Todos
tenemos algunos deseos que, además de mantenerlos ocultos al mundo, los
consideramos incumplibles. Nuestra anticipación hace que los situemos en el
plano de lo imposible, en lugar de colocarlos en el contexto de la utopía. La
utopía se cocina lenta, pero si la hacemos creíble, se cumple. El plano de lo
imposible derrumba la esperanza y amputa la facultad para ser, para hacer o
para existir.
A
veces, estos deseos, campan alegres por las anchas avenidas de nuestro
pensamiento, pisando con firmeza las aceras de la ilusión, hasta que se
detienen en el rojo de una violenta barrera en forma de recuerdo o de la magia
negra de las condiciones imposibles.
Pero
seguimos caminando porque el instinto de supervivencia tiene una fuerza
invisible, pero inmensa. Y marcamos un nuevo horizonte sobre una fina cuerda,
convirtiéndonos en el faquir que reequilibra su vida intentando no caer al
vacío, iluminándonos el camino con el rebote de los reflejos que el sol regala
a la quietud de las aguas de los lagos muertos. Nuestros pasos se hacen
plúmbeos, se paran, incluso llegan a retroceder, hasta que un soplo de aire
fresco lanzado por un suspiro de vida nos pega otro empujón hacia adelante que,
en un principio, casi nos hace caer, pero que vuelve a permitirnos caminar
rectos y con energía.
Y de
nuevo nos vemos sacudidos por los deseos ocultos ubicados en el cumplimiento
del nunca jamás. Y así lo sentimos, aunque con el conflicto interno permanente
de la chispa de la esperanza, perpetrando la extraña idea en nuestro cerebro
del imposible de que se puede estar medio embarazada. Y con ello la cuerda
elástica de la vida te suelta rienda o sofrena, dependiendo de qué color mires
ese día.
De
mi parte, tras cumplir cuarenta y cuatro años, a tiempo pasado, quiero desvelar
cuál era mi deseo imposible para mi último cumpleaños, así lo comparto
con todas las personas que amablemente siempre me leen, o me siguen, incluso
algunos/as me quieren. Y, por supuesto, haciéndolo público renuncio para
siempre a él, quedando mi mente vacía de deseos, al menos, hasta que el nuevo
año vaya originando en mí algunos nuevos: unos confesables y otros, los
imposibles, irrevelables.
Deseo:
28
de diciembre de 2013.
Sumido
en la profundidad del silencio de mi cama, abro mis ojos. Miro a la ventana y
adapto mis retinas a la luz, una luz que va tomando fuerza de manera lenta y
laboriosa.
Dejo
el abrigo y la incertidumbre de la noche.
Nazco
y me abro a la vida, tengo mucha gente a quien querer.
Sigo
hundido en un silencio que pronto dejo de entender, no sé cómo es posible que
no escuche el sonido inarmónico de la vida, el ruido extraño de las tentaciones
prohibidas…
El
día inicia una sonrisa, ensancha su simpatía.
Una
hora en punto de un punto de mi vida. Sigue el silencio. Me miro al espejo…
estoy. Un rayo de sol se cuela por un lugar invisible del espacio cósmico,
trata de herirme. Son las lanzas del infierno, me cuenta mi imaginación con una
voz de ultratumba.
De
repente, todas las campanas de la ciudad han dejado de sonar. Pican y repican,
pero su tañido es mudo. Las horas en punto pierden su valor, el punto de mi
vida lo recobra.
Salgo.
Las personas
gesticulan y hablan, pero no emiten sonidos. Los motores de los coches no
rugen. Es como si el mundo se hubiera convertido en un cómplice silente de un
Dios que nunca veo.
“Que hable el mundo y calle el hombre, calle
el hombre y vuélvase a callar…”, retumba en mi cerebro la voz de Manolo
García cantando “Cuando el mar te tenga”.
Sin embargo, camino sorprendido y pienso que lo que realmente debe hablar es el
silencio. O mi deseo inconfesable, que me quema dentro.
Mi
deseo anula a mi imaginación y la devasta.
Me
sitúo frente al ordenador, quiero mirar si alguien se acordó de mí en este día
y, por supuesto, agradecerle personalmente su detalle, su gesto de afecto. Nada,
no tengo ninguna felicitación, tan solo hay un archivo de sonido, parece una
canción.
Lo abro.
Comienza
a sonar la canción de Joao Afonso “Fala
do indio”, que alguien me dedica especialmente por mi cumpleaños. Es una
composición poética que va directamente al corazón, con una melodía de voz e
instrumento que crea unos estados emocionales casi mágicos.
Termina
la canción y, mientras retorna a mí el silencio, el sonido vuelve al mundo.
Una
preciosa canción que me han dedicado doscientas setenta y seis personas con
nombre y apellidos y un rostro específico.
Abro
de nuevo los ojos.
Dejo
de soñar.
No
tendré vida suficiente para agradecer tanto.
Amo.