El Cantábrico traía aires de nostalgia, aroma de penas enviadas por marineros que faenaban lejos de todo cuanto amaban. A los pies del Peine del Viento, en la bahía de la Concha, leías concentrada una novela que pensabas que era la historia de tu vida. De vez en cuando ponías tu dedo índice sobre una línea y levantabas tu mirada hacia un horizonte que obraba el milagro de juntar el mar y el cielo.
Cada tarde, tratando de que no me descubrieras, me colocaba en lo alto de las rocas en donde se incrustaban las esculturas. Rocas lloradas por azotes de olas de mar, que explotaban con violencia buscando la conquista de la tierra.
Tus cabellos bailaban una danza alocada impuesta por la música del viento, un ritmo impetuoso y fuerte que simbolizaba la rabia de la huida, tal vez del olvido. Tu mirada delataba un pensamiento quizá atropellado por un violento recuerdo. De ojos vidriosos zumbados por una actividad mental forzosamente impuesta, libremente aceptada para mantenerse con vida.
Como la voz potente pero lastimada de Paula Oliveira me sentía viéndote en la distancia, pero aún no me convenía una aproximación. Necesitaba descubrir algunos aspectos más de ti, que el silencio y la paciencia me irían contando.
Mientras permanecía en mis abstracciones, el viento movió el cuello de tu camisa y te recordó que estabas en el mundo.
El mar tiene tanta fuerza y tanto poder que nos puede enajenar, extrae de nosotros todo y nada. Yo deseaba que el mar fuera mi aliado.
Mientras permanecía en mis abstracciones, el viento movió el cuello de tu camisa y te recordó que estabas en el mundo.
El mar tiene tanta fuerza y tanto poder que nos puede enajenar, extrae de nosotros todo y nada. Yo deseaba que el mar fuera mi aliado.
Y de nuevo abriste tu libro para alternar lectura con meditación. Iniciaste un capítulo de la novela titulado “Un día me amaste”.
Y los límites de tu cuerpo dejaban ver el contorno de una figura de mujer triste, diría incluso que vacía. Un ligero movimiento de tus labios tiró al mar un lamento que se ahogó casi inmediatamente. Y yo a tu espalda seguía aumentando mi deseo de no sé qué. Lance un beso por si el aire lo llevaba a tu cara, pero te pasó rozando y murió también ahogado en el mar, como tu lamento. No obstante, ya tenía ese mar que todo lo quiere algo común a los dos: tu lamento y mi beso. Tenía la fe de que para ir forjando una historia común era un principio realmente mágico.
Intentabas desentrañarte, pero tu pensamiento quedaba diluido una y otra vez en agua blanca. Este hecho arruinaba tu esperanza y te derribaba un poco más.
Sobre una percepción debía construir mi realidad junto a ti, pero amar es arriesgar, así como intentar amar es intentar dibujar situaciones de vida.
Dejaste tu novela en el muro de uno de los rompientes del mar y bajaste a caminar sobre la arena, necesitabas el roce delicado del agua de una ola desvanecida. A veces, la derrota necesita la suave caricia de la derrota. Y yo aproveché para acercarme a mirar tu libro. Era una obra con una portada en tonos grises difuminados, donde se podía leer: Autor: Tú. Título: La hora bruja. Solté el libro y me alejé veloz del lugar, no quería ser sorprendido en un acto que, a priori, podría parecer deshonesto.
Autor: Tú. Título: La hora bruja. Venía una y otra vez a mi mente la portada del libro, me llamaba mucho la atención el título, sí; pero mucho más el autor. Ese Tú, ¿quién sería?
Y decidí marchar a casa, no me apetecía seguir creando laberintos en mi cabeza aquella tarde.
Pensé y pensé y todos mis pensamientos se encontraban en perpendicular. Detrás de una ventana llorosa con lágrimas de lluvia me buscaba a mí para luego encontrarte a ti. Y mis pensamientos tornaron de encontrarse en perpendicular a ser amputados por secantes.
Mañana sería un buen día, me aproximaría a ti para mostrarme. Y también para indagar.
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