I
Erase una vez un osito de peluche color naranja que vivía en un cuidadísimo escaparate de una lujosa tienda, en una de las galerías comerciales más importante y prestigiosa de Madrid.
Osito de peluche, pasaba todas las horas del día contemplando estático la mirada de muchos compradores potenciales, aguantando muchas veces los comentarios groseros que algunos refinados ciudadanos hacían acerca de su aspecto y temiendo el momento de sufrir achuchones de niños caprichosos que jamás jugarían con él. Su vida era una paradoja, tanta gente continuamente a su alrededor y se sentía completamente sólo, y mucho menos querido de lo que él hubiera podido nunca imaginar.
- Si perdón, ¿cuánto cuesta el osito, caballero?
- Es lo más barato de la tienda señora, una ridiculez pero...
- Dígame, dispare.
- 28,79 €.
- Lo siento José Ramón, pero tu padre no admitiría una ordinariez semejante. Además el oso es horrible.
Era otro proyectil más clavado en su humilde corazoncito, una humillación tras otra, muchos tipos de vida para entretenerse a inventar en su tediosa espera en el escaparate.
Algunas veces, cuando caía el telón de la noche, cuando las luces cumplían la orden de dejar de iluminar lugares, osito de peluche, en la penumbra de su hábitat, en la tiniebla de su corazón, imaginaba una vida feliz en los brazos de algún niño negro y barrigón de Addis Abeba, se hacía cruces y prometía que un día llegaría hasta allí, aunque fuera en el interior de algún paquete de Cruz Roja.
Muchas horas de la noche empleadas en la creación de su mundo modelo, demasiada soledad para un osito tierno y amoroso que hasta el brillo nervioso de las estrellas le generaba idealismos, horas y horas perdidas de sueño en un escenario que para el resto de la humanidad era su mundo espejo, eran ellos mismos circulando hacia ellos... pero sin encontrarse nunca.
En las fechas previas a la Navidad la actividad era frenética en su galería comercial. Centenares de personas cruzaban de un lado a otro, de una tienda a otra, de muchas partes a ninguna y de lo vulgar del todo a la perfección de la nada. Osito de peluche tenía claro que era un año más, igual a los anteriores, su fantasía estaba dañada, su esperanza borrosa, no había ni un solo indicador que le dijera que en su vida habría novedades.
Todo su hábitat estaba ambientado en la melancolía de la fiesta navideña, y el dueño de la tienda le puso a osito de peluche un gorro de Papá Noel, aunque él creía más en los Reyes Magos. Pero, al fin y al cabo, daba igual lo que él sintiera, menuda mierda de mundo montarían si se ciñeran a los sentimientos inermes de un trivial muñeco. Este gorro lo hacía más vulnerable, no se sentía cómodo con él y encima tenía que aguantar la risa general de la mayoría de los viandantes.
El día de Nochebuena, a media tarde, una mendiga se sentó a pocos metros del escaparate donde estaba osito de peluche. Entre todas sus miserias, llevaba abrazado y arropado un hijo manco de unos nueve años. Afortunadamente para esta señora, o para esta maldita haraposa, en la tienda del amor le fiaban hasta que un día ella pudiera pagar. Su hijito sentía impotente su cálido abrazo, porque él no se lo podía devolver, ya indiqué que era manco; pero su amarga mirada era un lazo constante que cercaba el cuerpo escuálido de su madre.
Mientras la mamá suplicaba la caridad de la gente, el niño llegó hasta el escaparate y clavó directamente su mirada en osito de peluche. Había en ese lugar los juguetes más bonitos del mundo, los más apetecidos por todos los niños, pero el manco solamente se fijó en un muñeco triste y antipático.
- Mamá.
- Una limosnita, por favor. Dime hijo, ¿qué quieres?
- Mamá, quiero... un oso que hay ahí.
- Mi vida eso mamá... Bueno mi amor, espera a ver unos momentos .
- Si no quieres no hace falta mamá.
- Si que hace falta hijo, ten paciencia.
El tiempo apremiaba para conseguir el dinero, pero en una tarde tan fría las adineradas señoras no se atrevían a sacar las manos de sus bolsillos de visón para no constiparse, no sea que fueran a tener una mala noche...
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