lunes, 31 de mayo de 2010

LOS BANCOS DE LA IGLESIA II

El interior de la iglesia tenía un olor raro, como a incienso y mirra. A oro no, a pesar de todo lo que en ella se oraba. Perdonad por el juego estúpido de palabras. El interior de la iglesia estaba en penumbra, con sombras débiles que no sé qué dirección tenían, hacia donde avanzaban: si de luz a oscuridad o de oscuridad a luz. Me pareció que tenía un exceso de bancos, para tan pocos fieles. En las paredes laterales había Santos, velas, interruptores de luz y altavoces. En el frontal lucía un retablo bien trabajado, era incluso hermoso. Tenía cinco Santos, uno de ellos en un plano superior a los otros cuatro, colocados estos últimos de manera simétrica a ambos lados del que más alto estaba. El dedo índice de todas las manos derechas de todos los Santos de la iglesia apuntaban hacia arriba, como si mostraran a Dios asomándose en el cielo o algo así. A ver si algún imaginero innova y talla una imagen de Santo o Santa, por ejemplo, con los brazos en jarras. No estaría nada mal.

Resulta que, tras la mesa del Altar, había tres curas de espaldas. Parecían tres Dioses. Tenía los brazos abiertos en paralelo hacia el horizonte del cielo. Estaban cantando una canción que decía algo así como: “... creo en Jesús, creo en Jesús, Él es mi vida, es mi alegría...Él es mi salvadooooorrr...”, siendo secundados tan sólo por dos señoras mayores que se sentaban en la primera fila. Hubo momentos que estas dos señoras miraban hacia atrás para provocar el canto de todos los demás devotos, pero sus esfuerzos resultaban estériles. Mira que ponían cara de entusiasmo cantando, pero el personal no estaba por la labor. Tan sólo las miraban, pienso yo, fijándose más en sus expresiones desmedidas que en el contenido de la canción. La verdad, estaban borrachas de cristiandad. Cuando acabó la canción, los tres curas se rodearon con una sincronización casi perfecta. ¡Menuda sorpresa me llevé! Casi caigo desplomado en el banco, el cura principal era Don Valerio. ¡Por favor, si habrá iglesias en Plasencia!

Lo que no recordaba yo bien eran los bancos de la iglesia, su estructura. Tienen una extensión hacia atrás, con una tabla atravesada en perpendicular que asienta sobre las traveseras que salen de cada una de las patas del banco. Supe más tarde que es un apoyo para cuando los fieles en cuestión se arrodillan, se postran ante Dios para venerarlo o humillarse. Cuento cómo es el formato del banco porque ahí radica el tema central de esta historia. Es más, debido a esta anécdota se diluyó mi intención inicial de renovación o validación de mi FE a través de mi asistencia a una misa.

Junto a mí se colocó un hombre de mediana edad que debía medir cerca de dos metros de alto, con una corpulencia elefantiásica. Por su propio peso, tenía los zapatos reventados. Como dirían en mi pueblo, estaba para dar un “estallío”. Cuando se sentó, el banco crujió como si le hubieran pegado un marrazo. Bien, hasta ahí todo normal. Sin embargo, cuando Don Valerio hizo la petición de que nos pusiéramos en pie fue el momento que yo encontré pero bien encontrada la iglesia, la misa y toda su doctrina entera. Metí los pies debajo de la tabla trasera antes definida del banco de delante, me parecía excesivo pisar donde otros se arrodillan, incluso pueril. Pero mi vecino de banco decidió pisar sobre dicha tabla; según crujió, se combó hacia abajo y me atrapó los empeines de los pies con una fuerza que creí que me saltaban todos los dedos de los pies como si fueran muelles rotos. Contuve la respiración para no prorrumpir un alarido salvaje, brutal, estridente. ¡La madre que lo parió, lo que pesaba el bicho! Os juro que empecé a sudar, además de ver borroso de puro dolor. Tenía unas ganas de irme de la iglesia que hasta me estaba poniendo de mal humor.

Cuando logré liberar los pies de aquella opresión brutal, ya no sabía ni quería saber qué pintaba yo en una iglesia. Sólo que pude pisar firmemente en el suelo, aunque caminando con cierta dificultad abandoné el templo. A la salida, en las escalinatas del atrio me senté a lamer mis heridas. Me descalcé, me quité los calcetines y observé un par de moratones circulares, atravesados por sendas secantes con efusiones mínimas de sangre. Afortunadamente nada que no se solucionara sin mayor dificultad, toda vez que el dolor había remitido.

Por tanto, fijaos de qué manera me fui a encontrar yo también con Dios. A eso se llama ir a por lana y salir trasquilado.

No obstante, unos bancos no van a tener la suficiente fuerza como para configurar mi FE, ni mucho menos. Muy pronto volveré a replantear ese tema esencial y de nuevo iniciaré una aproximación a una iglesia, para comprobar qué se ofrece allí y si el ritual me convence o lo creo más o menos cierto.

Iré de nuevo a San Esteban, ya que Don Valerio es un cura que me llena no sólo como trabajador, sino también como persona.

miércoles, 19 de mayo de 2010

LOS BANCOS DE LA IGLESIA I

Aquella forma de caminar no me dejó indiferente. Miraba a todas partes y observaba minuciosamente todos los detalles. Su cara me impresionó, desprendía una serenidad como nunca antes había visto. Se dirigió a mí de manera cordial, con una sonrisa y una expresión facial que irradiaba una felicidad auténtica, de la buena.

- ¿Se percata usted, joven, cómo lo bello a veces no es visible a los ojos?
- ¡Huy, pero si es usted cura!
- ¿Cambia eso en algo nuestro encuentro?
- Ni mucho menos, Padre.
- Don Valerio, para servirle.

El sacerdote continuó avanzando de manera pausada, girando su cabeza a los lados, al tiempo que metía las manos en los bolsillos de su chaqueta negra. Al cabo, miró hacia atrás y sonrió. Desde luego esa sonrisa fue un brillante y extraño colofón, me generó una necesidad imperiosa de ver de nuevo aquel curioso personaje.

Continué viendo la obra de descubrimiento de la muralla histórica de Plasencia y, cuando la noche iba ocupando las calles, regresé a casa.

Aquel hombre, que parafraseaba a Saint – Exupéry con un precioso timbre de voz, desprendía una paz interior enorme, un sosiego fuera de lo común. Sinceramente, me pareció una aparición.

Desde hace algún tiempo llevo librando una batalla interna brutal, sin precedentes en mi vida, con mi FE. Sí, sí, mis creencias religiosas. Busco con ahínco señales o lógicas metafísicas que me validen la FE o que me la terminen de extinguir de manera absoluta. ¿Quién me mandaría a mí pararme a pensar en esto un buen día? Con lo cómodo que es no planteárselo o tenerlo como una herramienta recurrente cuando la necesidad aprieta. Sinceramente, no os lo recomiendo, supone un desgaste que incluso sorprende.

Al final, tras varios paseos hacia mi epicentro, tras muchas miradas hacia el tapiz blanco del horizonte donde proyectamos nuestro interior y tras muchas reflexiones de carácter pendular, decidí un domingo acercarme a misa. Elegí una iglesia al azar, en el centro de la ciudad, para no tener que caminar mucho. Y fui a parar a una parroquia denominada San Esteban, junto a la plaza mayor de Plasencia. Total, para que me administren unos sacramentos y me rediman espiritualmente, cualquier iglesia y cualquier pastor acreditados por Dios valdrán, pensé. Respiré hondo y entré.

miércoles, 12 de mayo de 2010

PASEO PAUSADO POR UNA MUJER

Apareciste como si emergieras de la nada. Alfombraste mi camino. Tu pelo iba recogido y, en sus puntas, caracoleaba retornando a ti. Tu pelo no era pelo, era un halo de divinidad. Tomando como referencia la punta de tu nariz, tus cejas mostraban una simetría casi perfecta de tu cara. Tu mirada era acristalada, de vidriera esmeralda y terminada con puntas plateadas que, a veces, clavaban. Tus labios eran toboganes de la niñez que resbalaban hacia tu esencia interior. Estaban prestos a ser libados. Tu sonrisa era amable, sincera. Era una sonrisa de seda, anidaba en muchos corazones. Tu sonrisa volaba alto, muy alto; volaba como las imaginaciones... o más alto. En tu sonrisa se posaban muchas miradas, también deseos. El timbre de tu voz tenía un sonido envolvente y era, además, musicado. Brotaba de tus labios carnosos y móviles, lanzaderas de la lucidez.


Debajo de lo descrito anteriormente, como pasadizo, estaba tu cuello. Era una barra de diamante que me deslizaba hacia un jardín botánico. Me guiaba al paisaje selvátivo de tu cuerpo. A los lados, tus brazos, dejaban ver una correspondencia exacta en forma, tamaño y posición. Terminaban en diminutas manos progresivas, escaleriformes, direccionadas al cielo, con caricia suave de nube.


En la estepa de tu cuerpo, paré indeciso. El paisaje era precioso, lo miré con los prismáticos al revés, para darle aún más extensión y aumentar lo bello. Tu cuerpo, ínsula albina que haría las delicias de Sancho Panza. Desde tu cintura circular miré el horizonte de los dos caminos que marcaban tus piernas. También miré hacia arriba, quería ir recapitulando casi a cada paso. Me perdía transitando por tu meseta, hollando sendas tan violadas y tan vírgenes como la violada selva virgen.


Descendí manso, lento y moderado serpenteando por una pierna esférica y sentí un roce liso, blando, grato... dulce, muy dulce. Y aterricé en el empeine de un pie que estaba allí. Un pie con una primera apariencia irregular e indeterminada. Un pie que tomó forma cuando lo miré verticalmente. Dí un saltito corto y terminé en otro empeine de otro pie de la misma isla, pero con la disposición física contraria al original. Volví a circunvalar reptando otra pierna de idénticas características a la que antes descendí.


A decir verdad, estaba tremendamente cansado, casi agotado. Aquel día no pensaba pasear más, Deseaba dedicar el resto del día a la lectura.


domingo, 9 de mayo de 2010

DEMASIADO TARDE

¿Quién no ha dicho alguna vez la expresión “ya era demasiado tarde”? Qué palabra esa, qué significado encierra, qué desgarrador concepto. Simboliza lo perdido, no el porqué. Representa un vacío de vida, un vacío infinito, que ya no encontrará ni su principio ni su final, es continuo. Un vacío que genera un dolor que parece que no es dolor, pero que quema como la lenta combustión de leña seca.

… Me pidió perdón, pero ya era demasiado tarde… ¿Quién tipifica el tiempo? ¿El corazón? ¿Nuestro cerebro? ¿Ese algo que no se sitúa en ninguna parte de nuestro cuerpo que llamamos alma? ¿Quién demonios armoniza nuestros errores, su perdón y el tiempo en que todo ello se enmarca o debe enmarcarse? ¿Quién gobierna eso? Tal vez sea el amor, pero también puede ser el rencor. Por Dios, ¿quién genera esos sentimientos? ¿La locura? ¿La cordura?

…Recibí tu mensaje, pero ya era demasiado tarde… ¿Por qué era demasiado tarde? ¿En qué Ley escrita o no escrita se establece ese dogma? ¿Quién nos coloca ante ese peligroso precipicio? ¿Qué nos hace funámbulo de esa demencia? ¿Quién marca ese punto de no retorno? ¿Qué le da el carácter de irreversibilidad a un hecho humano? ¿Quién puede lograr activar hasta ese extremo la obcecación de la puta sinrazón? ¿Qué consigue dejarnos en el aire dando pasos que no avanzan? ¿Quién nos arrastra a pasar del amor absoluto al odio total? ¿Qué poder o qué magia nos lleva a devastar todo principio de razón, de orden, de justicia, de equidad, de relación? ¿Quién o qué, maldita sea?

Nunca es tarde. Todo en la vida no se puede anticipar, no podemos vivir en un sistema preventivo de relaciones. El valor de la palabra tarde es relativo, pertenece al plano de nuestros pareceres. Es una palabra intrínsecamente subjetiva, al menos en lo referido a las conexiones humanas. Nunca es tarde, ni siquiera para las cosas ya sucedidas. Esta palabra tiene engrilletadas a muchas personas de manera perpetua, provocándoles una incapacidad permanente de disfrutar, creando en su interior un granero de odio, generando en su corazón una enorme mole de desconfianza en los seres humanos…

Nunca es tarde para perdonar, para amar, para olvidar, para recordar. Nunca es tarde para gastar nuestras manos de tanto estrechar, para fortalecer nuestros brazos de tanto ceñir. Nunca es tarde para buscar la cordialidad, para recuperar la paciencia, para ayudar a superar fracasos, para ser ejemplo de honestidad, para ser querido, para querer y para seguir queriendo. No, nunca es tarde para terminar de enterarnos que lo importante de este mundo somos nosotros, las personas. Que nos podemos tener, que nuestra interacción es gratuita e inigualable, la única curativa que existe.

No, nunca es tarde para caminar por la senda de la felicidad, para buscar el regazo de quienes nos rodean que es, a su vez, donde encontraremos el verdadero alivio a todo ese carbón encendido que nos anda quemando tantas veces por dentro…

No, qué va, nunca es tarde para ser feliz…

domingo, 2 de mayo de 2010

LA CATEDRAL DEL TIEMPO

Un jardín bien cuidado siempre llama nuestra atención. Por la edad de los seres humanos sentimos incluso cierta fascinación. El paso del tiempo nos sitúa en el campo de la nostalgia, muchas veces de la melancolía. Recordamos lo vivido, pero no nos lo aprendemos. Miramos al cielo suplicando a un Dios en el que creemos poco o nada. Nos gusta lo bello, lo saboreamos puntualmente y luego nos atenaza una incapacidad de retener la satisfacción sentida. La tristeza se mantiene, se enraíza en nuestro interior; mientras que la alegría es de renovación continua o no la sentimos, porque no permanece.

Un policía nacional me devuelve a la realidad, con su voz grave pero educada y amable me rescata de mis abstracciones. Al fin y al cabo una catedral no es para reflexionar, sino para orar. Yo, por el momento, he perdido la necesidad psicológica de que Dios me salve de nada.

Unas cortezas del tronco de unos pinos me provocaron una retrocesión a mis años infantiles. Estaban en un jardín de la catedral vieja de Salamanca, rodeando la superficie de hermosas plantas con flores. Ese colorido precioso y espectacular, produjo en mí una sucesión de imágenes en blanco y negro de mi niñez; me situaron de nuevo en Nuñomoral, ajeno al resto del mundo, disfrutando cada momento, llenando mi querido pueblo de holladuras infantiles, cargado de inocencia y de bondad, viviendo los juegos por épocas (nidos, bolindres, corchonazos, rayuela, cuatro esquinas, cárcel…), queriendo y respetando a nuestros mayores, sintiéndome amado por mis padres, y explotando en cada rincón y multiplicándome por mil para que el día no se agotara y me diera tiempo a disfrutar y gozar de la compañía de Javi, de Jero, de Veni, de Tomás, de José, de Jaime, de Carlos, de Manolo, de...

Era una sensación fantástica, mágica, casi gloriosa. Rasábamos pequeñas cortezas de tronco de pino en la superficie rugosa de alguna pared, hasta lograr darle forma de barco.

Después, para botarlos, elegíamos las corrientes más frenéticas del río hurdano. Lanzábamos nuestra nave desde la orilla y, en la medida que el margen del río nos lo permitía, corríamos paralelos a nuestra creación alborozados, mientras mirábamos y gritábamos con una viveza inusual:

- ¡Adiós, mi barco! ¡Adiós, mi barco! ¡Espérame!

Y con el barco, se iba una vida. Cada uno imaginábamos un mundo diferente donde iría a parar nuestro juguete. ¡Cuánta inocencia! Pero, eso sí, con el barco se iba una vida.

¡Cuántos barcos lanzamos por el curso incierto de la vida! Qué hermoso imaginar que algo que nace y sale de ti puede ser interpretado por diferentes personas.

La catedral hoy huele rara… no sabe a nada. Fijo mi mirada de nuevo y emprendo camino hacia mi interior.

Los olores de nuestra niñez, la ingenuidad, la interpretación del mundo, la honestidad infantil, la concepción ecuánime de la amistad y el amor, la confianza ciega en las personas, la lentitud del tiempo, el contento interior, la magia, la frescura de una brisa no contaminada, la aceleración vital para llegar a todo sin moverte del sitio, el corazón razonable y justo no influido por ningún saboteador oculto, el crepúsculo tardo mostrando sus lágrimas plateadas, la aparición repentina de Cupìdo…

En el bote y el rebote de mis pensamientos descubro que la vida es un poco como las ramas de un sauce llorón. Primero tienden hacia arriba, buscan el optimismo. Después, mientras proyectan unas lágrimas que no mojan, dibujan la curva de la sumisión y recorren hacia abajo toda la longitud de su propio cuerpo… y acaban besando el suelo.

El policía nacional insiste en informarme que la catedral se cierra.

Y con el barco, se iba una vida.

¡Adiós, mi barco! ¡Adiós, mi barco! ¡Espérame… MI VIDA!