El interior de la iglesia tenía un olor raro, como a incienso y mirra. A oro no, a pesar de todo lo que en ella se oraba. Perdonad por el juego estúpido de palabras. El interior de la iglesia estaba en penumbra, con sombras débiles que no sé qué dirección tenían, hacia donde avanzaban: si de luz a oscuridad o de oscuridad a luz. Me pareció que tenía un exceso de bancos, para tan pocos fieles. En las paredes laterales había Santos, velas, interruptores de luz y altavoces. En el frontal lucía un retablo bien trabajado, era incluso hermoso. Tenía cinco Santos, uno de ellos en un plano superior a los otros cuatro, colocados estos últimos de manera simétrica a ambos lados del que más alto estaba. El dedo índice de todas las manos derechas de todos los Santos de la iglesia apuntaban hacia arriba, como si mostraran a Dios asomándose en el cielo o algo así. A ver si algún imaginero innova y talla una imagen de Santo o Santa, por ejemplo, con los brazos en jarras. No estaría nada mal.
Resulta que, tras la mesa del Altar, había tres curas de espaldas. Parecían tres Dioses. Tenía los brazos abiertos en paralelo hacia el horizonte del cielo. Estaban cantando una canción que decía algo así como: “... creo en Jesús, creo en Jesús, Él es mi vida, es mi alegría...Él es mi salvadooooorrr...”, siendo secundados tan sólo por dos señoras mayores que se sentaban en la primera fila. Hubo momentos que estas dos señoras miraban hacia atrás para provocar el canto de todos los demás devotos, pero sus esfuerzos resultaban estériles. Mira que ponían cara de entusiasmo cantando, pero el personal no estaba por la labor. Tan sólo las miraban, pienso yo, fijándose más en sus expresiones desmedidas que en el contenido de la canción. La verdad, estaban borrachas de cristiandad. Cuando acabó la canción, los tres curas se rodearon con una sincronización casi perfecta. ¡Menuda sorpresa me llevé! Casi caigo desplomado en el banco, el cura principal era Don Valerio. ¡Por favor, si habrá iglesias en Plasencia!
Lo que no recordaba yo bien eran los bancos de la iglesia, su estructura. Tienen una extensión hacia atrás, con una tabla atravesada en perpendicular que asienta sobre las traveseras que salen de cada una de las patas del banco. Supe más tarde que es un apoyo para cuando los fieles en cuestión se arrodillan, se postran ante Dios para venerarlo o humillarse. Cuento cómo es el formato del banco porque ahí radica el tema central de esta historia. Es más, debido a esta anécdota se diluyó mi intención inicial de renovación o validación de mi FE a través de mi asistencia a una misa.
Junto a mí se colocó un hombre de mediana edad que debía medir cerca de dos metros de alto, con una corpulencia elefantiásica. Por su propio peso, tenía los zapatos reventados. Como dirían en mi pueblo, estaba para dar un “estallío”. Cuando se sentó, el banco crujió como si le hubieran pegado un marrazo. Bien, hasta ahí todo normal. Sin embargo, cuando Don Valerio hizo la petición de que nos pusiéramos en pie fue el momento que yo encontré pero bien encontrada la iglesia, la misa y toda su doctrina entera. Metí los pies debajo de la tabla trasera antes definida del banco de delante, me parecía excesivo pisar donde otros se arrodillan, incluso pueril. Pero mi vecino de banco decidió pisar sobre dicha tabla; según crujió, se combó hacia abajo y me atrapó los empeines de los pies con una fuerza que creí que me saltaban todos los dedos de los pies como si fueran muelles rotos. Contuve la respiración para no prorrumpir un alarido salvaje, brutal, estridente. ¡La madre que lo parió, lo que pesaba el bicho! Os juro que empecé a sudar, además de ver borroso de puro dolor. Tenía unas ganas de irme de la iglesia que hasta me estaba poniendo de mal humor.
Cuando logré liberar los pies de aquella opresión brutal, ya no sabía ni quería saber qué pintaba yo en una iglesia. Sólo que pude pisar firmemente en el suelo, aunque caminando con cierta dificultad abandoné el templo. A la salida, en las escalinatas del atrio me senté a lamer mis heridas. Me descalcé, me quité los calcetines y observé un par de moratones circulares, atravesados por sendas secantes con efusiones mínimas de sangre. Afortunadamente nada que no se solucionara sin mayor dificultad, toda vez que el dolor había remitido.
Por tanto, fijaos de qué manera me fui a encontrar yo también con Dios. A eso se llama ir a por lana y salir trasquilado.
No obstante, unos bancos no van a tener la suficiente fuerza como para configurar mi FE, ni mucho menos. Muy pronto volveré a replantear ese tema esencial y de nuevo iniciaré una aproximación a una iglesia, para comprobar qué se ofrece allí y si el ritual me convence o lo creo más o menos cierto.
Iré de nuevo a San Esteban, ya que Don Valerio es un cura que me llena no sólo como trabajador, sino también como persona.
Resulta que, tras la mesa del Altar, había tres curas de espaldas. Parecían tres Dioses. Tenía los brazos abiertos en paralelo hacia el horizonte del cielo. Estaban cantando una canción que decía algo así como: “... creo en Jesús, creo en Jesús, Él es mi vida, es mi alegría...Él es mi salvadooooorrr...”, siendo secundados tan sólo por dos señoras mayores que se sentaban en la primera fila. Hubo momentos que estas dos señoras miraban hacia atrás para provocar el canto de todos los demás devotos, pero sus esfuerzos resultaban estériles. Mira que ponían cara de entusiasmo cantando, pero el personal no estaba por la labor. Tan sólo las miraban, pienso yo, fijándose más en sus expresiones desmedidas que en el contenido de la canción. La verdad, estaban borrachas de cristiandad. Cuando acabó la canción, los tres curas se rodearon con una sincronización casi perfecta. ¡Menuda sorpresa me llevé! Casi caigo desplomado en el banco, el cura principal era Don Valerio. ¡Por favor, si habrá iglesias en Plasencia!
Lo que no recordaba yo bien eran los bancos de la iglesia, su estructura. Tienen una extensión hacia atrás, con una tabla atravesada en perpendicular que asienta sobre las traveseras que salen de cada una de las patas del banco. Supe más tarde que es un apoyo para cuando los fieles en cuestión se arrodillan, se postran ante Dios para venerarlo o humillarse. Cuento cómo es el formato del banco porque ahí radica el tema central de esta historia. Es más, debido a esta anécdota se diluyó mi intención inicial de renovación o validación de mi FE a través de mi asistencia a una misa.
Junto a mí se colocó un hombre de mediana edad que debía medir cerca de dos metros de alto, con una corpulencia elefantiásica. Por su propio peso, tenía los zapatos reventados. Como dirían en mi pueblo, estaba para dar un “estallío”. Cuando se sentó, el banco crujió como si le hubieran pegado un marrazo. Bien, hasta ahí todo normal. Sin embargo, cuando Don Valerio hizo la petición de que nos pusiéramos en pie fue el momento que yo encontré pero bien encontrada la iglesia, la misa y toda su doctrina entera. Metí los pies debajo de la tabla trasera antes definida del banco de delante, me parecía excesivo pisar donde otros se arrodillan, incluso pueril. Pero mi vecino de banco decidió pisar sobre dicha tabla; según crujió, se combó hacia abajo y me atrapó los empeines de los pies con una fuerza que creí que me saltaban todos los dedos de los pies como si fueran muelles rotos. Contuve la respiración para no prorrumpir un alarido salvaje, brutal, estridente. ¡La madre que lo parió, lo que pesaba el bicho! Os juro que empecé a sudar, además de ver borroso de puro dolor. Tenía unas ganas de irme de la iglesia que hasta me estaba poniendo de mal humor.
Cuando logré liberar los pies de aquella opresión brutal, ya no sabía ni quería saber qué pintaba yo en una iglesia. Sólo que pude pisar firmemente en el suelo, aunque caminando con cierta dificultad abandoné el templo. A la salida, en las escalinatas del atrio me senté a lamer mis heridas. Me descalcé, me quité los calcetines y observé un par de moratones circulares, atravesados por sendas secantes con efusiones mínimas de sangre. Afortunadamente nada que no se solucionara sin mayor dificultad, toda vez que el dolor había remitido.
Por tanto, fijaos de qué manera me fui a encontrar yo también con Dios. A eso se llama ir a por lana y salir trasquilado.
No obstante, unos bancos no van a tener la suficiente fuerza como para configurar mi FE, ni mucho menos. Muy pronto volveré a replantear ese tema esencial y de nuevo iniciaré una aproximación a una iglesia, para comprobar qué se ofrece allí y si el ritual me convence o lo creo más o menos cierto.
Iré de nuevo a San Esteban, ya que Don Valerio es un cura que me llena no sólo como trabajador, sino también como persona.
3 comentarios:
juac juac juac... has vuelto a la fina ironía!! divertidísimo
Los curas y sus carcomidas costumbres son los que hacen que nuestra FE se pudra y quede en entredicho..Imagino que al igual que al banco, le cuesta soportar hechos pesados que nos sobrevienen y claro, se rompe y hace daño...
Sin embargo,no es difícil repararla, cada uno que utilice el material que más valore, seguro que de esa manera coge fuerza de nuevo...sin 'bancos' la vida sería más difícil de soportar...todos necesitamos sentarnos y arrodillarnos de vez en cuando,no? Nadie aguanta eternamente de pie.
Me ha divertido mucho la historia. Besitos
Desde que lei los Pilares de la tierra y Un Mundo sin Fin adoro mirar a lo alto de las Iglesias, pero no busco a Dios, que de sobra se que no está, miro los prodigios de la Fe, la construcción de los Templos dedicados a Dios es marvillosa, cuantos secretos de arquitectura en las bóvedas, absides, arteguías...
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