya estamos solos, no me voy a rendir. Hasta que no me hables no me muevo de aquí. Hoy te vi llorar y presiento que fue por mí.
- Eres mi dueño ideal.
- Grita un poco más, te oigo muy mal a través del cristal.
- ¡Que eres mi dueño ideal!
- Eres muy bonito.
- Bonita, soy una osita.
- Entonces yo sólo aspiro a ser tu amigo, tu amante y tu amado, a quererte mucho y a envolverte con mi calor. Lo único que no puedo es abrazarte.
- Yo entretejeré nuestro amor.
- ¿Crees que esta es nuestra noche más feliz?
- Es nuestra feliz vida triste.

Cenaba en silencio junto a su amada madre, con el pensamiento único de conseguir el dinero suficiente para comprar esa linda osita, bombonita de butano rellena del gas letal del amor. Soñaba en la lóbrega tibieza de los cartones, construía en la debilidad de su delirio la crónica negra de su crónica soledad. En el mismo punto y en la misma escena creada por su hijo, irrumpe la madre batallando contra su impotencia por no poder comprar a osita de peluche. Y así toda una cena de Nochebuena, una cena de hiel y amargura en la que se tragaba frustración y se manifestaban arcadas de insuficiencia, de privación, de penuria.

- Mamá ya tengo a alguien que quiere compartir la vida conmigo.
- ¿Si, mi vida? Cuéntale eso a mamá.
- La osita de peluche del escaparate.
- ¿Osita?
- Si, es una osita. La osita más linda jamás creada.

Y abrazada con amor a su hijo, brindaban con las burbujas del dolor que salían de las bodegas de sus ojos. Lágrimas que coincidían en velocidad, en tiempo y en intensidad y también en la cantidad de amor que las empujaban. Así quedaron profundamente dormidos hasta que al día siguiente un probo policía les conminaba a abandonar el lugar.

El niño se colocó de nuevo frente al escaparate y en silencio miraba a osita de peluche, pero ahora ya no le hablaba para no romper su secreto. No importaba, porque se amaban igual en silencio, en la distancia, aunque él ya tenía unas ganas incontenibles de que osita de peluche lo abrazara, le transmitiera todo su amor a través del tacto, le prestara sus brazos para abrazar él también. Obnubilado por sus sueños, un látigo cruel ciño todo su cuerpo cuando escuchó a sus espaldas aquellas palabras.

- Mira abuelito, ese es el oso que yo quiero para el perrito.
- Desde luego hija te enamoras de unas bobadas.
- Venga, cómpramelo.
- Vale, vale, vamos.
- ¡¡¡No puede ser!!! ¡¡¡Ella es mía!!!
- ¿Qué? Pero, ¿qué demonios...? Jajajaja. Vamos holgazán marcha donde mi nieta ni tan siquiera te vea.
- ¡Qué asco, abuelo!
- Ya hija, no te preocupes. Vamos, que te compro el dicho osucho ese.

Osita de peluche conoció la oscuridad del interior de una bolsa negra y desde ese momento la tónica de su vida fue la melancolía. El abuelo, feliz por haber satisfecho un capricho insignificante de su amada nieta y, esta última, ilusionada con presentar a su perrito el oso que le acababa de adquirir como compañero.

El manco apagó su mirada, su cara de aflicción censuraba todo amago de sonrisa y la nueva batalla perdida había sido quizá la más cruenta que jamás se hubiera librado. Cuatro metros escasos a su derecha su madre lloraba infecunda una congoja que ya nunca podría suplir con nada ni con nadie. Era el huracán del vacío de osita de peluche, era su compañía ausente que carbonizaba aún más el futuro. La osita que había sido llevada al reino de un inocente perro, cuando ella tenía como preferencia absoluta vivir compartiendo en el mismísimo infierno, amar en la transparencia de la indigencia, besar en la suciedad de un rostro humano y sensible, nadar en los lagos con las aguas más fecales de la sociedad... pero nadar, al fin y al cabo, FELIZ.

martes, 8 de septiembre de 2009

OSITO DE PELUCHE

I

Erase una vez un osito de peluche color naranja que vivía en un cuidadísimo escaparate de una lujosa tienda, en una de las galerías comerciales más importante y prestigiosa de Madrid.

Osito de peluche, pasaba todas las horas del día contemplando estático la mirada de muchos compradores potenciales, aguantando muchas veces los comentarios groseros que algunos refinados ciudadanos hacían acerca de su aspecto y temiendo el momento de sufrir achuchones de niños caprichosos que jamás jugarían con él. Su vida era una paradoja, tanta gente continuamente a su alrededor y se sentía completamente sólo, y mucho menos querido de lo que él hubiera podido nunca imaginar.

- Si perdón, ¿cuánto cuesta el osito, caballero?
- Es lo más barato de la tienda señora, una ridiculez pero...
- Dígame, dispare.
- 28,79 €.
- Lo siento José Ramón, pero tu padre no admitiría una ordinariez semejante. Además el oso es horrible.

Era otro proyectil más clavado en su humilde corazoncito, una humillación tras otra, muchos tipos de vida para entretenerse a inventar en su tediosa espera en el escaparate.

Algunas veces, cuando caía el telón de la noche, cuando las luces cumplían la orden de dejar de iluminar lugares, osito de peluche, en la penumbra de su hábitat, en la tiniebla de su corazón, imaginaba una vida feliz en los brazos de algún niño negro y barrigón de Addis Abeba, se hacía cruces y prometía que un día llegaría hasta allí, aunque fuera en el interior de algún paquete de Cruz Roja.

Muchas horas de la noche empleadas en la creación de su mundo modelo, demasiada soledad para un osito tierno y amoroso que hasta el brillo nervioso de las estrellas le generaba idealismos, horas y horas perdidas de sueño en un escenario que para el resto de la humanidad era su mundo espejo, eran ellos mismos circulando hacia ellos... pero sin encontrarse nunca.

En las fechas previas a la Navidad la actividad era frenética en su galería comercial. Centenares de personas cruzaban de un lado a otro, de una tienda a otra, de muchas partes a ninguna y de lo vulgar del todo a la perfección de la nada. Osito de peluche tenía claro que era un año más, igual a los anteriores, su fantasía estaba dañada, su esperanza borrosa, no había ni un solo indicador que le dijera que en su vida habría novedades.

Todo su hábitat estaba ambientado en la melancolía de la fiesta navideña, y el dueño de la tienda le puso a osito de peluche un gorro de Papá Noel, aunque él creía más en los Reyes Magos. Pero, al fin y al cabo, daba igual lo que él sintiera, menuda mierda de mundo montarían si se ciñeran a los sentimientos inermes de un trivial muñeco. Este gorro lo hacía más vulnerable, no se sentía cómodo con él y encima tenía que aguantar la risa general de la mayoría de los viandantes.

El día de Nochebuena, a media tarde, una mendiga se sentó a pocos metros del escaparate donde estaba osito de peluche. Entre todas sus miserias, llevaba abrazado y arropado un hijo manco de unos nueve años. Afortunadamente para esta señora, o para esta maldita haraposa, en la tienda del amor le fiaban hasta que un día ella pudiera pagar. Su hijito sentía impotente su cálido abrazo, porque él no se lo podía devolver, ya indiqué que era manco; pero su amarga mirada era un lazo constante que cercaba el cuerpo escuálido de su madre.

Mientras la mamá suplicaba la caridad de la gente, el niño llegó hasta el escaparate y clavó directamente su mirada en osito de peluche. Había en ese lugar los juguetes más bonitos del mundo, los más apetecidos por todos los niños, pero el manco solamente se fijó en un muñeco triste y antipático.

- Mamá.
- Una limosnita, por favor. Dime hijo, ¿qué quieres?
- Mamá, quiero... un oso que hay ahí.
- Mi vida eso mamá... Bueno mi amor, espera a ver unos momentos .
- Si no quieres no hace falta mamá.
- Si que hace falta hijo, ten paciencia.

El tiempo apremiaba para conseguir el dinero, pero en una tarde tan fría las adineradas señoras no se atrevían a sacar las manos de sus bolsillos de visón para no constiparse, no sea que fueran a tener una mala noche...

sábado, 29 de agosto de 2009

FLORECER



PARTE I: En el lodo.


Este verano tuve un brutal accidente en una piscina; derivado del mismo, sufrí un traumatismo craneoencefálico que, sin yo saberlo, me tuvo al borde del abismo.

La cercanía o no de la muerte o de una terrible fatalidad a mí no me sorprende ni me intimida, ni tampoco me cambia la escala de valores, ni hace que vea la vida de otra manera,... Pienso que un hecho, por trascendental que sea, no tiene la suficiente fuerza como para cambiar la pesada estructura de toda una vida, aunque en los primeros momentos pueda haber apariencias que nos indiquen lo contrario.

Sin embargo, tengo que reconocer que a raíz de este hecho viví el día más aciago de mi vida cuando, días después, algunos de mis daños colaterales se empezaron a manifestar con virulencia en forma de dolor.

Acudí al médico buscando una respuesta que me aliviara y, fundamentalmente, que eliminara mi incertidumbre. Una vez en la consulta de César, éste me indicó que me quitara la camiseta y que me pusiera de espaldas a él, para explorar la zona afectada. A mí me parecía una diagnosis estéril, ya que sospechaba hacía días que para saber qué me pasaba se necesitaba una pantalla. No obstante, guardé silencio. De sobra sé cómo suele molestar a los médicos que los pacientes les digan cómo les tienen que curar. En estas elucubraciones mudas estaba cuando de repente sentí un terrible punzazo electrizante que me desplomó en el suelo. Allí, cabizbajo y abatido, mientras percibía la lejana voz del médico sentí una tremenda soledad, una enorme desolación aderezada con una inusual fragilidad emocional.


PARTE II: Las huellas del corazón.


Aún mi impotencia ganó enteros cuando, tras pasar los primeros instantes de este episodio, el médico me mandó subir al hospital para que me viera de forma urgente un especialista en traumatología. Tenía tal dolor que no podía conducir y así se lo hice saber. Se ofreció a llamar un taxi inmediatamente desde su consulta, pero le dije que me diera margen para hacer yo dos llamadas, ya que mis padres estaban a más de una hora de distancia de Plasencia. Y, tras esas llamadas, empecé a vislumbrar cierta felicidad interior. Las dos llamadas activaron las huellas indelebles del corazón, después de un tiempo interminable me sentí arropado, protegido e incluso querido, muy querido.

Desde el centro de salud al hospital y viceversa, hubo palabras que me quitaron el dolor, miradas de complicidad que me hacían visible lo efímero del mal momento... presencia incondicional que equivalía a un acompañamiento masivo.


Y PARTE III: Agradecer.


Hacía tan sólo unos días un amigo mío se lesionaba la rodilla jugando al fútbol, y recuerdo que no paraba yo de observar cómo, cada vez que él hacía una gesto de dolor, su mujer ponía una cara de dolor incluso superior a la suya.

Las personas nos tenemos a nosotros mismos y todos necesitamos de todos. Tener la conciencia clara de saber esta máxima, sería un pilar esencial para rebajar orgullos estúpidos y querernos todos un poco más.

La proximidad, el cariño, el amor, la cercanía, el calor... no se pueden comprar, son créditos a fondo perdido que nacen del interés desinteresado. Es muy importante que seamos exploradores de sentimientos, que sepamos ver en el rostro de una persona si nos necesita, si se siente bien, si quiere que caminemos junto a ella o, simplemente, si demanda que le tomemos la mano para que comprobemos su pulso y seamos su soporte.

Muchas gracias, aquella tarde la pasé entera acostado, con cierto olor a hospital, pero al despertar e irme a duchar, me miré al espejo y me gustó lo que vi.