Resulta que, tras la mesa del Altar, había tres curas de espaldas. Parecían tres Dioses. Tenía los brazos abiertos en paralelo hacia el horizonte del cielo. Estaban cantando una canción que decía algo así como: “... creo en Jesús, creo en Jesús, Él es mi vida, es mi alegría...Él es mi salvadooooorrr...”, siendo secundados tan sólo por dos señoras mayores que se sentaban en la primera fila. Hubo momentos que estas dos señoras miraban hacia atrás para provocar el canto de todos los demás devotos, pero sus esfuerzos resultaban estériles. Mira que ponían cara de entusiasmo cantando, pero el personal no estaba por la labor. Tan sólo las miraban, pienso yo, fijándose más en sus expresiones desmedidas que en el contenido de la canción. La verdad, estaban borrachas de cristiandad. Cuando acabó la canción, los tres curas se rodearon con una sincronización casi perfecta. ¡Menuda sorpresa me llevé! Casi caigo desplomado en el banco, el cura principal era Don Valerio. ¡Por favor, si habrá iglesias en Plasencia!
Lo que no recordaba yo bien eran los bancos de la iglesia, su estructura. Tienen una extensión hacia atrás, con una tabla atravesada en perpendicular que asienta sobre las traveseras que salen de cada una de las patas del banco. Supe más tarde que es un apoyo para cuando los fieles en cuestión se arrodillan, se postran ante Dios para venerarlo o humillarse. Cuento cómo es el formato del banco porque ahí radica el tema central de esta historia. Es más, debido a esta anécdota se diluyó mi intención inicial de renovación o validación de mi FE a través de mi asistencia a una misa.
Junto a mí se colocó un hombre de mediana edad que debía medir cerca de dos metros de alto, con una corpulencia elefantiásica. Por su propio peso, tenía los zapatos reventados. Como dirían en mi pueblo, estaba para dar un “estallío”. Cuando se sentó, el banco crujió como si le hubieran pegado un marrazo. Bien, hasta ahí todo normal. Sin embargo, cuando Don Valerio hizo la petición de que nos pusiéramos en pie fue el momento que yo encontré pero bien encontrada la iglesia, la misa y toda su doctrina entera. Metí los pies debajo de la tabla trasera antes definida del banco de delante, me parecía excesivo pisar donde otros se arrodillan, incluso pueril. Pero mi vecino de banco decidió pisar sobre dicha tabla; según crujió, se combó hacia abajo y me atrapó los empeines de los pies con una fuerza que creí que me saltaban todos los dedos de los pies como si fueran muelles rotos. Contuve la respiración para no prorrumpir un alarido salvaje, brutal, estridente. ¡La madre que lo parió, lo que pesaba el bicho! Os juro que empecé a sudar, además de ver borroso de puro dolor. Tenía unas ganas de irme de la iglesia que hasta me estaba poniendo de mal humor.
Cuando logré liberar los pies de aquella opresión brutal, ya no sabía ni quería saber qué pintaba yo en una iglesia. Sólo que pude pisar firmemente en el suelo, aunque caminando con cierta dificultad abandoné el templo. A la salida, en las escalinatas del atrio me senté a lamer mis heridas. Me descalcé, me quité los calcetines y observé un par de moratones circulares, atravesados por sendas secantes con efusiones mínimas de sangre. Afortunadamente nada que no se solucionara sin mayor dificultad, toda vez que el dolor había remitido.
Por tanto, fijaos de qué manera me fui a encontrar yo también con Dios. A eso se llama ir a por lana y salir trasquilado.
No obstante, unos bancos no van a tener la suficiente fuerza como para configurar mi FE, ni mucho menos. Muy pronto volveré a replantear ese tema esencial y de nuevo iniciaré una aproximación a una iglesia, para comprobar qué se ofrece allí y si el ritual me convence o lo creo más o menos cierto.
Iré de nuevo a San Esteban, ya que Don Valerio es un cura que me llena no sólo como trabajador, sino también como persona.