Existe una enorme inquietud en el ser humano por descubrir la fórmula de la felicidad. Es como una especie de tesoro soñado y deseado por todos, pero que entraña una enorme dificultad para hallarlo. Este deseo, cuando vivimos situaciones incómodas o adversas, acelera nuestro impulso de búsqueda. Y esto, en la inmensa mayoría de las ocasiones, nos lleva a buscar esa felicidad anhelada en donde no está. Emprendemos sendas que nos llevan a ninguna parte, que tan sólo, si acaso, tienen áreas que nos muestran hallazgos aparentes, puntuales, efímeros… que nos vuelven a dejar más pronto que tarde de nuevo en las tinieblas de lo que vivimos y sentimos.
Esto podemos afirmar que ha sucedido a lo largo de los tiempos. Sin embargo, es hoy, en la actualidad, en este imponente siglo XXI, cuando más perentoria se hace esta necesidad de buscar ese permanente estado de felicidad.
En un período corto de tiempo hemos pasado de una sociedad electromecánica a una sociedad microelectrónica. Y, claro, esta nueva sociedad genera unas características nunca antes vistas ni imaginadas que, hasta lograr la adaptación total, deja tras de sí una ingente cantidad de víctimas. Es la sociedad de los cambios acelerados y sucesivos, de la inmediatez, de la espontaneidad, de las soluciones para todo, de lo posible, de lo imposible, de lo humano y de lo divino. Todo este elenco de características esenciales y, a priori, potencialmente positivas para las personas, por la gestión imprecisa que hacemos de ellas se torna contra nosotros. Esto obedece a una incapacidad del ser humano de delimitar lo material de lo personal. Hemos unido, casi hasta difuminarlo, todo lo humano a todo lo material. Y ahí radica el error. Sin renegar jamás a nuestro tiempo, debemos aprovechar toda la fuerza y todo el poder que dimanan de esta actualidad para seguir avanzando y progresando en todos los órdenes de nuestra vida, pero sin olvidar jamás que lo más importante del proceso somos nosotros. Que no todo se ha de basar en un valor material y cifrado, sino que el valor humano no posee dígito alguno, tan sólo entrega, afecto, compañía, ayuda, apoyo, gestos, complicidad… y que todo esto es la esencia misma de toda existencia.
Por tanto, sin renegar de ningún avance, de ninguna novedosa condición, de progresos, de adelantos, es perfectamente compatible, sin llegar al paroxismo, poner lo humano como eje vertebrador de nuestro funcionamiento regular de vida. La ciencia y la técnica han de funcionar activamente a favor del ser humano, no al revés.
Tomando este ideario como cierto, asumiéndolo sin que signifique una onerosa carga personal, sino como una convicción de vida, una realidad palpable, apetecible y necesaria, estaríamos más cerca de que la felicidad nos sobrevenga.
¿Por qué? Pues muy fácil (y ahora por fin doy gratuitamente la ansiada fórmula de la felicidad), porque nuestra felicidad depende de nuestra libertad interior. De este modo, podemos colegir que lo que debemos buscar es esa libertad interior y no directamente la felicidad. Porque la felicidad, como tal, no se puede buscar, no es un hecho, sino un estado no tangible, algo que te sobrecoge, no un concepto que se logra. Es, más bien, una resultante interior.
Pero, claro, entonces, ¿cómo se consigue esa libertad interior? Casi de una manera única. Y aquí viene el enorme valor de lo humano. Nuestra libertad interior depende casi en exclusiva de nuestra capacidad de darnos, somos felices dándonos, entregándonos, ofreciéndonos, concediéndonos, ayudando sin interés alguno, de manera incondicional. Este es un camino que se retroalimenta con el mero hecho de su ejecución. Y es proporcional a su propia fórmula: cuanto más me doy, más libertad interior consigo y, por consiguiente, mayor felicidad, gozo y dignidad me acoge…
Y como este hecho es fácilmente verificable, animo desde aquí a comprobarlo de una manera sincera, honesta y decidida. Dependiendo de la intensidad con que lo apliquemos, experimentaremos interiormente cómo la sensación de felicidad que se siente crece o decrece proporcionalmente al grado de entrega incondicional a quienes nos rodean.