Haciendo una comparativa seria entre España y Portugal, sin dejarnos llevar por la sensiblería patriótica ni por visiones reduccionistas, hay que reconocer que en los últimos tiempos nuestro país ha evolucionado con una aceleración mayor y en menos tiempo que la nación vecina. Si bien es cierto que no podemos soslayar que el potencial de España es superior al de Portugal, no es menos cierto que caminando juntos son países que tienen una notable complementación y que multiplican exponencialmente la magnitud de sus posibilidades. No estaría mal llevar a cabo la idea de unificarse en un solo país, como ya se ha hablado tímidamente algunas veces. Recordad que incluso sonó como denominación de esa fusión el nombre de Iberia.
Aunque en lo esencial estamos ya en cotas bastante parejas, aún quedan algunos residuos históricos en Portugal que dificultan su imagen de país moderno y desarrollado, véase como ejemplo el tema de las bragas.
Sin embargo, los españoles tenemos una idea de España que tampoco está verdaderamente ajustada a su realidad. La virtud de la humildad, a diferencia de nuestros hermanos portugueses, no es que la practiquemos mucho los españoles en cuestiones de autoimagen. Y pensamos que la España real es aquella que nosotros queremos ver. Craso error, evidentemente. Entre otras cosas porque en nuestro país, aún quedan estampas que son representativas de esa España profunda que no nos interesa proyectar ni reconocer, pero que, al igual que en Portugal, no dejan de ser residuos de un pasado que todavía hoy permanece con nosotros y forma parte de nuestra historia y de nuestro presente.
Y diréis vosotros, ¿a qué viene traer esta idea ahora aquí? Pues muy fácil. Derivado de la visión de las bragas de Zebreira, sufrí un shock de tal orden que me descolocó completamente varias escalas ya conformadas en mí, en distintas áreas de mi cerebro, que desde entonces trato de reorganizar y volver a acomodar interiormente. Para que nos entendamos, para mí ver aquellas bragas vino a significar un choque entre dos mundos. Por eso, mi persistencia en este tipo de reflexiones que, terapéuticamente, no son más que la asimilación y la elaboración de ese impacto para poder restablecer la normalidad en mi vida y en mi cabeza.
Bien, pues al hilo de todo esto, en uno de mis últimos viajes a Cáceres, según circulaba por la autovía A-66, me puse a observar la superficie de España. Comencé a ver sobre el tapiz imágenes tales como una red de carreteras modernas y funcionales, una flota de vehículos nuevos, la mayoría de ellos de gama media – alta, motocicletas impresionantes de elevada cilindrada… abstraído completamente por estas representaciones vivas de nuestra avanzada España estaba, hasta que un ruido infernal próximo a mi coche me volvió a la realidad del momento. Debo reconocer que me pegó un susto de estos que te dejan la barriga durante un buen rato con un vacío tremendo y que te tiemblan, de manera incontrolada, las facciones de la cara haciendo el efecto de un tic nervioso. Y en seguida pude comprobar que sobre toda esa modernidad que yo veía aún perduran estampas tipical spanish. Me adelantó un gitano con un camión propio de las películas de Berlanga. Y como aquí de sobra sabemos todos la reacción que tenemos los humanos ante los adelantamientos, no hará falta que os cuente que, cuando lo tenía paralelo, miré hacia la ventanilla del copiloto, al tiempo que el copiloto miró hacia la ventanilla mía. Ese cruce de miradas es fugaz, pero representa un mundo. Maldita sea, es una situación creada por el mismísimo demonio. Bueno, pues de copiloto iba un gitano de los de libro. Un gitano que llevaba un sombrero de paño negro, de ala media y rodeado de una cinta también negra. Piel oscura, cejas azabache perfectamente marcadas, nariz delgada y algo corva, a semejanza del pico de un águila, bigote grisáceo y los dientes del color de la cáscara de una castaña casi ya madura, excepto los dos caninos que uno era de plata y el otro de oro. No me dio tiempo a observar más detalles. Y los contados los pude ver porque la gran escandalera del camión era proporcional a su ínfima velocidad, y el gitano en cuestión, al ver mi cara de susto, sonrió.
No obstante, la clave estaba en la caja del camión, en su contenido que, por cierto, visto uno los has visto todos. Es muy curioso como casi todos los gitanos españoles manejan o poseen los mismos cacharros. Lo digo porque cuando van con motos suelen llevar en su portaequipaje un haz de tubos de hierro llenos de herrumbre, desiguales y medio quebrados. Cuando llevan furgonetas, ropa y calzado de lo más variopinto. Si es un camión de caja cerrada, entonces portan un par de burros y tal vez una mula. Y si es un camión como el que centra este escrito, como el que me adelantó a mí, entonces está claro, la carga suele ser un colchón de lana enrollado, fuertemente atado con cuerda fina; dos vigas de hierro de tamaño medio; un somier de alambre completamente oxidado; una lavadora vieja y sin puerta; una carretilla sin rueda también semioxidada; el cuadro de una bicicleta, si acaso la rueda de atrás y sin cadena; la caja de plástico de un camión de juguete, generalmente roja; una palangana desportillada por tres o cuatro sitios diferentes; y, por último, algunos hierros y varias cadenas colgadas de la parte frontal de la caja del camión.
Tras estas observaciones, y pasado un tiempo prudencial para que el gitano no fuera a pensar que me había picado, aceleré un poco mi skoda y los volví a adelantar. Estoy seguro que el gitano que conducía, justo a mi paso a su altura, miró hacia la ventanilla del copiloto. Pero claro, eso quedó sin constatar.
Lo que sí quedó claro es que en España, aunque nos creamos supermegaavanzados, todavía existen y tienen plena vigencia determinadas imágenes que nosotros muchas veces ignoramos deliberadamente y que, sin cortarnos un pelo, vamos buscando en otros lugares.
Mirémonos el ombligo, que en alguno veremos alguna spanish estampa.