¿Recuerdas? Era siempre el mismo lugar, la misma piedra, las mismas olas y casi también la misma meditación. Te acercabas al despeñadero más lejano y más secreto de la isla para aclarar tu confín, para entregar tu mirada a la unión lejana y sacrosanta del mar y el cielo, allá justo donde tu vista ya no te aclaraba las imágenes que deseabas.
Pero un día decidiste practicar la mirada vertical y viste en la superficie del misterioso mar un precioso y hechicero pez naranja. Este te hizo un guiño y aquel día no volviste a casa liberada. Te faltaba algo, necesitabas saber alguna cosa más… te embrujó el juego del pececito caprichoso que, buscando el mimetismo a través del color, fue él quien te tiró a ti el anzuelo y no al revés.
Pensaste durante tiempo en ese acontecimiento tan singular en tu vida, contabas el guiño del pez a quién podías y ocultabas el mismo guiño a quien debías.
Aquella tarde, el pez, en su marcha, fue dejando una huella naranja tras de sí que ni tan siquiera el poderoso e inmenso mar podía borrar. Por momentos pensaste que podría ser el rastro del amor, de ese amor que tú ya tenías copado y que siempre habías pensado que ya jamás buscarías. Además, estabas convencida de que ese vestigio que el pez dejaba sería borrado por la insondable voracidad del mar. De ese mar que era testigo y callaba, de ese mar que rugía con fiereza por la violación expresa que tu sentimiento hacía a compromisos anteriores.
Volviste al precipicio peñascoso y escarpado, pasado el tiempo prudencial que tu miedo oculto te había recomendado, pero ya no mirabas ningún horizonte. Tu mirada era ya irreversiblemente vertical, directa, dirigida, intencionada y un poco cómplice de algunas corrientes marinas. Y aquel día apareció ante tus ojos desconcertados el pez naranja de nuevo, con la misión expresa de abrir la puerta a una siguiente conversación sin fecha determinada. Una conversación que tú ya también deseabas y que no querías que se demorara mucho. Bajaste a la primera línea de mar e intentaste coger el pez, pero éste, contrario a su deseo pero consciente de lo que hacía, se zafó de tus manos, chocó contra una roca y nadó atolondrado sin rumbo fijo. Esquivó las redes asesinas de tus afectos, coleó en la predicción del amor, dio unos saltitos triunfales y alegres que dejaron en forma de neblina mil siluetas tuyas suspendidas en el aire… y se alejó mar adentro dejando su pista anaranjada en la epidermis del mar.
Convertida ya en lobo de mar, navegabas sobre sus espaldas con más confianza y libertad que nunca. Ahora ya, el poderoso mar, era tu amigo fiel y encima guardaba tu tesoro… o tu secreto, ¿quién sabe? Pero eras consciente de que la única manera de desentrañar el misterio era aproximándote al pez, intentar secar un poquito sus escamas para que no resbalara tanto y conversar con él. No quisiste remar más, para evitar emboscadas traicioneras del mar. Éste, molesto por tu actitud, mascullaba maldiciendo tu confianza en él. Tu barca temblaba persistentemente y tu mirada salteada observó curiosa la llegada lenta y casual del pez naranja. Este te preguntó si habías ido a verle, a buscarle, a… Pero inmediatamente tú le dejaste bien claro que simplemente paseabas en tu barca y que a quien realmente habías ido a ver era a tu amigo el mar. El pez naranja desapareció repentinamente, esta vez sin dejar rastro alguno.
Por una mentira piadosa, mejor dicho ruborosa, jamás volviste a ver al pez. Siempre pensaste que era una actitud de venganza por su parte. Tenías un conflicto interno de amor y odio por creer que habías entregado tu vida a un silencio caprichoso…
Pasado un tiempo de reflexión, pena y odio, volviste al acantilado a meditar a tu asiento favorito. Aquel lugar mágico era el que, en los atardeceres rojizos y melancólicos del mar, mejor aclaraba tus ideas. Una brisa suave ayudó a las olas a quedar varada una botella con un mensaje en el paisaje ondulado de arena fina. Bajaste con celeridad para comprobar si era para ti. Rompiste la botella contra una roca, extendiste el papel y pudiste al fin leer:
Hola amiga amada, intenta vivir feliz. Tu pez naranja nunca se fue de tu lado voluntariamente. Por amor, quedó petrificado y ahora yace inerte en el fondo más profundo y secreto del mar. Prefirió eso antes que ser náufrago de tu amor. Se debe amar con continuidad en el tiempo, sin descuidar ni un solo espacio de esa línea constante que ha de tener el amor.
Atentamente,
EL MAR
3 comentarios:
Qué verdad es que la mayoría de nosotros nos dejamos embaucar por la belleza supérflua del 'mar', por su grandeza, sin valorar lo maravilloso de su interior...sin comprender que lo valioso de la belleza marina son esos 'pececitos de colores' que viven en sus profundidades y que tantas veces desconocemos por no querer bucear en lo más hondo de nosotros y de los otros...
Bien merecida aunque trágica es la pérdida del amor entonces...
En fin, quizás por eso debería haber nacido sirena...
Perdemos el tiempo con las cosas supérfluas, nos dejamos guiar por las cosas fáciles por lo que no nos supone ningún esfuerzo, y olvidamos la lucha por lo que de verdad importa, la lucha por el amor,por lo que de verdad nos hará feliz y nos hará sentirnos satisfechos.
Nos da miedo el dolor que produce el fracaso y no pensamos en la inmensa alegría que produce la victoria después de la lucha.
Vaya dos cometarios chulos y no contestados en su momento!!!
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